sábado, 12 de septiembre de 2015

Conversación con Manuel Borja-Villel. Marcelo Expósito




Conversación con Manuel Borja-Villel. Esta conversación sigue cronológicamente el trayecto profesional de Manuel Borja-Villel, el responsable museográfico español que goza actualmente de mayor prestigio internacional. Los tres capítulos que la componen corresponden a sus periodos sucesivos al frente de la Fundació Antoni Tàpies, el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, la institución que actualmente dirige.
Se trata de la primera biografía intelectual y profesional de Borja-Villel, a través de la cual se comentan también las sucesivas coyunturas de la relación entre el arte, las políticas públicas de cultura y la situación de la democracia en nuestro país desde 1990. El libro plantea en su conjunto una serie de reflexiones que nos han parecido útiles a la hora de pensar cómo la ciudadanía puede inducir cambios institucionales, y viceversa, cómo se pueden gobernar las instituciones poniéndolas al servicio de la gente.
Está claro que la cultura y sus instituciones no pueden quedar al margen de los grandes retos políticos de nuestra época. Justamente ahora se dan las condiciones para que cobren forma nuevos tipos de instituciones.
– Manuel Borja-Villel

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Esbozos dandystas en la obra de Juan Ramón Jiménez







"El dandysmo, que es una institución fuera de leyes, posee leyes riguro- sas a las cuales deben estrictamente someterse todos sus miembros, quienes quiera que sean, sin tener en cuenta el ardor y la independencia de su carácter" (1). Con estas palabras de Baudelaire damos entrada a un tema poco estudia- do, aplicándolo—se entiende— al poeta moguereño. Lógicamente es bastante remoto el tema del estricto dandysmo en la poesía de Juan Ramón, aunque no del todo en su persona. Sin embargo, de esas 'leyes rigurosas' de las que habla el poeta francés, podríamos aplicar algunas de ellas a Juan Ramón, pero sí daríamos con un gran individuo que en un momento determinado de su vida poseyó muchas de las características que definen a un auténtico dandy.
El dandysmo —como dijo Barbey D'Aurebilly— es una manera de ser, y si partimos de la base de que para nuestro poeta vivir y poetizar ha sido lo mismo, no nos será difícil —aunque sí algo pretencioso— escarbar en su vida y en su arte con el fin de ver en él ciertos reflejos dandystas.
Ya algunos autores han tratado de sacar del tiesto romántico-satánico del siglo XIX la floración del dandysmo y se han remontado a muchos siglos atrás. Así, se nos ha hablado de Alcibíades y de sus extravagancias, de Catilina, de Filipo, de César —y más recientes—, Sheridan, Brummeí, Byron, Wilde o el propio Baudelaire. Aunque el personaje en cuestión —en su esencia— nace y toma el nombre en el Romanticismo, ha llegado prácticamente hasta nuestros días y su espíritu no morirá nunca, al igual que ya existía muchos siglos antes de su nacimiento. Recordemos unas palabras al respecto de Barbey cuando habla- ba de Brummel: "El día en que la sociedad que produjo a Brummel se transfor- me, ya no habrá dandysmo. (...)Todo ha concluido, todo ha muerto en aquella hermosa sociedad que tuvo a Brummel por ídolo porque él era su expresión en las cosas mundanas, en las relaciones de puro divertimiento. Un dandy como Brummel no volverá a verse, pero hombres como él, y aun en Inglaterra, cual- quiera que sea la librea que les ponga el mundo, ios habrá siempre. Ellos testifican la magnífica variedad de la obra divina: son eternos como el capri- cho. Y la humanidad tiene tanta necesidad de ellos y de sus atractivos como de los héroes más imponentes, de las más austeras grandezas" (2).
Y antes de que dibujemos estos esbozos, que no sólo están en Juan Ra- món, sino en otros artistas de su época y posteriormente a ella, vamos a tratar de perfilar algunos aspectos del dandy que, aunque son de sobra conocidos, conviene recordar: El dandy es un rebelde contra la sociedad, contra el tiem- po, contra la idea prefijada de los otros; es un esteta (aquí entraría el capítulo de la moda, que ya veremos más adelante), un mito, un snob, un artista que
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epata, que repele, que seduce. Es individualista, atrevido, es un estilo; adopta la esterilidad, la impasibilidad, el mal. Se ha dicho que traslada incluso el arte, la creación, a su persona, hace de su vida un arte. Y que el dandy puro no debe hacer nada. Es una forma de entender el mundo.
Pero entremos en Juan Ramón aclarando y aumentando algunas de estas características de las que él participa. El poeta de Moguer se nos presenta en sus primeros años como un joven que ha observado la decadencia de finales de siglo, que ha bebido en los románticos: Byron, Hugo, Lamartine, Musset, Hei- ne, etc. y se quiera o no estos artistas alteran de alguna forma, o mejor dicho, modelan su personalidad. Por otro lado, su carácter retraído, tímido, casi en- fermo; colaborando todo ello a ese aislamiento al que se ve sometido por pro- pia voluntad.
