jueves, 2 de julio de 2015

Houellebecq, Sumisión, Anagrama, 2015 (trad. por Joan Riambau), pp. 12-15




"Al igual que la literatura, la música puede determinar un cambio radical, una conmoción emocional, una tristeza o un éxtasis absolutos; al igual que la literatura, la pintura puede generar asombro, una nueva mirada ante el mundo. Pero sólo la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra mente humana, con la integralidad de esa mente, con sus debilidades y sus grandezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias: con todo cuanto la emociona, interesa, excita o repugna. Sólo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación con un amigo, pues por profunda, por duradera que sea una amistad, uno nunca se entrega en una conversación tan completamente como lo hace frente a una hoja en blanco, dirigiéndose a un destinatario desconocido. Por supuesto, tratándose de literatura, la belleza del estilo y la musicalidad de las frases tienen su importancia; no cabe desdeñar la profundidad de la reflexión del autor ni la originalidad de sus pensamientos; pero ante todo un autor es un ser humano, presente en sus libros, y en definitiva poco importa que escriba muy bien o muy mal, lo esencial es que escriba y que esté, efectivamente, presente en sus libros (es extraño que una condición tan simple, tan poco discriminatoria en apariencia, lo sea tanto en realidad, y que ese hecho evidente, fácilmente observable, haya sido tan poco explotado por los filósofos de corrientes diversas: dado que los seres humanos poseen en principio, a falta de cualidad, una misma cantidad de ser, en principio todos están más o menos igualmente «presentes»; no es ésa sin embargo la impresión que dan a unos siglos de distancia, y con demasiada frecuencia vemos, a lo largo de las páginas que sentimos dictadas por el espíritu del tiempo más que por una individualidad propia, cómo se deshilacha un ser incierto, cada vez más fantasmagórico y anónimo). Igualmente, un libro que nos gusta es ante todo un libro del que nos gusta el autor, al que deseamos conocer y con el que apetece pasar los días. Y durante los siete años que duró la redacción de mi tesis viví en compañía de Huysmans, en su presencia casi permanente. Huysmans nació en la rue Suger, vivió en la rue de Sèvres y en la rue Monsieur, murió en la rue Saint-Placide y fue inhumado en el cementerio de Montparnasse. En suma, su vida se desarrolló casi entera en los límites del distrito VI de París, al igual que su vida profesional, durante más de treinta años, se desarrolló en los despachos del Ministerio del Interior y de los Cultos. Vivía yo entonces también en el distrito VI de París, en una habitación húmeda y fría, sobre todo extremadamente oscura: las ventanas daban a un patio minúsculo, casi un pozo, y había que encender la luz desde buena mañana. Era pobre y de haber tenido que responder a una de esas encuestas que regularmente pretenden «tomar el pulso de la juventud», sin duda habría definido mis condiciones de vida como «más bien difíciles». Sin embargo, la mañana siguiente a mi defensa de la tesis (o quizá la misma noche), mi primer pensamiento fue que acababa de perder algo inapreciable, algo que nunca volvería a recuperar: mi libertad. Durante varios años, los últimos residuos de una agonizante socialdemocracia me permitieron (mediante una beca de estudios, un amplio sistema de descuentos y de ventajas sociales, unas comidas mediocres pero baratas en el restaurante universitario) consagrar mis días a la actividad que había elegido: la libre frecuentación intelectual de un amigo. Como escribe con propiedad André Breton, el humor de Huysmans constituye un caso único de un humor generoso que permite al lector ir un paso por delante, que invita al lector a burlarse anticipadamente del autor, del exceso de sus descripciones quejumbrosas, atroces o risibles. Y disfruté más que nadie de esa generosidad al recibir mis raciones de ensalada de apio con salsa rémoulade o de puré de bacalao en los compartimentos de la bandeja metálica de hospital que el restaurante universitario Bullier entregaba a sus desafortunados usuarios (aquellos que manifiestamente no tenían ningún otro lugar adonde ir, que sin duda habían sido rechazados en todos los restaurantes universitarios aceptables pero que, sin embargo, contaban con su carnet de estudiante y eso no se lo podían quitar), pensando en los epítetos de Huysmans, eldesolador queso, el temible lenguado e imaginando el partido que Huysmans, que no los conoció, hubiera podido sacar de aquellos compartimentos metálicos carcelarios, y me sentía un poco menos desgraciado, un poco menos solo, en el restaurante universitario Bullier".

