miércoles, 7 de octubre de 2015

Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (2) Amigo es el que te libra del ruido_Jesús Ferrero






Ayer volví a encontrarme con Umbral en un país sin nombre en el que había una dacha de pasillos que se bifurcaban, configurando una imagen borgiana del infinito. No recuerdo cómo conseguimos salir de la dacha, pero sí recuerdo que de pronto comenzamos a internarnos en un bosque húmedo, oscuro y enfermo. Más allá de los densos y corrompidos árboles había una cascada y nos acercamos a ella. El rumor del agua se convirtió enseguida en un infierno. El agua caía con un ruido ensordecedor que parecía amalgamar todos los ruidos ensordecedores y todos los estruendos del mundo: truenos, latigazos, bramidos, alaridos, estallidos y crujidos, cadenas, campanas, platillos de orquesta. Casi hacía perder el sentido.

-¿Sabes dónde estamos? -me preguntó.
-No tengo ni idea -respondí.
-Estamos en la página 449 de La montaña mágica de Thomas Mann.
-Vaya sorpresa. Pensé que estábamos en África.
-Pues no. Escucha este ruido atronador, pero no te pierdas en él porque te volverás loco. Me recuerda el ruido que hacen en España los políticos. No hablan, simplemente imitan a los chamanes cuando aúllan y vociferan en sus trances. Tanto ruido siempre, y tan pocas ideas, y tan poca delicadeza, y tan poca ironía, y tan poco humor... Y cuando ves su sonrisa, siempre parece la abominable sonrisa del idiota aquel del que hablaba Rimbaud y que Baudelaire solía ver en sus peores pesadillas. Tanto ruido incesante, extenuante, aniquilador.... Malos tiempos para la lírica, amigo, muy malos. El prosaísmo nos invade como lodo envenenado, cortándonos la respiración.

Nos fuimos de allí y, a la misma velocidad con que viajamos en los sueños, nos vimos de pronto en medio de una ciudad que parecía Barcelona y al mismo tiempo Madrid, en una plaza que semejaba la plaça Reial de la Ciudad Condal y la plaza Real de Madrid. Allí nos topamos con varios individuos vestidos de blanco que estaban degollando a un dinosaurio. La sangre corría por la plaza y las calles colindantes. Los niños jugaban extasiados con el engrudo rojo. Nos acercamos a una fuente y volvimos a oír el ruido atronador que parecía amalgamar todos los ruidos posibles y en el que desaparecían las palabras y las caras. El dinosaurio seguía sangrando. Los taxis resbalaban en el engrudo y chocaban contra muros y personas. Un anciano gritó:

-Señor Umbral, ¿me puede firmar un autógrafo?
-No -dijo Francisco ofendido-. ¡Sólo he venido a hablar de mi libro!
-¿Ah, sí? ¿Y cómo se titula?
-Esperpentos, persecuciones, delirios.
-¿Y de qué trata?
-Del infierno y de los que se fueron para volver con un cuchillo.

Pronto huimos de allí y regresamos a la dacha junto al mar Negro, donde nos invitaron a caviar Beluga con vodka del Cáucaso, y donde una rusa que había sido amante de Djuna Barnes nos dijo sin venir a cuento a y a la vez con mucho atino: “Amigo es aquel que te libra del ruido sin por eso sepultarte en el silencio.”

Le dimos la razón. Poco después, volví a perderme en lo inconcreto y amanecí en mi cuarto lleno de nostalgia y con la certeza de que había viajado por la constelación alfa, donde todavía anidan los pájaros perdidos de la ironía y el ingenio.

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