A veces se nos ha mostrado a un Juan Ramón —en su juventud— triste y encantador con los amigos, joven, bello, como el dandy, sufriendo de spleen ante las tardes inacabables, el amor lejano de Georgina o sumido en una deso- lación inexplicable, desesperanzado. Como el dandy, nuestro poeta se aparta de la sociedad, es individual, y en su brillo —solitario, nostálgico, altivo— se justifica. Su pose, su brillo, su elegancia, lo caracterizan. Su individualidad se ha puesto siempre de manifiesto y en ella ha construido los cimientos de su arte.
El propio Villaespesa decía: "es un alma enferma de delicadezas; alma melancólica que, asomada a la ventana del éxtasis, espera silenciosa la llegada de 'algo' muy vago... El Amor...; la Gloria... tal vez la muerte"(3).
A los 18 años —dice Graciela Palau de Nemes(4)— "este Juan Ramón sin barbas, de bigote fino sobre los labios sensuales, era un joven de facciones delicadas (...). La frente amplia hacía resaltar aún más ese fondo de ensueño y melancolía de sus ojos moros, y el porte de señorito: macfarlan'gris y bombín negro, anunciaba su buena cuna". Y es que la buena cuna —según Balzac— es fundamental para la vida ociosa que conlleva el dandy. Y añade: "para ser verdaderamente fashionable hay que gozar del descanso sin haber pasado nun- ca por las terribles pruebas del trabajo o de la ocupación. Es decir, haber conseguido el premio de la lotería, heredado a su padre millonario, ser prínci- pe, sinecurista o acaparador, o mejor dicho, hijo de acaparador"(5). Y de la clasificación que hace, en tres categorías, de los personajes creados para la civilización moderna: Los que trabajan, los que piensan y los que no hacen nada, relaciona al dandy con este último grupo, el de la vida elegante. Juan Ramón se nos presenta como una mezcla entre estas dos categorías: "El artista siempre es un ser majestuoso —dice Balzac1, tiene una vida y elegancia propias porque en él todo es reflejo de su inteligencia y gloria"(6). En general no acata las leyes, las Ímpone"(7). Y conectando con esta idea es obligado hablar de la elegancia en Juan Ramón, algo innato en él: "Rico puede uno hacerse; elegan- te se nace"(8). El poeta de Moguer "por sus tendencias, pudo haber sido un poeta a la manera de San Juan de la Cruz, pero entre los derroteros del espíri- tu, él tomó el de lo bello y no el de lo divino, reacción típicamente andaluza y, en gran parte, consecuencia de su vida desahogada, sin privaciones de ninguna
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clase. Ya en Rimas se nota el ansia de lo bello que ha de llenar la obra del poeta:
"¡Qué triste es amarlo todo, sin saber lo que se ama!
¡Ah, si el mundo fuera siempre una tarde perfumada...!"(9)
Observamos en estos versos su gusto por la elegancia, al esteta que adop- ta la esterilidad, la impasibilidad.
Sobre la elegancia y la moda escribió largo en su época Balzac, dejándo- nos todo un tratado, en el que hablaba igualmente de la indumentaria. Decía: "El dandysmo no es un traje que camina solo: es una cierta manera de llevar- lo... y la realidad del dandysmo es humana, social y espiritual". Dandy es el que sorprende con su moda, la crea él mismo, la tergiversa. Pero no hay que confundir dandy con elegante, pues este último acata una norma y el dandy crea su propia moda. Se trata de un uso personal, de una manera de llevar las cosas. Es en realidad una manifestación externa de una forma de entender el mundo, de un pose, de un estilo. Pero el dandy es siempre el hombre, nunca el vestido. Dandysmo puede ser una manera de coger los guantes, de tomar asiento, de llevar un traje. Y claro está, la elegancia cuenta. Balzac afirmaba que la elegancia da interés a la vida, la dramatiza.
En 1925 Rafael Cansinos-Assens comentaba de Juan Ramón: "encontra- ba tiempo que dedicarle a su soledad. Persona metódica, de exterior apacible y un volcán en el seno, desde su juventud el poeta supo ser un propio carcelero, el guardián celoso de lo suyo. Sus umigos del sanatorio lo hallaban quieto y frío como una sombra, impasible, pulcro como un mármol, no sólo él sino su alrededor"(10). A ésta debemos sumar la opinión de Miguel Pérez Ferrero en 1946: "Ya para esa época, ytal vez por el luto de su padre, Juan Ramón vestía de oscuro, 'con la elegancia de un dandy', según la opinión de sus contemporá- neos. Su porte era demasiado severo para sus veintidós años. Antonio Macha- do le hallaba pálido y circunspecto y contaba que siempre se dirigía a su interlo- cutor en tono ceremonioso y distante"(ll). A esto habría que añadir el rigor a su apariencia que le daba la barba. Como el dandy, Juan Ramón parece que encuentra la armonía en sí mismo, en su estética, en su traje, en su personaje. Da la densación de que él mismo está forjando —quizás inconscientemente— un personaje que se distingue de los demás.
