sábado, 15 de agosto de 2015

Rafael Chirbes consigo mismo





29 de junio de 2006 Ya he dicho en algún otro sitio que, en De senectute, me ha gustado mucho releer esos párrafos en los que Cicerón describe el cultivo de la vid: es un lenguaje que he recibido de los viticultores con los que he charlado durante los más de veinte años de trabajo en la revista Sobremesa, y que he usado yo mismo en mis artículos sobre el vino. Las tareas de cuidado de la viña que aparecen en el libro de hace dos mil años son prácticamente idénticas a las que llevan a cabo los viticultores y enólogos más avanzados de hoy. Siento también la cercanía en los pensamientos del texto, en las imágenes que multiplican sus sentidos ahora, cuando empieza el sol a abandonar las bardas, y se adelgaza la luz, y todo parece que se aleja y una frialdad o desgana sustituye las viejas pasiones.

Una frase de Cicerón: La vejez firma el fin de la vida como el último acto de una representación: una representación en la que debemos evitar la fatiga, sobre todo cuando a la fatiga se le añade la saciedad. Evitar la fatiga, con el añadido de la saciedad: reconocer el resbaladizo límite más allá del cual un hombre deja de sostener su dignidad y se la cede al sistema hospitalario. Es difícil saber hasta qué punto uno desea sobrevivir acuciado por la aspiración irracional de que siga un poco más lo que, en realidad, sabe que está acabado; lo que el telón debería haber cubierto hace ya rato.

Roguemos a un dios benévolo que nuestro sentido común no nos abandone en los últimos momentos y nos sirva para concluir bien la representación de la vida (eso que ahora se ha puesto de moda llamar el relato); cuidar para que seamos capaces de mantener el texto de nuestra vida hasta el final y no se nos caiga de las manos: saber morir bien, saber ponerle un buen fin a la novela. Creo recordar que era un personaje de Dostoieviski el que decía que vivir no es lo más importante. Sobre todo, cuando la vida ya te ha abandonado y vivir es sólo una humillante apariencia sostenida o forzada desde el exterior de ti mismo. Que no sean los Hombres de las Batas los que te terminen el cuento.

28 de noviembre de 2006 Paso buena parte de la tarde con la novela, y ahora emprendo La route des Frandes de la mano de Claude Simon: desde la primera línea, uno se pregunta qué sería de la literatura del siglo XX sin Proust. Es tan palpable la presencia de ese padre literario: la respiración de la frase interminable que compone toda la novela, pero también la mirada sobre el detalle, el uso social del paisaje, del gesto (el sol ilumina de una manera la espada, y su brillo nos da el orgullo del personaje), y cómo introduce la anécdota más a ras de suelo como andamio de la reflexión de altos vuelos: todo eso es Proust, viene de él.

16 de diciembre de 2006 Una vez más, mientras leo el precioso cuento titulado "Los ojos del hermano eterno”, tengo la sensación de que Zweig, por esa especie de modestia que tiene su escritura, ha sido minusvalorado. Hablamos de escritores cargados de pretensiones que han elaborado grandes teorías, o sobre los que se han levantado grandes teorías, cuando alguien como Zweig ha escrito novelas seguramente más valiosas, desde una posición que me gusta llamar de artesanopienso en la extraordinaria La piedad peligrosa (que ahora creo que está traducida como La impaciencia del corazón), en Veinticuatro horas en la vida de una mujer, en Cartas a una desconocida, o en La embriaguez de la metamorfosisCon demasiada frecuencia nos movemos entre lugares comunes, alimentados por altivos papanatas a los que nosotros mismos les servimos como cajas de resonancia. Por pura pedantería, se tiende a sobrevalorar lo que puede parecer difícil o confuso, como si en la confusión se guardaran valores ocultos, cuando nada se iguala a esas escrituras que nos parecen diáfanas y que, cuando nos asomamos a ellas con atención, nos descubren que, a través del cristal, podemos tener acceso a mundos de inacabable riqueza.
Nunca me ha gustado la literatura que, antes de dejarte pisar el umbral de su puerta, le exige al macero que dé unos cuantos golpes solemnes, anunciándose a sí misma; ésa que, para ser entendida, necesita que accedas antes a la teoría que se supone que la justifica. Yo creo que la teoría surge a posteriori, es una manera de levantar acta de lo hecho y no un heraldo de lo que va a venir; o un guarda que te impone el recorrido, el paso de peatones por el que debes cruzar para no estamparte, o para que no te multen. Como Zweig, también Sommerset Maugham, que tiene obras maestras como Servidumbre humana, fue mirado con desprecio por las élites durante muchos años: eran escritores populares, que se editaban en colecciones al alcance de cualquiera y vendían muchos ejemplares entre las clases medias y bajas: secretarias, contables, modistas, oficinistas, obreros cualificados….
En los sesenta del pasado siglo, uno no se hubiera atrevido a entrar en la Facultad de letras con un ejemplar de alguno de esos autores. La presión ambiente iba en la dirección de arrebatarnos el gusto espontáneo y gozoso por la literatura, para sustituirlo por una moral de campo de trabajos forzados, de la que luego hemos tenido que librarnos con dificultad y a veces con dolor, una literatura opaca, plúmbea, desprovista de humanidad (novelas sin carne), y hasta privada de naturaleza (el exterior, desterrado). Se suponía que cualquier brillo, cualquier sensación táctil, era vulgar
 y la verosimilitud, un truco de ilusionista, un fraude que sólo satisfacía a gente de escasa formación y sentimientos primarios. Pero, después de arrebatarle eso a la narrativa, ¿qué queda? Yo diría que una sequedad de hueso desnudo o de bosque calcinado, un vacío que toma forma de bostezo: hablo de deformaciones elitistas, vicios que no diría yo que no han acabado lastrando mi propia escritura, dificultando el camino que va desde el ojo, el oído, la cabeza y el corazón hasta el papel: en la misma medida en que leer tumbado en la cama, o inclinado sobre la mesa, me han provocado dolorosas deformaciones de columna, esas lecturas han provocado deformaciones que sólo el paso del tiempo va poniendo en evidencia.

14 de agosto de 2010 Empiezo releyendo Solos en la ciudad, los ensayos que sobre la novela inglesa del XIX escribió Raymond Williams, y se me ocurre volver a Cumbres borrascosas. Raymond Williams habla de intensidad refiriéndose al texto de Emily Brontë. Y, en efecto, el libro me arrastra, no puedo parar de leer y, al mismo tiempo, la ansiedad y el dolor apenas me dejan seguir leyendo. ¿Cómo puede un libro acumular tanto desvarío y convertir al lector, no en cómplice, sino en torturada víctima? Estos dos días metido en él, incapaz de salir de él, justifican el mes de agosto. Leyéndolo, parecen aún más ridículas las discusiones acerca de la vigencia de la novela. Escribir una novela así, con esa maldita energía, pero con los materiales que pone a disposición nuestro tiempo. 



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