miércoles, 20 de mayo de 2015

A la intemperie REBECA YANKE



Muy cerca de la Plaza de la Paja, incluso dentro de ella, existe un tesoro que por imaginarlo privado casi nadie entra. Algunos turistas deciden explorarlo, ejerciendo su condición. Algunos madrileños lo conocen y se lo cuentan a pocas personas. A mí me llevó el poeta Agustín de Julián, que vive cerca y, si de algo sabe, es precisamente de joyas y misterios. El tesoro mide apenas 500 metros y es, además de minúsculo, recóndito. La entrada es estrecha y una vez das el paso te das cuenta de que lo que pisas es una auténtica maravilla.
Un jardín que perteneció a un príncipe, luego a un conde y, después, a una señora marquesa. En el siglo XX, se hizo con el mando el Ayuntamiento de Madrid. Estuvieron sopesando -o 'sospensando' o 'suspendando'- qué hacer con él hasta que, en 2002, se abrió, ¿cómo decirlo?, a las personas. Me niego a admitir que en un pensil -o pénsil- entra el público. La palabra viene de la latina -esta coincidencia topográfica es para dar palmas- 'pensilis' y significa, en su segunda acepción, jardín delicioso.
Decir jardín delicioso es decir un pleonasmo pero, de toda la vida, fue mi figura retórica preferida así que prosigo. 'Quicir', continúo. Me interesa, en realidad, muchísimo más, la acepción primera, que dice simplemente que pensil significa "pendiente o colgado en el aire".
Así está el jardín de La Latina -o el del Príncipe de Anglona-, suspendido y sutil, a la intemperie y expectante como aquel tratado de geometría que Marcel Duchamp envió a su hermana Suzanne y aJean Crotti cuando decidieron casarse. El regalo eran, en realidad, unas minuciosas instrucciones para colgar el tratado por la ventana con un cordel "para que aprendiera tres o cuatro cosas de la vida".
Ya sé que hace dos semanas dije que había que dejar en paz a Duchamp pero mi segundo recurso estilístico favorito es el oxímoron y, como las cosas se pongan chungas, me puede dar hasta por el anacoluto. Tras esta 'contradictio in terminis' -me estoy animando- puedo explicar por qué soy fan de Duchamp, y no es por la hazaña aquella de colocar un urinario en un museo sino porque a él le debemos el término 'readymade', o arte encontrado.
A aquel tratado de geometría expuesto a los elementos, abierto de cara y atado al hierro de una balconada de París lo llamó Unhappy readymade. Pensaba Duchamp que aquel volumen abandonado a su suerte tenía capacidad incluso para la infelicidad. Luego Bolaño hizo su 'remake' en 2666, en 'La parte de Amalfitano', cuando el buen hombre cuelga un testamento geométrico en el tendedero y lo sujeta con un par de pinzas "para ver cómo resiste a la intemperie, los embates de esta naturaleza desértica".
No hace falta ser Duchamp, ni Bolaño ni Amalfitano ni libro de geometría para exponerse a los elementos, para vivir a la intemperie. Y no hace falta escribir versos para vivir poéticamente, que no es otra cosa que vivir a la intemperie. Lo explica muy 'requetebien' -y yo lo sigo como si fuera un mantra- José Manuel Rojo, del Grupo de Surrealistas de Madrid: "Porque aquí y allá hay algunos hombres y mujeres que no se dan por vencidos, y que resuelven resistir. Han decidido que esa parte de sus vidas que espolea la sed insaciable de infinito es fundamental. No tienen demasiadas esperanzas, no siempre son tan decididos, pero cada pedazo de poesía que arrancan a esta época infame es otro motivo para no desistir por completo. Y no me estoy refiriendo los surrealistas, ni a ninguna elite vanguardista. En realidad me refiero a todos nosotros, a casi todos al menos, porque en el espasmo del amor o en el sobresalto del sueño, ahí empezamos a romper el acondicionamiento, ahí se redescubre lo poético".

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