Balzac en su tratado de la elegancia afirma que la indumentaria, la alco- ba, el lecho, el carruaje son abrigos y refugios de la persona, de la misma manera que la casa es refugio y abrigo de todas las cosas que rodean al hombre.
Cuando Juan Ramón era visitado por sus amigos —en sus primeras es- tancias en Madrid— se comporta ante ellos con cierta indiferencia, da la sensa- ción de que no se irrita por nada, tiene —como el dandy que nos presenta
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Balzac— el tacto especial de preverlo y prevenirlo todo. Al igual que éste, "parece el prototipo personal más digno de ser imitado. (...) Sin embargo, resulta una de las más difíciles aventuras, porque la base principal de esta potencialidad social reside en la posesión de un alma grande"(12).
Otros datos acerca de su persona nos lo facilita Gómez de la Serna, quien "recuerda que su amigo..., se le reveló como una figura rigurosa y acerba, con una barba demasiado material y rotunda —una barba de luto riguroso—, con una mirada fiera, negra y voluntariosa. Se le apareció el poeta como un'hom- bre duro, pero de gran presencia, 'una presencia ingente, recalcitrante, eviden- te, imperiosa; un hombre parado y secreto, evidente no sólo de lo ideal, sino de lo real, atónito y suficiente, con una suficiencia desesperada, rebelde, encarni- zada, ansiosa...'(13). Ahí mismo, en Retratos contemporáneos va a añadir que "se le hacía difícil sostener una conversación con el poeta", llegando incluso a molestarle su porte. "Fuera o dentro de su casa, Juan Ramón siempre ha esta- do bien vestido, bien puesto", y Ramón se quejaba—dice Palau de Nemes— de que 'no se puede visitar a aquel que todos los días está como el día de su santo'(15). Y de nuevo hemos de sacar a colación a Balzac, quien afirmaba que "la toilette es la expresión exacta de toda sociedad". Y especifica que más que en el traje, la elegancia de la toilette consiste en la manera de llevarlo. "La toilette es a su vez un arte y una ciencia, un sentimiento y una costumbre"(15). Y en esa época no era sólo Juan Ramón quien se distinguía por su apariencia, pues en el propio Rubén Darío se pueden apreciar ciertos matices de extrava- gancia, de snobismo:—en el sentido más cercano a dandysmo y no en el otro—. Se dice que los poetas iban a verlo y lo encontraban a veces sentado en la cama en camiseta o con levita entallada y sombrero de copa puesto, como dice Juan Ramón, escribiendo de pie sobre una cómoda(16). Incluso en Villaespesa—re- cuerda Juan Ramón—, que paseaba con abrigo, levita canela y pelado sombre- ro de copa(17) y se comportaba de una forma algo provocativa, insultante, snobista, quien para llamar la atención de su acompañante, insultaba a cual- quiera en voz alta, diciéndole luego que era "tal o cual escribor imbécil"(18). Pero no hay que confundir los tonos snobistas de Villaespesa o de muchos otros con el dandy. Pues este último no necesita hacer ruido para que las mira- das recaigan sobre él, el snob en el fondo lo que quiere es que se repare en su persona, y el dandy es ante todo un aristócrata solitario. Y de esto tenía bastan- te el poeta moguereño, que era un aristócrata por fuera y por dentro, poseyen- do además la aristocracia del espíritu, esa que no se adquiere de nacimiento(19). Darío decía: "su vocabulario era de la aristocracia artística de todas partes"(20). Otro andaluz que tuvo mucho de dandy fue Luis Cernuda. En Ocnos publica el poema en prosa titulado "El Indolente", y allí dice: "no seré nada, y entonces mi vida tendrá esa admirable gratuidad de las existencias perfectas"(21). Tras estas palabras flota —no cabe duda— el fantasma del dandy por excelencia, Brummel. Ahí está la gratuidad, el vivir para el instante, la elegancia, la indiferencia, la impasibilidad dei dandy. El mismo Juan Ramón aporta en Españoles de tres mundos algunos datos interesantes sobre Cernuda: "Y vestido de actual modo negro su moreno amarillo, llegó al tren de la tarde con un ramito de clavellinas blancas en la cuidadosa mano. ¡Adiós! ¿Cómo se
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perdía luego y sin madre, en el crepuscular laberinto de Santa Cruz, este delga- do solitario, erecto desdeñoso?"(22).
Alguien podría confundirse y creer que dandysmo y manera de vestir son dos cosas similares. Pues bien, sobre esto es Barbey D'Aurebilly quien nos aclara que el dandysmo es algo más que el vestido: "Los espíritus que no ven de las cosas más que su apariencia han imaginado que el dandysmo era ante todo el arte del atuendo, una dichosa y audaz dictadura sobre la compostura y la elegancia exterior. Ciertamente —dice Barbey— que también lo es, pero es al mismo tiempo mucho más. Toda una manera de ser, y precisamente en el aspecto materialmente visible. Una manera de ser compuesta por entero de matices"(23).
