domingo, 14 de febrero de 2016

Mahi Binebine: «Me gusta meter el dedo en todo aquello que sea tabú»

Mahi Binebine: «Me gusta meter el dedo en todo aquello que sea tabú»
Mahi Binebine
Cristina Bejarano
Mahi Binebine nació en Marrakech en 1959, estudió matemáticas en París, donde vivió mucho tiempo y donde, además de ejercer como profesor, se dedicó a la escritura, la pintura y la escultura. «Los caballos de Dios» (Alfaguara) es su más reciente novela traducida al español, en la que retrata a un grupo de jóvenes marginados que estuvieron detrás de los atentados de Casablanca de 2003.

–La novela nació tras los atentados de Casablanca de 2003. Por entonces, usted había llegado a Marruecos después de pasar años en Francia, ¿quiso hacer un retrato del país que encontró a su vuelta?

–Llevaba tan sólo un año viviendo en Marruecos, después de pasar 23 fuera del país. Dejé Francia en 2002 cuando vi que Jean-Marie Le Pen había llegado a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Tengo dos hijas, así que preferí volver y lidiar con mis propios extremistas. En 2003 nos levantamos un día y nos enteramos de que había habido una carnicería en Casablanca. Catorce jóvenes de entre 17 y 26 años habían salido del barrio de chabolas de Sidi Moumen y se habían hecho explotar en distintos puntos de la ciudad. Mataron a 45 personas e hirieron a unas cien más. Estábamos en shock, porque la cultura de la violencia no existe en los jóvenes marroquíes, nuestros jóvenes son amables y acogedores. Así que quise saber qué era lo que había sucedido y me fui hasta Sidi Moumen. Había pasado muchas veces por allí, pero no lo había visto porque hay una muralla que los esconde. Un amigo periodista me introdujo en el barrio, me presentó a su familia, que aún vivía allí, y pude entrar en sus casas, sentir cómo vivían, cómo era su vida cotidiana y cómo eran las relaciones entre ellos. Descubrí una ciudad –no un barrio, sino una ciudad enorme de más de un millón de habitantes– en medio de un vertedero. Lo primero que noté fue que los jóvenes jugaban al fútbol en ese vertedero. ¡Eran felices! jugaban como cualquier niño, como yo mismo cuando era pequeño. Vengo de una familia muy modesta, mi madre era secretaria, tengo seis hermanos y mi padre se marchó. En Sidi Moumen encontré chicos que eran semejantes a mí y por eso decidí hacer un libro sobre ellos y sobre cómo los pudieron manipular para convertirlos en bombas humanas. Quise hacer un libro sobre cómo estos niños sin educación –porque en Sidi Moumen no hay escuelas– fueron lanzados a las calles por sus padres a conseguir dinero, sin decirles exactamente cómo hacerlo: podían robar, prostituirse o hacer lo que quisieran, siempre que trajeran de vuelta algo de dinero. Estos son los niños que se convierten en terroristas.
–¿Quiso mostrar que en el fondo eran tan sólo niños?

–Evidentemente, cuando hablamos de kamikazes hablamos siempre de monstruos, y lo que yo quería mostrar es que estos niños no son unos monstruos, son jóvenes que simplemente no tuvieron oportunidades, jóvenes abandonados. Si hay monstruos, se trata del Estado, que ha permitido que exista este barrio de chabolas; o las mafias fascistas que se han instalado en la miseria para manipular el espíritu de estos niños hasta convertirlos en bombas humanas; o la burguesía marroquí, que paga salarios de 150 euros a un chófer o una empleada del servicio, a padres de familia. Estos niños son las víctimas. Eso fue lo que quise plasmar en este texto, y no fue nada fácil hacerlo.
–Las raíces del problema bien se pueden encontrar en el exterior, como dice, pero ¿también al interior de un núcleo familiar que no ejerce autoridad moral sobre estos jóvenes?

–Hay que sobrevivir. No condeno ni siquiera a los padres. Ellos tienen siete u ocho hijos cada uno, no tienen nada. No tienen elección. El Estado está ausente y ellos se las apañan como pueden. Yo no les lanzo la piedra, no puedo hacerlo. Los padres no tienen otra opción. Tengo un amigo ginecólogo que trabaja con personas de estratos bajos y me cuenta que cuando las madres han tenido 5 hijos, él les liga las trompas sin siquiera preguntarles. Hace algo ilegal, pero me dice que no tiene opción, que cree que no los puede dejar continuar.
–Después de los hechos de 2003, ¿el Estado ha tomado alguna medida para ayudar a las poblaciones de estos barrios de chabolas?

–Ha tomado conciencia de que hace falta erradicarlos, pero no es fácil. Son cientos de miles de personas que hay que reubicar. Lo que están haciendo ahora es que, en esos mismos barrios de chabolas, están construyendo edificios de apartamentos. Están cometiendo los mismos errores que cometieron los europeos hace 30 o 40 años: dejamos los guetos, dejamos las periferias como están y construimos edificios donde metemos a esta gente sin cultura, sin educación y a vivir de manera inhumana. ¿Cuál es el resultado? Que hoy en día, en Europa, hay terroristas que vienen de estos lugares. Hace falta crear un vínculo social entre estas periferias y el resto de la ciudad, necesitamos esa mezcla social, de otro modo sólo estamos retrasando el problema, pero no solucionándolo.
–Su novela tuvo mucho éxito y además fue adaptada al cine, ¿cómo fue ese proceso?

