sábado, 27 de junio de 2015

Ceronetti en persona



Entro en mi librería habitual y un caballero que no conozco, un cliente que estaba ya enfilando la puerta de salida, retrasa su partida para preguntarme si me puede entregar Pequeño infierno turinés, de Guido Ceronetti. El nombre de la editorial, me dice, comenta su previsible frágil paso por este mundo: Editorial Días Contados.
Ya en el autobús, de regreso a casa, hojeo distraídamente el libro (traducción de González Rovira) y no tarda en llegarme un primer latigazo de deslumbramiento ante el estilo audaz e incisivo del escritor. Pequeño infierno turinés, trabado por una serie de semblanzas, habla de una ciudad que ya no existe, de una época de Turín en la que todavía podía verse belleza. Sin embargo, las "portadoras de luz-en-el-rostro de entonces" ya son ahora viejas. Y las jóvenes de hoy, dice Ceronetti, tienen rictus de teléfono móvil, no se las comería ni un perro.
Voy imaginando el Turín de otro tiempo a medida que leo a Ceronetti, experto en mundos borrados y creador cercano a Gadda, Manganelli y otros grandes raros de la escritura italiana del siglo pasado. En su escritura encuentro lo que el crítico James Wood llama vividad: vida en el papel, vida traída a una vida distinta por el arte más elevado.Me adentro en una de las semblanzas,Un viejo turinés, y recorro la vida del padre del autor, dueño de una moral fundada sobre la interesante base de no molestar nunca a nadie: "Hay vidas que terminan sin dejar nada, ni destruido ni detenido, sin abrir ni congelar ningún desorden, mínimas obras de arte de orden en el gran desequilibrio humano".
Ya en casa, sigo cruzando por donde cruza Ceronetti, escritor que a veces incluso parece que va a personarse él mismo en alguna de sus intensas páginas. Retrata a las turinesas de su época como mujeres castigadas por la soledad, pero muy capaces de soportarla, obsesionadas como andaban siempre por la sastromodistitis y por no ir desgreñadas. En la semblanza Boxeo en Turín aparece el púgil Bonaglia, terrible marrullero que siempre iba al grano y golpeaba en la nuca y en los riñones y acabó de torturador fascista, bonito empleo. Y en El peatón de Turín hay una moderna redefinición del flâneur que, en tiempos de calles peligrosas, se ha transformado en "un metafísico inerme, con curiosidad por el crimen, pero inclinado a evitarlo".
El conjunto es de una rara intensidad conmovida y parece próximo a grandes libros sobre ciudades, como Lisboa, de Cardoso Pires, o La forme d'une ville, de Julien Gracq. Al investigar dónde encontrar más obras del sabio turinés, he tropezado en las imágenes de Google con un Ceronetti que no me esperaba del todo: una mezcla de loco y de genio medieval. He decidido seguir leyéndolo, o investigándolo. Nacido en el 27, es poeta, filósofo, traductor, eterno articulista de La Stampa,dramaturgo, filólogo, marionetista.
En Acantilado han publicado su ensayo sobre El cantar de los cantares y un libro del que llevaba años oyendo hablar, El silencio del cuerpo,traducción de J. A. González Sainz. Al cierre de esta edición, me cuentan que ese carnal y mítico libro es una obra tejida con reflexiones y lecturas sobre el cuerpo, con aforismos y fragmentos sencillamente formidables. Un amigo -supongo que para que salga disparado hacia mi librería habitual- me envía uno de esos aforismos, idóneo para antitaurinos: "Protejo a la vaca e incluso a la araña. Pero ¿y si te piden cuentas de los mosquitos? ¿De los microbios que involuntariamente matas?". Y luego me envía también este otro: "El arte está acabado desde que los artistas ya no tienen enfermedades venéreas". Salgo disparado.