Y ya es hora de que nos hagamos la siguiente pregunta: ¿Juan Ramón era un dandy o simplemente una caricatura de éste? La respuesta la estamos tra- tando de encontrar desde las primeras líneas de este trabajo y vamos a seguir buscándola hasta el final. Sería interesante —y el lector lo suele pedir— dar una contestación rotunda, pero en arte las respuestas matemáticas no existen. En principio vamos a relacionarlo con Brummel, que decía: "Permaneced en público todo el tiempo necesario para producir efecto; cuando lo hayáis produ- cido, retiraos". Cuando Juan Ramón, tras sus estancias en Madrid, desaparece del escenario de la capital, da la sensación de que reproduce este principio del dandy. Quizás sus razones son inconscientes, ajenas a esto, pero al menos existe esa postura, ese movimiento de retirada que muchos consideraron ex- traño.
El aplomo de Juan Ramón, su sensualidad, tan corriente entre los hom- bres espirituales, nos recuerda a Brummel. Además ese algo frío, de indiferen- cia—sus propios contemporáneos lo han reconocido—, su sobriedad, su grave- dad. Pero lo que más nos sorprende en él —y esto se acerca bastante al varón inglés— es su mesura, su elegancia, su pose.
Hay otro detalle importante: "Un dandy —dice D'Aurebilly— puede consumir, si lo quiere, diez horas en su arreglo personal, pero, una vez conclui- do, lo olvida. Son los demás quienes deben darse cuenta de que está bien arreglado''(24). Desconocemos el hecho de si hubo intencionalidad específica en el caso de Juan Ramón, pero sabemos por Graciela Palau de Nemes que el poeta de Moguer dedicó algunas horas a su arreglo personal en vísperas de su boda, que por cierto preparó todo un ajuar de tono muy elegante —ella lo detalla minuciosamente—; un vestuario digno más de un dandy que de un futuro esposo corriente: "Para el viaje a los Estados Unidos, Juan Ramón se compró dieciocho camisas, quince calzoncillos, cinco pijamas, dos docenas de pañuelos y veinticinco pares de calcetines. Llevaba además, siete pares de guantes, un traje de, frac completo con tres chalecos, un traje de levita, un traje de chaquet, un traje de smoking, y otras levitas, chaquets, chalecos y pantalo- nes que hacían juego, un traje azul,' un traje gris, un traje negro, un abrigo azul, dos abrigos grises, una docena de pares de calzado entre zapatos, botas y botines, y todo lo demás perteneciente al atavío masculino. Llenó un baúl, tres maletas, una sombrera y una cuellera"(25).
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Dicen que Brummel tras su ruina se volvió loco y que su locura se tiñó de dandysmo, llegando a padecer el delirio de la elegancia en la desesperación. Y Barbey nos describe su atuendo, donde advertimos algunas semejanzas en las prendas de vestir y en los colores: "vestido, como en su juventud, por todo lo grande, con el frac azul wigh con botones de oro, chaleco de piqué y pantalón negro. .."(26).
Y como Brummel, que llegó a convertirse en un dandy venido a menos, tras su ruina económica, pero conservando siempre su altivez, Juan Ramón sufrió otro tanto por unas circunstancias similares. Aunque contrastando con Brummel, que se arruinó en su madurez, a Juan Ramón le ocurrió en plena juventud, y más tarde se reestableció. En 1905 Juan Ramón volvió a Moguer enfermo, como decía él: "con una gran enfermedad de corazón, perdida toda esperanza". La ruina amenazaba su casa y el poeta andaba preocupado y has,ta se sentía inclinado al suicidio(27).
Otro aspecto del dandy es el de las relaciones amistosas. Sobre Brummel comentaba D'Aurebilly que "su obsequiosidad, impregnada de buenas pala- bras, es una perfección superior de la cortesía. Para él la amistad es un tema cuya riqueza de variantes conoce a las mil maravillas, acomodando el diapasón de cada personalidad a cada una de sus modalidades sonoras. Toda su vida está impregnada por completo de su persistente egocentrismo, que, sin embargo, consigue le sea desde el primer instante perdonado gracias a la fina expresión de sus modales. Así, resulta artista con los artistas, anciano entre los ancianos, niño rodeado de la alegre infancia"(28). Estas palabras las podríamos aplicar fácilmente a Juan Ramón, aunque —y en esto sí habría una diferencia nota- ble— su mirada hacia esos seres rebosó siempre de complacencia y bondad, en un tono mucho más llano que el de Brummel.
Si el dandy inglés se valía de la intención transparente, del silencio mis- mo; y esto explica la escasez de las frases que ha dejado, Juan Ramón además de todo esto nos ha dejado sus versos. Si partimos de la idea juanramoniana de que poseía y vida son la misma cosa podremos escarbar en algunos de sus primeros poemas y veremos en ellos el reflejo, o mejor dicho,, la imagen re- flejada en el espejo de su vida.
Quizás donde se observan algunos de estos aspectos del dandy sea en dos de sus libros, Ninfeas y Diario de un poeta recién casado.
..."un negro mar de nada, de acumulada, trastornada nada?
¡Nada!