domingo, 28 de junio de 2015

Ejercicios para sobrevivir


Cuando, a los veinte años, Jorge Semprún decidió unirse a uno de los grupos de la Resistencia francesa contra el nazismo, el jefe de Jean-Marie Action, la red de la que iba a formar parte, le advirtió: “Antes de aceptarte, debes saber a lo que te arriesgas”. Y le presentó aTancredo,un sobreviviente de las torturas a que la Gestapo sometía a los combatientes del maquis que capturaba. Las atrocidades que aquél le describió, las padecería Semprún dos años más tarde, cuando, por la delación de un infiltrado, los nazis le tendieron una emboscada en la granja de Joigny que lo escondía.
La pesadilla se convirtió en realidad: la inmersión en las aguas heladas de una bañera llena de basuras y excrementos; la privación de sueño; las uñas arrancadas; el crujir de todos los huesos del esqueleto al ser colgado del techo de los talones amarrados a sus manos; las descargas eléctricas y las palizas salvajes en las que el desmayo resultaba una liberación.
En sus reflexiones sobre lo que significa la tortura no hay autocompasión ni jactancia y, sí, en cambio, un pensamiento que traspasa lo superficial y llega al fondo de la condición humana. En Buchenwald, su jefe en el maquis lo felicita por no haber delatado a nadie durante los suplicios —“Ni siquiera fue necesario cambiar los escondites y las contraseñas”, le dice— y el comentario de Semprún no puede ser más parco: “Me alegré de oír eso”. Luego explica que la resistencia a la tortura es “una voluntad inhumana, sobrehumana, de superar lo padecido, de la búsqueda de una trascendencia” que encuentra su razón en el descubrimiento de la fraternidad.Un ser humano, sometido al dolor, puede ceder y hablar. Pero puede también resistir, aceptando que la única salida de aquel sufrimiento salvaje sea la muerte. Es el momento decisivo, en el que el guiñapo sangrante derrota al torturador y lo aniquila moralmente, aunque sea éste quien convierta a aquel en cadáver y vaya luego a tomarse una copa. En esa victoria silenciosa y atroz lo humano se impone a lo inhumano, la razón al instinto bestial, la civilización a la barbarie. Gracias a que hay seres así el mundo es todavía vivible.Nunca antes de escribir este libro, que se ha publicado póstumamente en Francia (Exercices de survie),Jorge Semprún había hablado en primera persona de la tortura, el horror extremo a que puede ser sometido un ser humano a quien los verdugos no sólo quieren sacar información, sino humillar, volver indigno y traidor a sus hermanos de lucha. Pero, aunque nunca hablara de ella en nombre propio, aquella experiencia lo acompañó como una sombra y supuró en su memoria todos los años de su juventud y madurez, en la Resistencia, en el campo nazi de Buchenwald y en sus periódicas visitas clandestinas a España como enviado del Partido Comunista, para tender un puente entre los dirigentes en el exilio y los militantes del interior. En este libro inconcluso, apenas esbozado, y sin embargo lúcido y conmovedor, Semprún revela que la tortura —el recuerdo de las que padeció y la perspectiva de volver a soportarlas— fue la más íntima compañera que tuvo entre sus veinte y cuarenta años. La describe como el apogeo de la ignominia que puede ejercitar la bestia humana convertida en verdugo, y como la prueba decisiva para, superando el espanto y el dolor, alcanzar las mayores valencias de dignidad y de decencia.
Hace bien Régis Debray, prologuista de Exercices de survie, en comparar a Jorge Semprún con André Malraux, que padeció también las torturas de los nazis sin hablar (sus verdugos no sabían quién era la persona a la que torturaban) y, como aquél, fue capaz de convertir “la experiencia en conciencia”. Fue, asimismo, el caso, en España, de George Orwell, a quien casi matan los propios compañeros por los que se había ido a España a luchar, y de Arthur Koestler, esperando en su celda de Sevilla la orden de fusilamiento expedida por el general Queipo de Llano. Ellos, y millares de seres anónimos que, en circunstancias parecidas, actuaron con el mismo coraje, son los verdaderos héroes de la historia, con más pertinencia que los héroes épicos, ganadores o perdedores de grandes batallas, vistosas como las superproducciones cinematográficas. No suelen tener monumentos y, la gran mayoría, ni siquiera son recordados o incluso conocidos, porque actuaron en el más absoluto anonimato. No querían salvar una nación ni una ideología; sólo que no fuera la fuerza bruta sino el espíritu racional y el sentimiento lo que primara en este mundo sobre el prejuicio racista y la intolerancia criminal ante el adversario político, la civilización creada con enormes esfuerzos para sacar a los seres humanos del estado feral y organizar sus sociedades a partir de valores que permitan la coexistencia en la diversidad y hagan disminuir (ya que erradicarla del todo es imposible) la violencia en las relaciones humanas.
Jorge Semprún fue uno de estos héroes discretos gracias a los cuales el mundo en que vivimos no está peor de lo que está y queda siempre margen para la esperanza. Nacido en una familia acomodada, eligió desde muy joven, sacrificando su vocación por la filosofía, militar en el Partido Comunista y desaparecer en la clandestinidad bajo seudónimos, luchando contra el nazismo y el franquismo, padeciendo por ello el infierno de la tortura, del campo de concentración, muchos años de clandestinidad que lo hicieron vivir desafiando a diario largos años de cárcel o una muerte horrible. ¿Y todo ello para qué? Para descubrir, cuando entraba en la etapa final de su existencia, que el ideal comunista al que tanto había dado, estaba corrompido hasta los tuétanos y que, de triunfar, hubiera creado un mundo acaso todavía más discriminatorio e injusto que el que él quería destruir.Algunos ex comunistas se suicidaron y otros rumiaron su frustración en la neurosis o un desgarrado silencio. Pero, no Jorge Semprún. Siguió luchando, tratando de explicar aquello que había comprendido al final, en libros que son testimonios extraordinarios de lo huidiza que puede a ser a veces la verdad, y de cómo a menudo ella y la mentira se mezclan de tal manera que parece imposible identificarlas. Sin caer nunca en el pesimismo, encontrando razones suficientes para seguir militando en pos de un mundo mejor, o, por lo menos, más tolerable, con menos injusticias y menos violencias, y mostrando que siempre es posible resistir, enmendar, reiniciar esa guerra en la que sólo se pueden observar victorias momentáneas, porque, como dice Borges en el poema a su bisabuelo que luchó en Junín, “la batalla es eterna y puede prescindir de la pompa, de visibles ejércitos con clarines”.
Aunque el último libro de Semprún evoque el más espantoso de los temas —la tortura—, uno termina de leerlo sin caer en la desesperanza, porque, además de brutalidad y maldad demoníacas, hay en sus páginas, contrarrestándolas, idealismo, generosidad, valentía, convicción moral y razones sólidas para sobrevivir.

