sábado, 12 de noviembre de 2016

REDONDILLAS_Sor Juana Inés de la Cruz





Hombres necios que acusáis
a la mujer, sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis;

si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?

Combatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco,
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.

Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis
para prentendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo
y siente que no esté claro?

Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.

Opinión, ninguna gana,
pues la que más se recata,
si no os admite, es ingrata,
y si os admite, es liviana.

Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por cruel
y a otra por fácil culpáis.

¿Pues como ha de estar templada
la que vuestro amor pretende?,
¿si la que es ingrata ofende,
y la que es fácil enfada?

Mas, entre el enfado y la pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cuál es de más culpar,
aunque cualquiera mal haga;
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?

¿Pues, para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo

jueves, 10 de noviembre de 2016

Un acuerdo secreto entre generaciones


El escritor John Berger, en Barcelona en 2009. MARCEL.LI SÁENZ 
Estamos en un campamento de campesinos desposeídos, nómadas, emigrantes, en marcha hacia el Oeste, a la búsqueda de trabajo como jornaleros. Estamos en el capítulo XIV de Las uvas de la ira, de John Steinbeck. Estamos en la noche. El llanto de un recién nacido rompe el silencio. Las palabras se ponen en movimiento, buscan su propio cuerpo, su sentido, en la oscuridad. El afán de la vida. Alguien nombra el frío. Alguien, una manta. El narrador escribe: “Este es el principio. Del yo al nosotros”.
En la literatura contemporánea, ese principio, el que comunica el pronombre de primera persona y el plural, tiene un nombre. Al igual que el “principio de la esperanza” se asocia con Ernst Bloch, ese que lleva “del yo al nosotros” bien podría ser el principio de John Berger. En un epílogo a su primera novela, El joven pintor (1958), Berger señala el lugar situacionista, germinal. El del abrazo. El joven Berger participó en las redes solidarias británicas con los refugiados huidos del nazismo. ¿Qué mejor contraseña que el abrazo? John Berger cumple hoy 90 años con la dinamo alternativa del abrazo. No es un abrazo solemne, protocolario. El suyo transmite una felicidad clandestina. Está hecho a la medida del destartalado, del emigrante, del animal herido, de la mitad del mundo maltratada.
Así que cada uno de sus libros es un abrazo. Cuidado. Nada de pamplinas. Es el laborioso y tormentoso aprendizaje de un abrazo en la intemperie de la historia. Un abrazo que duele y desequilibra. Un abrazo en el que tratar la realidad, abrazarla, supone apostar la cabeza. En el capital El sentido de la vista (en 1992, en español, traducido como toda su obra por Pilar Vázquez), Berger nos cuenta cómo salió de una crisis que lo tenía noqueado gracias a Van Gogh. Al contemplar de nuevo, después de mil visitas, cuadros como Los comedores de patatas. Allí estaba la realidad, por fin, como una construcción de la imaginación: “La realidad siempre está más allá, y eso es cierto tanto para los materialistas como para los idealistas”.
En Sobre el dibujo (2005), otra de sus obras que tratan del arte y que ya forman parte del mejor y más valiente arte (así, Modos de ver o Fotocopias),Berger vuelve sobre Van Gogh con una cuestión obvia pero muy pertinente: ¿por qué ha llegado a ser este hombre el pintor más popular del mundo? Su respuesta, como siempre, no es obvia: “Es querido, me digo mirando el dibujo de los olivos, porque para él el acto de dibujar o de pintar era una forma de descubrir y de demostrar por qué amaba tan intensamente aquello que estaba mirando”.
La novela G. (Booker Prize, 1964) se presenta como paradigma de novela comprometida. Lo que para unos sería un estigma, el compromiso, para Berger siempre fue un honor. Recogió el premio en compañía de un Pantera Negra, lo donó y lo dedicó también al movimiento feminista británico. Pero a G. no le pasó el sol por la puerta. Su calidad de realidad está más allá. Walter Benjamin hablaba de creaciones que propician “un acuerdo secreto entre generaciones”. Eso es algo que experimentamos al leer G. y la trilogía que forman Puerca tierra, Lila y Flag y Una vez en Europa. Y que sentimos en Páginas de la herida y Poesía 1955-2008, editada por el Círculo de Bellas Artes de Madrid con la voz del autor. El lugar del abrazo. Un acuerdo secreto entre generaciones: “Quién nos llevará / riendo a la semilla / de lo que fuimos”.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Walt Whitman