(La palabra, aquí, encuentra hoy, para mí, su sitio, en catástrofe
yerta, como un cadáver de palabra que se tendiera en un sepulcro natural).
¡Nada y mar¡(29)".
En estos versos el poeta responde a uno de los principios del dandy. - 490 -
Quizás tras un análisis detallado de este poema ("Mar, nada") podríamos lle- gar a conclusiones bien distintas. Entramos en el campo de las subjetividades. Sin embargo no se requieren excesivos esfuerzos de imaginación para llegar a la conclusión de que nos está respondiendo aquí a la siguiente idea: El dandy puro no debe hacer nada. Hay en estos versos un apunte de cierta consagración a lo estéril. Si en Juan Ramón quizás esta postura se mantenga por poco tiempo frente al dandy auténtico, lo que nos interesa es que en cierto momento de su obra se da esa posibilidad.
En el poema "Solo yo" de Diario expresa la impasibilidad mezclada con la insatisfacción:
"¿qué sabéis de mi centro, qué sabéis de su centro? Si salís a su encuentro,
mi sangre no se altera...) ;Yo solo vivo dentro

de la primavera!(30)."
Igualmente ocurre en "Mar despierto", donde lo anterior entra en con- tacto con la belleza, una belleza fría, impasible:
"¡qué alegre y loco,
levantas y recoges, hecho belleza innúmera, tu ardiente y frío dinamismo,
tu hierro hecho movimiento,