El vasco tranquilo



Iñaki Uriarte se siente donostiarra, pero nació en Nueva York, vive en Bilbao y veranea en Benidorm. Pasó tres años del siglo pasado en una destartalada torre de Barcelona y en esos días solía encontrármelo en las tertulias del bar Astoria o en extrañas escenas -noches duras las de entonces- de bulla callejera. Buen fajador, correoso y metafísico. Especialista en frustrar a los engreídos, a todos los absurdos intelectuales altivos de la cultura española. Irónico, independiente, vecino en aquellos días de mi amiga Lola y también del guardameta N'Kono. Parecía escapado de Última novela mala de Macedonio Fernández: "Delgado, abundante cabello negrísimo, muy moreno, no perdonándonos ocultación de nada". Pero es que no le escondíamos nada. Era un perfecto ágrafo y así de feliz creíamos que seguiría siempre. Cuando marchó a Bilbao, dejé casi de verlo. Le llamaba de vez en cuando y, si citaba a Montaigne, confirmaba que seguía en plena forma: "Toda la gloria que pretendo de mi vida es haberla vivido tranquilo".

Una voz inteligente, ligeramente sombreada por diaristas como Renard, Pla, Ribeyro, García Martín. No se corta nada a la hora de comentar lo que lee y escucha, o ha escuchado, o aquello que recuerda, o cree recordar. Fibroso y valiente. Habla con voz libre, quizás porque nada de lo escrito tenía previsto publicarlo. Prosa cargada de destellos que por momentos parecen el centro de su poética de orgulloso vago, nada maleante: "He estado en la cárcel, he hecho una huelga de hambre, he sufrido un divorcio, he asistido a un moribundo. Una vez fabriqué una bomba. Negocié con drogas. Me dejó una mujer, dejé a otra. Un día se incendió mi casa, me han robado, he padecido una inundación y una sequía, me he estrellado en un coche. Fui amigo de alguien que murió asesinado y que fue enterrado por los asesinos en su propio jardín. También conocí a un hombre que mató a otro hombre, y a uno que se ahorcó. Solo es cuestión de edad. Todo esto me ha sucedido en una vida en general muy tranquila, pacífica, sin grandes sobresaltos".Me dio una seria sorpresa cuando, hará unos siete años, me envió fragmentos del diario personal en el que venía trabajando desde hacía una década. Me impresionó la altura literaria y descubrir el verdadero mundo del extraño vecino de N'Kono. Ahora se ha decidido a publicarDiarios (1999-2003) y lo ha hecho en Logroño, en Pepitas de Calabaza (los de Pepitas se anuncian así: "Una editorial con menos proyección que un cinexín"). En plena mudanza de casa, he reencontrado algunos de aquellos pasajes ya leídos: "Mudarse es más que viajar. Son días en que uno no está en su casa y tampoco tiene una a la que regresar".
Por este fragmento y por su antigua afición al jaleo callejero, puede sospecharse que en el fondo el diarista ha conocido la agitación normal de una vida que alcanza ya los 64 años. Pero no. Está siempre en su casa con su mujer y su gato. Es un hombre tranquilo, propenso a la ironía y a la desconfianza: "Distinguen muy bien la novela seria de la popular, como esos que distinguen muy bien el erotismo de la pornografía".
Sus estados favoritos son la ociosidad y la libertad: "Otro acto mínimo que casi no es ni acto, de los que a mí me gustan: tomar el sol". Cuando era ágrafo, sus soleadas frases en el bar Astoria me descolocaban. En el libro, las mismas frases suenan distinto, simplemente van alumbrando su carácter y componiendo un sobrio autorretrato. "No seas perezoso. Algo hay de bueno en el consejo. (...) Pero en esa recomendación hay sobre todo un imperativo: domestícate".
Sus nada domesticados Diarios se leen por momentos con absoluto asombro, quizás porque son insubordinados y no respetan a nuestros distinguidos popes y mafias literarias. Páginas vascas, además, de recurrente temple sarcástico: "Ni abertzale, que me suena a burro, ni constitucionalista, que me suena a catedrático. De nuevo: tertium datur".