martes, 9 de febrero de 2016

El caliqueño de Barthes






En los últimos tiempos, cada vez que regreso a París, capto imágenes que me indican que el pasado no está muerto, ni siquiera es pasado, y nunca termina de pasar. Lo comprobé el miércoles, recién llegado a la ciudad. Mientras el taxi enfilaba silenciosamente el bulevar Saint-Germain, sentí que me movía dentro de una vieja película del pasado al ver a unos liceístas (lycéens) que, por el uniformado y pulcro modo de ir vestidos, me recordaron a los que paseaban por el mismo bulevar, junto al joven Barthes, en aquella foto que el escritor incluyó en el álbum de recuerdos comentados que incluía en Barthes par Barthes: “En esos días, los liceístas eran señoritos”.
¿Cuántas generaciones son necesarias para revolucionar las viejas formas? Los liceístas del bulevar Saint-Germain de hoy se comportan y visten prácticamente como sus bisabuelos. Otras cosas habrán cambiado, ésta no. Pero esta clase de inmovilismo, que en el fondo, por su matiz retrógrado, tanto puede contrariarnos, contribuye precisamente a que el pasado en París no termine nunca de pasar y el hoy maltrecho barrio de Saint-Germain, por mucho que haya sido devorado por Armani y Vuitton, conserve parte de su encanto, de su espíritu. Mal que nos pese, lo conserva gracias a esos detalles conservadores o desvaídos vínculos con el pasado, a través de los cuales podemos reconocer todavía un espacio geográfico: unas ciertas calles, por ejemplo, en torno a la plaza de Saint Sulpice; las rutas por las que Roland Barthes, fiel a sus rituales cotidianos, fue llevando a conciencia su terca vida de provinciano dentro de la gran ciudad. “Dibujo por el barrio los pequeños caminos que me llevan siempre a los mismos lugares”, dice en El teatro del lenguaje, el absorbente documental de Chantal y Thierry Thomas que para mi sorpresa estrenaron en la televisión francesa en la noche del pasado miércoles.
Recuerdo que, atrapado por el largometraje, me decía fascinado: ya nadie habla así en la televisión. Era tan raro ver cómo Barthes, apretando férreamente con sus dientes una especie de caliqueño —un Toscano Extra Vechio, lo más probable—, le decía a la cámara: “Hablamos sin saber que hablamos, sin saber nada de nuestra propia palabra”. Y algo más tarde: “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa”.
Pensé: al igual que el vestuario de los liceístas señoritos, sus frases frente a la cámara restituyen el lenguaje de los días gloriosos y recuerdan que el pasado nunca termina de pasar.
El teatro del lenguaje, que el 6 de octubre se comercializa en Francia, es una biografía intelectual y afectiva de Barthes, un documental que intercala vida y literatura e ilumina de un modo tan genial los variados territorios barthesianos que acabamos extasiados yendo de la teoría literaria al placer del texto, del imperio de los signos a la exigencia de delicadeza, de la exigencia de amor a la pena por China, del estructuralismo al duelo profundo por la madre muerta. Ya nadie es inteligente en la televisión, pero este filme parece querer desmentirlo.

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