..., oh mar sin sueño,
contemplador eterno, y sin cansancio..."(31)

La soledad es tema importante en la poesía de Juan Ramón. Y a veces se nos muestra el hombre solitario, el dandy en su aislamiento voluntario. En el poema "Con tu elemento natural" se identifica con el mar diciendo:
..."Tú, el mar, creando, recreando tan solo el espectáculo
completo de nuestro mundo de hoy.
Estás, como en un parto permanente, dándote a luz... a ti mismo, mar único, a ti mismo, a ti solo..."(32)

Igual ocurre en "Partida":
"Hasta estas puras noches tuyas, mar, no tuvo el alma mía, sola más que nunca,
aquel afán, un día presentido,
de partir sin razón."(33)

La indolencia se observa también, en un mundo decadente, de desidia, de cansancio, de hastío, de tristeza:
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"Te tenía olvidado,
cielo, y no eras
más que un vago existir de luz,
visto —sin nombre—
por mis cansados ojos indolentes.
Y aparecías, entre las palabras
perezosas y deseperanzadas del viajero,
como en breves lagunas repetidas
de un paisaje de agua visto en sueños..."(34).

En algunos poemas de Ninfeas se observa fácilmente la figura del Satán romántico engalanado de belleza. Percibimos allí la rebeldía contra el bien, e incluso la aceptación del Mal. En "Mis demonios", lo demoníaco del dandy lo resume en tres demonios:
..."los lúgubres Demonios alzan con ardimiento..., ¿Quiénes son estos tres Demonios?
El Ensueño;...

El Delirio
y el sarcástico Desencanto
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En el poema "Quimérica" también aparece el Mal en unos versos de carácter romántico y envueltos en un aire de decadentismo fin de siglo:
"A medida que la bruma de la tarde triste avanza,
extendiendo su sudario ceniciento, su fatídica mortaja,

sobre el cuerpo agonizante de la Tierra,
que va a hundirse en el Misterio...; cuando, pálida del combate sostenido con el día,
va asomando por Oriente amedrentada
la tranquila emperatriz de las negruras,
la tranquila emperatriz de faz de nácar,
que camina lentamente, temerosa
de que el Sol vuelva a ofrecerle la batalla;

van creciendo las angustias en mi pecho,
y las sombras, como fría y negra tapa
de una tumba, van pesando formidables sobre el tétrico sepulcro de mi alma..." (36)

El tema del Eros en Juan Ramón no concuerda en absoluto con la idea que el dandy tiene del amor. El dandy es un seductor cuyo fin no es el amor mismo, porque su esterilidad la proyecta hasta en este sentimiento; o sea, su
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Charles Simic: “La poesía tiene que estar cerca de la gente”





De Charles Simic (Belgrado, 1938) se ha dicho que su voz es una de las más intrigantes de la poesía norteamericana de las últimas décadas. Que en sus escritos no hay distancia entre lo lúdico y lo lúcido. Que su poesía es cómica y elegiaca a partes iguales. Que hay tanta poesía, si no más, en su autobiografía (Una mosca en la sopa) o en sus libros de prosa miscelánea (El flautista en el pozo: ensayos reunidos 1972-2003) como en sus volúmenes de versos (Hotel insomnio, Mi séquito silencioso, El mundo no se acaba y otros poemas). Sus más de treinta títulos de poesía le han valido distinciones como el Premio Pulitzer o el cargo de Poeta Laureado de Estados Unidos (en una ocasión en que se requirió su presencia en un acto presidido por George W. Bush, el poeta se mostró dispuesto a dimitir con tal de no acudir, pero fue inmediatamente exonerado).
La editorial Vaso Roto ha publicado en español El monstruo ama su laberinto, libro de 2008 que recoge fragmentos tomados de los cuadernos personales de Simic y que constituye un compendio extraordinariamente preciso de su visión poética. Impecablemente traducido por Jordi Doce, el libro incluye un epílogo de Seamus Heaney en el que el poeta irlandés caracteriza al serbio como “surrealista, y por tanto cómico” y describe su hacer poético como “demótico proletario y visionario inmigrante”. Nada mejor, de todos modos, que unos versos del propio Simic para entender qué clase de libro tenemos entre manos: “Salchicheros de la historia, / de la hecha con sangre, / venís todos de un villorrio / donde el perro que ladra a la luna / es el único poeta”.

