miércoles, 10 de junio de 2015

Dos grandes ensayistas mínimos


El tema de la caminata a pie, en apariencia intrascendente, es tratado con ligereza por Laurence Sterne y también por William Hazlitt, lo mantiene leve Robert Louis Stevenson, se complica con los herederos plúmbeos de Rousseau, lo vuelve a aligerar y lo poetiza Robert Walser, lo disecciona en profundidad Antonio Machado y W.G. Sebald lo convierte a finales del milenio en un género novelístico. ¿No dijimos que era un tema intrascendente? Bueno, ya se sabe que la tendencia humana a interesarse en minucias ha conducido siempre a grandes cosas.
Caminar es un libro minúsculo que reúne dos pequeños grandes ensayos, uno de William Hazlitt y otro de Robert Louis Stevenson. Aunque uno y otro texto fueron publicados originariamente con más de cincuenta años de diferencia (1821 y 1876 respectivamente), tienen muchas similitudes entre ellos. De hecho, el de Stevenson es, en parte, un agudo comentario del de su admirado Hazlitt.
Pero Caminar —no lo he olvidado— fue en otros días un libro que se titulaba El arte de caminar. Contenía los dos mismos pequeños y geniales ensayos y pertenecía a una colección mexicana de libros (dirigida por Lara Zavala) que no llegaban a ser ni de bolsillo. Llevé conmigo El arte de caminar a todas partes, hasta que, como cabía esperar, lo perdí. Reaparece ahora de improviso, en Nórdica (prólogo de Juan Marqués), y lo hace del modo más oportuno, en tiempos en los que se está redescubriendo que andar, que es la forma más natural y primitiva de desplazarse, puede convertirse en la actividad más luminosa y la más creativa, porque tiene la velocidad humana; parece producir una sintaxis mental y una narrativa propia.
Pero para andar toda una jornada y, agotados, poder luego, como escribe Hazlitt, entrar en alguna antigua ciudad en el instante justo en que cae la noche y allí “tomar comodidad en la posada propia”, es preciso no ignorar previamente que la experiencia de la caminata se ha de hacer a solas: “Puedo disfrutar de compañía en un salón, pero al aire libre la naturaleza es compañía suficiente para mí. Nunca me hallo en esos momentos menos solo que cuando me encuentro a solas”.
Para Stevenson, que cincuenta años después recogió el guante de ese excepcional breve ensayo de Hazlitt, el alma de una excursión a pie es la libertad, la completa libertad para pensar, sentir y hacer exactamente lo que uno desee, y por tanto no debe malgastarse comentando el mundo a los otros.
Coinciden estos dos grandes ensayistas mínimos en que la clave de todo se halla en la llegada por la noche a la posada, en ese momento en el que encendemos la pipa y apuramos la dichosa ruptura con nuestra identidad y nos olvidamos del reloj y de los afanes diarios.
Se percibe cómo, ya en tiempos de Hazlitt y de Stevenson, el tiempo y la quietud empezaban a faltarle a todo el mundo y se empezaba a vivir con prisas y demasiados negocios. A todos aquellos males modernos habría que añadir ahora otro, especialmente grave, aunque en realidad antiguo: la inconmensurable tendencia a ir en rebaño.

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