viernes, 26 de junio de 2015

Hambre de realidad


Reality Hunger: A Manifesto es un libro de David Shields, muy comentado hace cinco años en Estados Unidos. Entre nosotros lo ha publicado Círculo de Tiza y traducido Martin Schifino. Es una antinovela construida con citas literarias que discuten los conceptos de originalidad y autoría, lo que paradójicamente la convierte en una propuesta original, aunque David Markson (La soledad del lector) lo hacía mejor. Es, además, un libro divertido, aunque plantea la muerte de la novela, y este es su lado pueril.
Es que estamos cansados de la muerte de la novela.
Claro que Shields tiene derecho a estar cansado de lo que quiera. En su caso, está harto de artificios fabricados por otros y por él mismo, aburrido de tramas ficticias y personajes inventados. Opina que losreality televisivos, las memorias y otros formatos de tipo documental alimentan el ansia popular de autenticidad, de la que carecen las obras de ficción. Para Shields, la novela, es decir, la construcción imaginativa de una historia, se ha atrofiado; se ha vuelto difícil para los escritores habitar un mundo en el que los formatos de tipo documental alimentan cada día más el afán popular de veracidad.
No está mal su punto de vista, pero por suerte este tipo de teorías sólo son verdaderas en parte, y por tanto los adversarios de las mismas no se equivocan. Por eso voy a equivocarme muy relativamente si digo que la ficción literaria forma parte de la verdad: lo que uno imagina es tan real como la vida, pues forma parte de ella. La vida, además, como la naturaleza misma, es engañosa. Recuerde el alma dormida aquello que decía Nabokov: “Ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y la verdad".
Pero vaya usted a explicarles esto a los lectores de novelas “comprometidas” con las noticias de prensa, o a los aturdidos espectadores de reality televisivos que creen literalmente en lo que ven y con los que uno puede pasarlo mal si les habla de los intrincados laberintos de la realidad.Además, en la ficción literaria embaucar puede ser sólo un camino para llegar a la verdad. Hay escritores que narran “desde afuera” (interponen entre ellos y la realidad el filtro de un personaje) y otros que lo hacen “desde dentro”, como si lo relatado perteneciera a su vida, es más, como si les fuera la vida en ello. Yo creo que tanto unos como otros pueden llegar a aproximarse a la verdad mucho más que aquellos que tratan de mimetizar lo real.
¿Debemos pasar por alto las propuestas de los cansados de tramas ficticias –en el mundo de la lectura, como se ve, también hay populismos– o bien reaccionar y elevar nuestra capacidad de imaginar y situarnos, de una vez por todas, en la complejidad de la existencia; complejidad que integra –evidentemente- a la imaginación y al arte?
Creo que, superados los posibles daños de este enésimo embate de los voceadores de la muerte de la novela, Hambre de realidad será olvidado. Decía W. H. Auden: hay libros que son injustamente olvidados; ninguno es injustamente recordado.

jueves, 25 de junio de 2015

La aflicción de un hombre

ANDRÉS TRAPIELLO





Acababa uno el artículo de la semana anterior con una cita de Voltaire (“La duda no es un estado demasiado agradable, pero la certeza es un estado ridículo”). Estaba tomada del último libro de Fernando Savater, Voltaire contra los fanáticos, dedicado al semanario Charlie Hebdo.

Hemos sentido y sentimos una gran admiración por Savater. Nos gusta hasta cuando no estamos de acuerdo con él. Lo digo en plural no por la “mayéstica”, como el papa, sino por creer que lo hace uno en nombre de muchos. Incluso cuando no se está de acuerdo con él, acaso sea mejor, por ser Savater de esa clase de intelectuales (Unamuno, Ortega) que tiene la cortesía de hacerte creer, cuando se le discute algo, que eres más inteligente de lo que en realidad eres. Sin embargo puede llegar a sacar de quicio a sus enemigos (no confundir con adversarios), pues hace que estos se descubran su propia estupidez casi sin darse cuenta, lo cual es muy peligroso. Los tontos declinados en el carlismo (ya sabéis, “Dios, patria y fueros”) no perdonan: por su culpa Savater ha tenido que llevar escolta media vida y dejar de mostrarse en público en según qué lugares para no cabrear a la jauría.