PREGUNTA. ¿Qué es para usted la poesía?
RESPUESTA. Algo que es importante que mi perro sea capaz de entender. Desde luego, no una actividad elitista reservada para almas sensibles. Más de una vez, al final de una lectura de mis versos se me ha acercado alguien que me ha dicho con cara de extrañeza: “Jamás leo poesía, pero lo que ha leído usted hoy me ha interesado”.
P. ¿Cómo se explica una reacción así? ¿Qué cree usted que le ofrece al público que acude a sus recitales?
R. La poesía tiene que estar cerca de la gente, y en este país eso lo logró gente como Ginsberg, Ferlinghetti, Corso y compañía. La gente llevaba libros de los beats en el bolsillo trasero del pantalón. Iban a los recitales, que eran casi conciertos, tan cerca estaba la poesía de la música. Recuerdo que los locales del Village donde tenían lugar esos encuentros en los años sesenta estaban atestados. En uno de los primeros recitales a los que asistí, un tipo se subió a una mesa de un salto y se puso a blasfemar. Parece una anécdota superficial, pero la poesía auténtica hace reaccionar a la gente.
P. Ha traducido al inglés a importantes poetas serbios, como Vasko Popa. ¿Realmente es posible traducir poesía?
R. Los libros más importantes de nuestras vidas son traducciones. Sin ellas no tendríamos ni idea de lo que pasa en la literatura universal. Hay poetas que se pueden traducir fácilmente y otros que están muy enraizados en la red de alusiones que constituyen el alma del lenguaje original. En este caso la traducción literal no es posible y hay que buscar un equivalente. Pero siempre se consigue transmitir lo esencial.
P. ¿Se siente estadounidense, serbio o algo a mitad de camino?
R. Llevo 62 años aquí y he cumplido con todos los rituales que se esperan de alguien que ha llegado de fuera, de modo que no puedo sino decir que soy americano. Mis intereses primarios, política, estética y emocionalmente, guardan relación con este país, pero nací en Yugoslavia y todo lo que ocurre allí me afecta profundamente. Lo que sucedió en los noventa me desgarró. No se puede borrar el pasado, es lo que nos da forma.
P. Czeslaw Milosz vivió aquí más de cincuenta años y siempre escribió en polaco. Usted, sin embargo, siempre ha escrito en inglés.
R. Mi primer lenguaje no fue la poesía, sino la pintura, aunque es cierto que empecé a escribir poesía muy joven y pronto se convirtió en mi ocupación principal. Desde el primer momento escribí en inglés porque quería que me entendiera la gente que me rodeaba. Imagínese que siendo adolescente le escribiera un poema a mi novia y tuviera que decirle: “He escrito un poema pensando en ti. Lástima que no lo puedes leer. Está en serbio”. [Risas].
P. En su caso son también importantes el lenguaje del cine y el del jazz.
R. Sí, claro. Nací en Terrazije, un barrio céntrico de Belgrado, a dos manzanas del hotel Moscú, en la zona donde estaban los cines. No hubiera podido ser un chico más afortunado, ya podían invadirnos los nazis o quien se terciara. Para mí aquello era el paraíso. Me encantaba el cine americano, sobre todo los westerns; después me interesé por el cine negro, que siempre me ha parecido la representación más fidedigna del alma norteamericana.

R.
 Cuando ponía la radio en 1943 o 1944, lo importante para mí no eran los discursos de Hitler o Stalin, sino el jazz. No teníamos ni idea de lo que podía ser el swing, el boogie woogieo el blues. Un día escuché a Charlie Parker y tuve una conmoción. ¿Cómo era posible vivir sin aquello? Mi generación se obsesionó con aquella música. Además, las autoridades la perseguían; consideraban que el jazz y el blues eran algo subversivo.P. ¿Y el jazz?
P. ¿Diría que la clave de su poesía está en los paisajes de su infancia?
R. Cuando tenía cinco años se llevó a cabo una redistribución de las zonas escolares de Belgrado y me cambiaron a un colegio que estaba en otro distrito. Cuando me llevaron a mi nueva escuela, nadie sabía qué hacer conmigo. Me dijeron que se arreglaría todo al día siguiente, pero cuando volví seguían igual de desorganizados y decidí aprovecharme de la situación. Al tercer día decidí no presentarme. En mi colegio nuevo pensaban que estaba en el antiguo y al revés. Por supuesto, no le dije nada a mi madre. La superchería duró dos meses, durante los cuales me dediqué a callejear por Belgrado y a leer. Un día se presentó en casa un policía y le dijo a mi madre que su hijo llevaba más de dos meses sin pisar la escuela. Afortunadamente, cuando eso pasó asomaba el invierno, o sea que me vino bien. En el fondo no he cambiado. Todavía hoy, cuando voy a una ciudad donde no he estado nunca, lo primero que hago es callejear sin rumbo y sin mirar ningún mapa.
P. Usted vivió la guerra por primera vez siendo muy niño. ¿Cómo han cristalizado sus recuerdos de algo así?
R. Para mí, recordar la infancia es recordar bombardeos. Yo tenía dos años cuando bombardearon Belgrado por primera vez. Luego fue como un baile macabro en el que distintas potencias se turnaban para bombardearnos: los primeros fueron los nazis; los últimos, los aliados. No hay horror que supere al de la guerra; sin embargo, mis amiguitos y yo siempre encontrábamos el lado positivo. Aprovechando que los adultos estaban pendientes de otras cosas, conseguíamos jugar y divertirnos. Es una contradicción muy parecida a la que anida en el alma de la poesía.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Un día perfecto_Luis García Montero


¿Qué significa la lluvia al final de Un día perfecto? Me lo pregunto como espectador al salir de la magnífica película, una más, que acaba de estrenar Fernando León de Aranoa. No es una pregunta retórica, es que salgo de ver una historia dura, pero como espectador empapado por un sentimiento de limpieza y alegría. Se trata, por supuesto, de una inteligente manera de utilizar el humor para destacar las luces y las sombras, los rasgos de crueldad y generosidad, que hay en todo episodio humano de supervivencia. Pero se trata de algo más.