¡OH, CAPITÁN! ¡MI CAPITÁN!
¡Oh, capitán!, ¡mi capitán!, nuestro terrible viaje ha terminado,
el barco ha sobrevivido a todos los escollos,
hemos ganado el premio que anhelábamos,
el puerto está cerca, oigo las campanas, el pueblo entero regocijado,
mientras sus ojos siguen firme la quilla, la audaz y soberbia nave.
Mas, ¡oh corazón!, ¡corazón!, ¡corazón!
¡oh rojas gotas que caen,
allí donde mi capitán yace, frío y muerto!
¡Oh, capitán!, ¡mi capitán!, levántate y escucha las campanas,
levántate, por ti se ha izado la bandera, por ti vibra el clarín,
para ti ramilletes y guirnaldas con cintas,
para ti multitudes en las playas,
por ti clama la muchedumbre, a ti se vuelven los rostros ansiosos:
¡Ven, capitán! ¡Querido padre!
¡Que mi brazo pase por debajo de tu cabeza!
Debe ser un sueño que yazcas sobre el puente,
derribado, frío y muerto.
Mi capitán no contesta, sus labios están pálidos y no se mueven,
mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad,
la nave, sana y salva, ha anclado, su viaje ha concluido,
de vuelta de su espantoso viaje, la victoriosa nave entra en el puerto.
¡Oh playas, alegraos! ¡Sonad campanas!
Mas yo, con tristes pasos,
recorro el puente donde mi capitán yace,
frío y muerto.






domingo, 6 de noviembre de 2016

“Ser solitario hoy es como escribir con pluma”


El escritor peruano Javier Vásconez en Madrid. SAMUEL SÁNCHEZ
Javier Vásconez es un solitario que viene de Quito, Ecuador, escribe novelas y viaja por el mundo con una maleta imaginaria en la que habitan Kafka, Pavese, Onetti, Nabokov, Benet… Hace cuarenta años, en 1966, leía en una pensión madrileña Una meditación, de Juan Benet, y La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Todo lo convertía en literatura entonces, pero lo mismo hacía cuando era chico; su padre, que era diplomático y hombre de negocios ecuatoriano, lo alojaba en hoteles de su país o del extranjero.
Ahora está de nuevo en Madrid. No se aloja en esta ocasión en hotel alguno, sino en la casa de un amigo. Viene a presentar una novela que publica Pre-Textos. Es Hoteles del silencio, que sucede, sobre todo, en un hotel como aquel en el que él leyó a Benet y a Vargas Llosa en Madrid, en un país que no se parece en absoluto a aquel “polvoriento, de sandalias” que conoció cuando era niño y que reconoció, en igual estado, cuando vino a estudiar a Navarra y a Madrid. Entonces Madrid estaba lleno de borregos: “Felipe González y su gente cambiaron este país, le quitaron el polvo y las alpargatas”. Le queda a Madrid (y a España, dice) “el buen humor, la simpatía de la gente, la comida, el pan con tomate y la belleza de algunas damas”.
En aquel entonces, cuando tenía diez años, Vásconez era coleccionista de sellos: “Iba a la calle Montera, cambiaba estampillas y le hablaba al dueño del almacén en inglés; debía pensar que era un imbécil pedante… De aquel tiempo viene mi pasión por las cantantes, me enamoré de Sara Montiel de por vida”. Su padre le hablaba de Baroja, su amigo, “al que le traía sombreros de paja toquilla”.
Siempre fue un solitario, y siempre ha escrito, desde que era chico, y ahora tiene setenta años. Se ha ayudado de su oficio de editor freelance en Ecuador, “y de una herencia que me dejaron. Por ejemplo, gracias a que vendí una lámpara de Baccará en París escribí mi novela La sombra del apostador”. Esa novela fue finalista del premio Rómulo Gallegos, y se junta a otros libros suyos: El hombre de la mirada oblicua, El viajero de Praga, La piel del miedo…, hasta llegar a esta que publica Pre-Textos y que presenta este jueves en Madrid (Librería Alberti, con Javier Rodríguez Marcos y José Andrés Rojo).
En su adolescencia madrileña se hizo apasionado de las papelerías, y una papelería y un hotel, o unos hoteles, forman parte de la geografía urbana de Hoteles del silencio, el que vierte un terror onettiano que incluye celos, secuestros, llantos de niños… “En los hoteles, que son mi fascinación, puede ocurrir cualquier cosa; según en qué hoteles, hay drogatas, amantes, trasnochadores sin escrúpulos ni pudor… Y hacia el amanecer se condensa una atmósfera de crímenes. ¡Si un hotel hablara!”
Pues este hotel habla en su libro. “Me encantan los hoteles, como a Nabokov, a Somerset Maugham o como a Tennessee Williams, o a Truman Capote, que se servía de una pieza en el Waldor Astoria para ambientarse”. Es un solitario habitando en hoteles. “Ser solitario hoy, con tanto ruido al lado, es como ser escritor con pluma”. En sus novelas (y en esta también) hay solitarios como él. “Mientras están solos los solitarios son felices. Cuando salen al mundo es cuando están verdaderamente solos. Y en la soledad se hace la buena literatura. La literatura es soledad, y nada es mejor que la soledad en los hoteles”.
—¿Y el horror?
—Hay alguna escena de horror en la que hago un homenaje al Infierno tan temidode Onetti: un personaje manda unas fotos…, y ya sabes lo que pasa.
Cuando se va hacia el taxi, con su primer iPad en la mano, este solitario sonriente y a la vez esquivo como Onetti o como Rulfo, que fue objeto de su primer trabajo académico, se adentra en la ciudad, “donde los solitarios estamos más solos”. De esos caminos urbanos salen sus novelas. Las escribe cuando ya descansa solo y solitario en los hoteles del silencio.