Hace unas semanas se publicaba en el diario El País una entrevista. Es una entrevista de recortar y guardar. Se la hace el poeta y periodista Javier Rodríguez Marcos. Cuando los poetas hablan con los filósofos podemos esperar “la más aguda nota en el viejo diapasón del mundo”. Habla el filósofo de una pérdida terrible, que lo tiene postrado desde hace tres meses como a Job y puesto al borde de la desesperación. Sin dejar de ser epicúreo ha de recurrir, sin embargo, al estoicismo. Le pregunta el poeta si la filosofía no es capaz de consolarle de la muerte de un ser tan querido, y responde el filósofo que no, que “la razón no detiene el dolor. La aflicción es más fuerte que la razón”. Y añade que él, con su mujer, compartía todo, libros, películas:  “Ahora todo me parece plano, sin eco”. Y ese hombre que habla de sí sin afectación (“una cosa son los grandes filósofos y otra los que acercamos las ideas de los grandes a la gente corriente”), parece buscar en vano algún consuelo. Y ante la posibilidad de que ese hombre decidiera guardar silencio, advertimos asustados  (vuelvo al plural) lo necesario que nos es alguien hablando de todo un poco (como Ortega) y, sobre todo, “contra esto y aquello” (como Unamuno). 

miércoles, 24 de junio de 2015

Decadencias SIEMPRE BORGES

Luis Antonio de Villena














Dicen que la bibliografía que existe sobre Jorge Luis Borges (1899-1986) es ya inmensa y prácticamente ilegible por seca o especializada. Libros sobre el personaje y la obra, que ya eran muchos en vida del autor realmente genial, el porteño enterrado en Ginebra. Recuerden que cuando en los años 30, Drieu La Rochelle lo conoció en Buenos Aires  -entonces un autor de minorías- declaró ya en Francia: “Borges merece el viaje”. Sin duda tenía razón. Y creo que, con todo, además de hallarse con Borges mismo (yo lo conocíde adolescente y nunca lo he podido dejar, fascinado habitualmente) no viene mal repasar un ensayo lúcido sobre el gran argentino. Por ejemplo “Sin miedo a Borges” del profesor David Viñas Piquer, editado en Barcelona por Elba, editorial cuidadosa.  El libro no es largo y está lleno de hallazgos, aunque parte de una premisa que quizá hoy tenga sentido pero que no lo tuvo en mi generación. Que Borges fuera un autor (como se pregonaba) que escribía brillantemente literatura sobre literatura, y que abundaba en autores raros y saberes recónditos –dicen que eso hoy echaría para atrás- a los “novísimos” nos encantaba. Pero es verdad que ese Borges que descreyó a la postre de sus pinitos vanguardistas, criollistas y barrocos para caer gozosamente original en el clasicismo de la “difícil facilidad” es un genio que juega a ser erudito, pero que lo es sobre todo de apariencia e incluso de invención, porque Borges igual saca nombres raros de enciclopedias generalistas (uno de sus libros favoritos) como se inventa autores…
Igual le ocurre con la filosofía o la teología, los laberintos, los espejos y los juegos asombrosos con el espacio y el tiempo. Claro que había leído a Schopenhauer –uno de sus favoritos- a Platón y hasta a Pedro Malón de Chaide, de tan rica prosa, pero (escéptico contumaz) a Borges le interesaba más la sorpresa o el logro literarios que lo filosófico o teológico, trampantojo más que verdad en su obra. Escritor radicalmente original en el manejo de la tradición  dijo “No sabemos qué cosa es el universo” pero también –con Flaubert-  que el autor debía estar en su obra como Dios en ese Universo: presente en todas partes pero en ninguna visible.  Borges creía en la lectura hedónica o sea la que da placer. La literatura es placer básico y por eso acepta leyendas y trampas,  como ese Borges impostor que habla del “otro”: Uno es Borges el escritor, otro un señor anónimo: “No sé cuál de los dos escribe esta página”, al tiempo que sabe que él será el mito del escritor/biblioteca, conociendo bien que a un autor le cumple hacer una obra lo mejor que pueda y a la par (lo dice ese Borges de apariencia tan consuetudinaria y por ello especial)  construir una imagen de sí mismo con la sospecha de que esa imagen  es más importante que todo lo demás. Posmoderno por intertextualidades y clasicismo renovado, Borges era un genio que se creía Borges, como al desgaire. Irónico, lúcido, lúdico, melancólico, perfecto, antiacadémico y erudito de veras y a la violeta, Borges no defrauda jamás.  “Así mi vida es una fuga  y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro” La rosa es sin porqué.