Me viene a la cabeza un poema de Wislawa Szymborska titulado Fin y principio. La escritora polaca sabe que después de cada guerra alguien tiene que limpiar. Las cosas no se ordenan solas, hay que echar los escombros a la cuneta para que puedan pasar los carros llenos de cadáveres y para que empiece a crecer la hierba sobre los recuerdos. Los que entendían de qué iba el asunto dejan su lugar a una nueva generación y así continúa la vida junto a los puentes reconstruidos, los muros apuntalados y los pozos con agua limpia.

Hace falta que llueva para que crezca la hierba. El optimismo que levanta la tierra con olor a mojado tiene que ver con la intuición de una cosecha próxima. Cuando las nubes abren la mano, incluso en forma de diluvio y castigo divino, el agua limpia la suciedad de la atmósfera. Lo sé, y sé también que la historia que cuenta Fernando León nace de una novela de Paula Farias titulada Dejarse llover. Sé también que comprometerse supone mojarse. Pero siento que mi pregunta sobre la lluvia no es inútil, quizás porque recuerdo el final del poema de Szymborska: “En la hierba que cubra / causas y consecuencias / seguro que habrá alguien tumbado, / con una espiga entre los dientes, / mirando las nubes”.

Volvemos a la guerra de los Balcanes. La película cuenta la historia de un grupo de cooperantes internacionales a lo largo de un día significativo, un día perfecto para ser contado, un día perfecto porque se ha contado bien. Las imágenes hablan de casas destruidas, pozos infectados, vacas muertas, carreteras con minas, familias destruidas, el rencor, la explotación, el sufrimiento hasta nombrar la soga en casa de los ahorcados. Las imágenes hablan también del amor, los cuerpos, la solidaridad, las historias personales y un determinado sentido común que es una negociación con la realidad imprescindible para la supervivencia.

El sentido común y la ficción tienen muchos lazos, más de los que se piensa. El sentido común se esfuerza en que los deseos, los miedos y las inquietudes personales alcancen un punto de encuentro con la realidad cotidiana. La ficción se teje para que los vuelos de la imaginación resulten verosímiles en el mundo que ellos mismos crean. Sentido común y ficción deben negociar con las exigencias de una historia.

Mirar las nubes mientras crece la hierba implica ver pasar el tiempo, tomar conciencia del movimiento y la fragilidad de la vida, pero también adivinar formas que tienen que ver con la imaginación: ahí están las nubes, componen un mapa, o un rostro, o el cuerpo de un animal, o un barco sobre el cielo. Las ficciones de la imaginación son un pacto con la realidad que nos permite sobrevivir a las mezquindades, ajustar cuentas, saber que hay un punto en el que los límites se quiebran, participar de la energía optimista de una naturaleza que se esfuerza siempre en pensar un nuevo amanecer bajo la oscuridad o la llegada de la lluvia bajo la sequía.

Merece la pena cuidar los inestimables puntos de unión que hay entre nuestra verdad interior y la realidad exterior. Pienso en un abrazo, o en la ternura, o en la complicidad de la ironía, o en las emociones del arte y la ficción. Sentimos entonces que la experiencia no es sólo individual, sino que es posible una realidad más amplia, algo que nos transciende para bien, que funciona en nuestro favor, aunque a veces ocurra más allá de nuestros cálculos. Por eso sentimos alegría y por eso la lluvia puede salvar con nuestra ayuda a un grupo de gente que va a ser asesinada o puede limpiar un pozo infectado sin nuestra colaboración.

¿La lluvia? No es una pregunta retórica, sino una pregunta sobre retórica. Decir que la lluvia aparece en Un día perfecto como el cierre perfecto para una ficción perfecta es algo más que aludir a la maestría de Fernando León de Aranoa. Es reivindicar el valor indomable de la ficción. Al hablar de las estrategias de su ficción, aludo también a su compromiso y al sentido de su cine. Una de las respuestas más dignas y rebeldes contra las barbaries de la realidad es la vitalidad de ese ser que mira a las nubes y aprende a imaginar el amanecer o la lluvia del día siguiente.

Por eso lo invocó Wislawa Szymborska como la imagen de un principio que insiste después del fin.