–Sí, la novela se tradujo con éxito a varios idiomas y mi amigo Nabil Ayouch la adaptó al cine. Hicimos la película con actores que venían de estos barrios de chabolas y, claro, los instalamos en un apartamento en Casablanca donde se les ofreció comida, mantenimiento, ropa limpia, etc. Yo estuve en el rodaje varias veces, los conocí y vi que comían cada día con desesperación, como si el milagro se les fuera a acabar en cualquier momento. Así que le pregunté a Nabil qué pensaba hacer con esos chicos al terminar el filme y él me contestó “¿Qué quieres que haga?, no soy un asistente social”. Pero, tras el éxito que tuvo la película, nos dijimos: “Hay que devolver el dinero que hemos ganado gracias a la miseria. Hay que ayudar a estos jóvenes”. Entonces se nos ocurrió crear un centro cultural dentro del propio barrio de chabolas. Soy pintor, así que llamé a mis amigos y logré conseguir que donaran unas cien obras y con ellas conseguimos bastante dinero para nuestro proyecto. Fuimos a hablar con las autoridades del barrio para que nos cedieran un terreno para construir el centro cultural y allí nos contaron de un centro que ya estaba construido, pero que permanecía en desuso, y nos cedieron el espacio. Así nació el centro cultural, que tiene una sala de cine, una biblioteca con 15.000 libros, una sala de baile, una de ordenadores y una de música. Es un poco como el Instituto Francés de Madrid, con el que además hemos firmado convenios para que nos proporcionen cursos de idiomas, etc. Es un espacio limpio y seguro, donde los chicos pueden ir a ver películas, a meterse a internet, a leer. Ahora podemos decirles: “No vayan a los garajes con estos radicales. Los salafistas no tienen nada que ver con el Islam, que es una religión de tolerancia, los salafistas son asesinos”. Estamos muy contentos, tenemos unos 400 jóvenes inscritos y asisten normalmente unos 1.000. Hemos logrado que el centro se autofinancie, que sea independiente. Por otro lado, hemos conseguido un mecenas que nos finaciará otros dos centros en barrios de chabolas de Tánger y de Fez, que abrirán próximamente. Y también tenemos un tercero que abrirá en 2016. Existe también un sistema de padrinazgo: puedes apadrinar la formación de un niño por 10 euros al mes.
Ahora, la verdad, estamos un poco asustados, porque esto crece muy rápido. Finalmente, estamos haciendo el trabajo que el Estado no hace. Así que un libro puede producir una película, algo concreto y, de ahí, dar vida a proyectos como éstos.
–Así que hay que comenzar por darles opciones a los jóvenes, pero, ¿y con respecto a estos extremistas?

–Los dictadores que hemos tenido en el mundo árabe en los últimos 50 años han creado un vacío a su alrededor, han eliminado cualquier alternativa política a su poder. Han matado, encarcelado y comprado todas las alternativas. A los únicos a los que les han permitido acceso y con los que no se han enfrentado han sido los salafistas, a esta gente que viene de Arabia Saudí a regar con su dinero nuestro país y que han traído con ellos a los islamistas radicales. Les tendimos una alfombra roja porque creíamos que con ellos se podía dialogar, pero nos hemos dado cuenta de que con ellos no se negocia. Así que cuando hablan de que la Primavera Árabe ha acabado con el integrismo, no es así. Estos son los hijos de los dictadores que han estado en el poder todos estos años, sobre todo la parte postcolonial. Alguien me decía que durante la colonia los europeos trajeron el cuchillo y que, cuando se marcharon, se llevaron la empuñadura, pero dejaron el cuchillo.
–En la novela se nota una falta casi absoluta de relación entre estos chicos y las mujeres del barrio, pero al ser adolescentes su deseo sexual se exterioriza entre ellos mismos, con el consiguiente sentimiento de culpa (relacionado también con la religión). ¿Por qué la sexualidad resulta tan importante para esta historia?

–Tenemos una cultura en la que las mujeres deben permanecer vírgenes, a pesar de que estamos en 2015. Todavía hay mujeres que pueden ser repudiadas si el día de su matrimonio se descubre que no son vírgenes. El resultado es que las familias protegen mucho a las niñas. Eso ya no sucede tanto en las grandes ciudades, pero en el campo y en los barrios de chabolas sí es una costumbre muy arraigada. Así que los chicos se las apañan entre ellos como pueden, y a lo mejor las chicas también, quién sabe. Introduje el elemento sexual en la historia porque me gusta meter el dedo en todo aquello que sea tabú y decir: “No es tan grave”. Por eso relaté esta verdadera historia de amor entre dos de los chicos, por eso la última noche antes del ataque ellos hacen el amor, es una manera de aferrarse a la vida que no quieren abandonar. El director de la película no quiso incluir esta escena porque me dijo que en el cine una cosa así es más complicada, que se podía meter en un problema.


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