lunes, 22 de junio de 2015

Beckett en la tormenta







¿Marcel Proust? Durante largo tiempo se acostó temprano. ¿Samuel Beckett? En una noche de tormenta, al final del muelle de Dun Laoghaire, pasó por una experiencia epifánica que cambió la dirección de toda su escritura… Parece que hayamos entrado en un diccionario de tópicos literarios, pero no vamos a continuar, porque nos detenemos en ese lugar común sobre Beckett. Cuando me contaron por primera vez el lluvioso episodio de la “revelación” en el muelle, creí haber captado la intensidad de aquel momento, pero con el tiempo he oído y leído diferentes versiones. Porque si bien todo indica que la “epifanía” tuvo lugar, nunca estuvo claro, en caso de existir, qué clase de mensaje exactamente fue el que tanto caló en Beckett al final de aquel muelle en el que, por cierto, las autoridades irlandesas han terminado incluso por poner una placa que recuerda el espiritual acontecimiento.
Si las cosas fueran así, qué fácil sería todo, suelo pensar cuando, boicoteado por interferencias de todo tipo, oigo a medias o quiero creer que oigo a medias la historia de la epifanía del muelle. Y es que si fuera todo tan sencillo —vas y te adentras en una escollera irlandesa y al rato, bajo la lluvia, encuentras la manera de escribir las cosas que sientes…— ya ni harían falta duros esfuerzos personales ni escuelas de letras; bastaría con verter sobre el papel las cosas que sentimos, es decir, en cierta forma bastaría con seguir aquel consejo tan interesante como burdo del romántico alemán Ludwig Börne: “Durante tres días consecutivos fuérzate a escribir todo lo que se te pase por la cabeza sin artificios y sin hipocresía; escribe lo que pienses de ti mismo, de tus mujeres, de Goethe, de la Guerra Turca, del Juicio Final, o tus superiores, y te quedarás estupefacto al ver cuántos pensamientos nuevos han salido fuera: en eso consiste el arte de convertirse en un escritor genuino en tres días”. Pero ¿qué pasó allí de verdad? La versión más ortodoxa, es decir, la inscrita en la placa, dice que, después de la II Guerra Mundial, en Dun Laoghaire, en plena tempestad, Beckett descubrió que encontrar su voz propia pasaba por algo tan simple, pero también tan esencial, como —al llegar a este punto, es curioso pero siempre hay algo que me impide completar la historia— “escribir las cosas que uno siente…”.
Hasta el momento epifánico, cuenta Cronin, se había esforzado Beckett por hacer lo que se da por supuesto que hace un novelista, esto es, describir un mundo que sea un simulacro realista del mundo que le rodea. Dicho de otro modo, había intentado ser creativo en el sentido más convencional del término. Pero en Killiney todo confluyó para que comprendiera que debía ir por un camino distinto y “volcarse en lo oscuro, escribir sobre el mundo interior, con todas sus tinieblas, ignorancia, e incertidumbre”. A consecuencia de esto, comprendió “que Joyce había avanzado todo lo posible en la dirección del mayor conocimiento, en el control del propio material. Siempre estaba sumándole cosas; no hay más que ver sus galeradas para comprobarlo. Comprendí que mi camino estaba en el empobrecimiento, en la falta de conocimiento y en la eliminación, en restar más que en sumar”. Al enfocar el tema de la noche epifánica en su biografía de Beckett, Anthony Cronin cuenta que hay una confusión entre lo que, a través de la obra teatral La última cinta (Krapp's Last Tape), narró Beckett acerca de su experiencia