lunes, 18 de abril de 2016

Fuera del santoral




Una forma de comprobar lo insignificante que se ha vuelto la literatura es observar cómo en las entrevistas les piden a los escritores cada vez más opiniones de política. Durante un tiempo, me quejé de esto en privado, y no por ello dejé de tener criterios políticos, como siempre los he tenido, aunque sospecho que criterios a veces ingenuos. Donde, en cambio, no me veo tan incauto es cuando juzgo extraño el espectáculo de todos esos escritores, tan habituados a moverse en mundos ficticios, analizando el mundo real y arrojando opiniones apresuradas que luego tienen que rectificar. En los últimos meses no paran de surgir escritores que rectifican, aunque se sienten igual de orgullosos; a fin de cuentas, ellos son unos benditos hombres de bien, "comprometidos".
Puedo bendecirles por su arrojo —sacan pecho y se saben en el santoral de los autores de buena conducta—, pero no por mucho más, porque actúan como si el estreñido lenguaje político les hiciera sentirse más cerca del poder, o como si hubieran olvidado que a veces el silencio habla, y lo hace a fondo. O como si no supieran que el silencio es muy creativo, porque se propaga: nadie lo firma y todo el mundo se aprovecha. El silencio es además la expresión más perfecta del menosprecio. Por eso, un cierto mutismo puede ser la más idónea respuesta a la falta de interés por la literatura que demuestran los entrevistadores cuando preguntan a los escritores por cuestiones políticas. ¿Cómo no estar de acuerdo con Peter Stamm, que en un reciente discurso en Zúrich (Letras Libres, abril 2016, traducción de José Aníbal Campos), apuntó algo que me sonó familiar: que ese cada vez mayor interés de los periódicos en las opiniones políticas de los escritores es una tendencia que encubre un ambiente general de desdén hacia la literatura?
Puesto que esto me preocupa, he leído últimamente ensayos en torno a lo insignificante que se ha vuelto la escritura, y muchos concluyen pidiendo que cada escritor aguante el madero de su vela. Llevo años precisamente espiando cómo lo aguantan: unos se convierten en tipos ásperos y amargados y se marginan para pasarlo aún peor de cómo lo pasan; otros dedican la vida entera a hacerse fotografías en las que posan como escritores; otros son disciplinados y fabrican libros solventes, pero, como algunos tienen incluso talento, no les lee nadie y, encima, tienen un salario anual infame. Gran parte de ellos piensan que fuera del santoral hace frío y creen que han de tomar posiciones políticas en las entrevistas, y son felices si consiguen alguna polémica. Pero, como dice Stamm, no está bien que acallemos el griterío de una opinión empleando para ello más griterío, porque la literatura es lo contrario de la polémica: "La literatura libera el lenguaje, y la polémica abusa de él, lo daña".
Se puede también ser un "escritor sin propósito", como Robert Walser. O escribir para sobrevivir, para simplemente alzarse sobre la pesada vida terrestre. Y no hay pecado, no pasa nada, creo. ¿O sí que pasa? No quiero polémicas, yo escribo.