jueves, 18 de mayo de 2017

Yo podría expresar todo mi odio


Yo podría expresar todo mi odio
Lo monumental impone. Por eso los dictadores se autoerigen estatuas de diez metros. Sin embargo, algunas cosas necesitan volumen y otras no. En ocasiones, la extensión desmesurada cumple una función meramente cosmética. Algunos libros son como peinados B’52: mucha laca, mucho crepado, vacíos por dentro.
La escritora francesa Virginie Despentes (Nancy, 1969) publica en España la segunda parte de su trilogía Vernon Subutex. Trilogía puede ser una palabra fea, así que terminemos con el suspense: Despentes exige esa extensión. Lo que para otros sería incontinencia verbal, en ella es necesidad física de espacio. Vernon Subutex es un mapa que necesitas desplegar en mesa grande.
Hay autores que observan bien y hay autores que se observan bien (autores de exterior y de interior), pero no tantos novelistas dominan un espectro de voces enorme. Yo lo definiría como un caso grave de posesión. Porque esta escritora habita las almas de sus personajes. Se convierte en ellos, y todos cobran vida, son verosímiles, incluso cuando expresan opiniones cuestionables o amorales.
Por Vernon Subutex desfilan: un viejo rockero arrojado a vivir en la calle, y luego reconvertido en figura mesiánica (Vernon Subutex); un sin casa borrachín a quien le toca el gordo y decide no hacer nada con él; una rockstar negra que surge de la subcultura y muere de sobredosis (alrededor del cual se estructura la trama); un bróker cocainómano; un productor pesetero e inconmovible; una ex estrella del porno; la hija de esa ex estrella reconvertida en fundamentalista islámica (Aisha); un proleta filo-fascista con quien puedes congeniar (Loïc); y un largo etcétera
Es una intachable galería. Nada chirría. Despentes pinta con el mismo acierto a bondadosos y a cabrones. En sus manos los personajes menos agraciados cobran relieve, se distinguen bien sus facciones; la autora nos fuerza a ver sus razones, por horrendas que sean. Despentes entiende la rabia. La extirpa de su interior y la destila, y luego la instala en los corazones de sus protagonistas. Es la ira de los descastados, de la clase obrera embaucada por los socialistas, de los obsoletos y los inmigrantes. Muchos editores colocan la palabra “punk” en sus lanzamientos, pero Despentes lo es de veras, lo lleva en la sangre y en la solapa (de joven fue puta, fue pobre, dio masajes, vendió discos; escuchó a Sham 69, Agnostic Front, Les Thugs). Su cólera es visceral, sale de los intestinos, no puedes simularla. No importa si es la ira con velo de Aisha o la ira bicéfala de su padre (“se niega a aceptar la opción de Aisha y se niega a condenarla ante los que no han sufrido lo que sufre ella”). Cuántos escritores de clase media aprovecharían esta tesitura para enchufarnos una letanía dickensiana de buenismo, de “entendimiento entre culturas”, de ciego amor al trabajo…
Despentes no. Ella es lo opuesto al panfleto, al buen gusto, al tacto burgués. Te habla de envejecer mal, de amistades gastadas y traiciones, de un odio tan antiguo que se te olvida su origen. De pura rabia de clase (“Si quieres hablar conmigo, dime antes dónde has crecido”). Utiliza a menudo la palabra “gilipollas”. Desnuda a los personajes y, como el Céline de Muerte a crédito, muestra sus pensamientos menos agraciados, ñlas simas de resquemor más profundas: “A Emilie le resulta difícil alegrarse de la suerte de los demás. Le gusta la idea, pero no la aplica. Las chicas guapas no le inspiran ningún sentimiento noble”. “A [Xavier] le pudre por dentro el rencor del mediocre”. “No merece la pena fingir que no somos una calaña de mierda”.
Sería un error, por eso, meter a Despentes en el saco de Houllebecq (a quien todo parece una basura), solo porque comparten el afán de hurgar en el pus social con un palitroque. Despentes recuerda también los momentos de redención, de éxtasis y orgullo de tribu, de “une cause à rallier”, y no teme exclamarlos. Ahí es cuando (sospecha este lector) la escritora habla con su voz natal. Cuando la rockstar caída (Alexander Bleach) rememora su juventud, y dice: “lo que hacíamos era una guerra. Contra la tibieza”. O “cuando yo tenía dieciséis años, nadie habría podido hacerme creer que no estaba exactamente donde tenía que estar”. O, muy especialmente: “hoy en día me cruzo con personas que, a los veinte años, aprendían la competitividad en la escuela o el marketing en la empresa, y que quieren hacerme creer que hemos vivido la misma juventud (…). Pero olvídalo, tío, olvídalo. Mi aristocracia es mi biografía. Me quitaron todo lo que tenía, pero conocí un mundo que nos creamos a nuestra medida, en el que no me levantaba por la mañana diciéndome voy a seguir obedeciendo”.
El de Despentes es, así, el libro más valiente, combativo y crucial del 2017. Un retrato perfecto de la bagatela y la endeblez del “mundo libre” en este nuevo siglo, cuando los ricos parecen haber ganado la batalla.

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