de aquella noche y lo que ocurrió de verdad. Según la crónica quebrada y fragmentada de los hechos que puede escucharse en La última cinta, todo sucedió bajo una intensa lluvia en ese espolón irlandés, “entre la espuma de las olas que brillaba a la luz del faro y el anemómetro que daba vueltas como una hélice”. Pero las interrupciones en la cinta impiden oír la totalidad de la historia que, por otra parte, tal como señaló el médico dublinés Eoin O´Brien, es una pura y absoluta invención. Porque Beckett tuvo un momento epifánico, sí. Pero este, según O´Brien, tuvo lugar en realidad en el pequeño muelle —nada que ver con Dun Laoghaire— que hay cerca de la casa del hermano de Beckett, concretamente en el puerto de Killiney.
Y también entendió que para esta clase de operación de restar se imponía la utilización del monólogo en primera persona, pues cualquier otro modo verbal implicaría la omnipotencia de la que huía. Podemos, si queremos pensarlo así, suponer que ceñirse a un monólogo interior fue el consejo que le dio la voz en el muelle del puerto de Killiney. Pero también podemos pensar que no hubo voz, que no pasaron las cosas como en esa película en la que Charlton Heston encarna a Moisés y que solo hubo un pensamiento que no está registrado en ningún lugar y que se perdió en el tiempo.
Cuando leí la biografía de Knowlson sobre Beckett, me sorprendió ver que allí había una nueva vuelta de tuerca en el relato de la epifanía y el giro radical; me sorprendió descubrir que Beckett insistió a su futuro y seguramente definitivo biógrafo para que deshiciera el malentendido creado por las palabras de Krapp en La última cinta y explicara que todo aquello no pasó en Dun Laoghaire, y menos en Killiney, sino “en la habitación de su madre en Foxrock”, porque allí había sido donde en realidad había experimentado la “revelación” y había podido por fin comenzar a escribir “sobre las cosas que verdaderamente le afectaban”. Pensé que todo quedaba más claro con este cambio de escenario: desaparecía la iconografía romántica (tormenta, muelle, fuerzas naturales, tempestades interiores) y también el muelle de Killiney y llegábamos a un lugar más íntimamente suyo, la casa de la madre vieja y enferma, el espacio donde más cerca podía estar de la verdad y donde mejor podía convertir su mundo en una síntesis de los contrasentidos de la razón.
Así pues, la gran tormenta se perdió en el tiempo, pero pudo haber tenido lugar en 1946 en la casa de Foxrock, puede que fuera una tempestad interior y, al igual que al final de Molloy, no fuera en la medianoche ni lloviera. Y no debió de existir señal exterior que le hiciera hallar un camino en la escritura. ¿Pudo llegarle la revelación a través de su madre? Quién sabe, también pudo ser a través de un policía: “Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, dije, acabo de acordarme. ¿Y su mamá?, dijo el comisario. Yo no comprendía. ¿También se llama Molloy?, dijo el comisario. ¿Se llama Molloy?, dije yo. Sí, dijo el comisario. Yo reflexioné. Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, dije yo. ¿Y su mamá?, dijo el comisario, ¿también se llama Molloy? Yo reflexioné”.
Le viniera de donde le viniera, la revelación pudo llegarle desde la ribera de lo peor impeorable. Entonces, parodiando su estilo, deberíamos preguntarnos “qué revelación para qué cuando”. No estaba muy equivocado al decirse que había que restar y volcarse en lo oscuro, en la más negra niebla de las tinieblas.