domingo, 16 de julio de 2017

Sobre “Escribir (Una antología)”, de Henry David Thoreau






El arte de escribir consiste en hacer cuadrar frases que sugieren más de lo que dicen, que tienen una atmósfera en torno a sí, que no sólo registran una expresión vieja, sino que crean otras nuevas; frases que sugieren tantas cosas y son tan perdurables como un acueducto romano. Frases que salen caras, pues para obtenerlas hubo de invertirse mucha vida y muchos volúmenes; que yacen como rocas sobre la página, en todas direcciones; que contiene las semillas de otras, pero no mediante la mera repetición, sino la creación; frases para cuya construcción un hombre vendería sus tierras y castillos.

Asomarme a los diarios de un escritor al que admiro siempre me produce sentimientos encontrados. Por un lado está la poderosa curiosidad que el texto despierta: el deseo de atisbar la intimidad del creador, sus dudas, sus miedos, sus reflexiones sobre la labor creadora (como la arriba recogida), la necesidad de encontrar pistas, consejos que aplicar al trabajo propio… Por otro lado se halla el pudor producido por meter las narices en la intimidad de otra persona. Y reconozco que cuando escribo “pudor” estoy recurriendo a un eufemismo. Siendo preciso debería decir: miedo. Miedo a descubrir que la persona que hemos intuido o imaginado a través de la lectura de sus obras dista mucho de la persona real, frágil, vacilante, cambiante e imperfecta que en realidad fue. Cualquiera que se haya enfrentado a los desgarrados diarios de John Cheever, por ejemplo, podrá corroborar esta impresión. En definitiva, la lectura de unos diarios de escritor es un recordatorio, siempre necesario, de que no debemos confundir la literatura con sus autores.

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La lectura de Escribir (Una antología), sin embargo, no nos enfrenta al riesgo de conocer en la intimidad a Henry David Thoreau, o al menos no de una forma plena. El breve libro publicado por Pre-Textos es, como su título indica, una antología de fragmentos de sus diarios, en concreto de los referidos a la escritura. A la escritura y no a la literatura (hay que señalar), pues en ellos Thoreau no habla sobre autores u obras (salvo en contadas excepciones), no manifiesta sus opiniones sobre el trabajo de los demás (lo que sin duda podría interesar a muchos), sino que centra su atención en el proceso de escritura, en lo que queda oculto, en los oscuros talleres donde se fragua lo que más tarde aparece en las páginas.
Henry David Thoreau (1817-1862) es una de las figuras más importantes de las letras estadounidenses. Practicó la poesía, la narrativa de viajes, la historia natural y, en especial, el ensayo, género del que fue maestro indiscutible. Su obra más célebre, y también la más importante, fue Walden (1854), una crónica del experimento realizado por el propio Thoreau, con el que quiso demostrar que una persona es capaz de obtener de la tierra cuanto necesita para vivir, requiriendo únicamente para ello algo de organización y una moderada cantidad de esfuerzo. Era su intención denunciar las falsas necesidades que la sociedad capitalista nos induce, obligándonos a malgastar para satisfacerlas cantidades de tiempo y trabajo que bien podríamos emplear en la reflexión, la educación y el disfrute de la naturaleza. Thoreau levantó una cabaña en un terreno cedido por Ralph Waldo Emerson, a orillas de la laguna Walden, en las proximidades de Concord, Massachusetts. Permaneció allí durante dos años, dos meses y dos días, si bien en su libro comprimió su experiencia en un tiempo narrativo de un único año. Entre sus demás obras se encuentran el famoso ensayo Desobediencia civil y Dos semanas en los ríos Concord y Merrimack, texto a medio camino entre la narrativa de viajes y la elegía (dedicada a su hermano John).
Los textos recogidos en Escribir (Una antología) no deben ser tomados como partes de un manual de escritura. No lo son, y ésa es una de sus mayores virtudes. Forman parte de un gran work in progress mediante el cual Thoreau pretendía concretar su filosofía de escritura. No son conclusiones, sino pasos para llegar a ellas, aproximaciones sucesivas. Por lo tanto las contradicciones que se dan entre unos fragmentos y otros, no hay que verlas como tales, sino como cambios en las opiniones del autor; las variaciones de punto de vista y las matizaciones, como acercamientos a opiniones definitivas; las reiteraciones, como manifestaciones de puntos ya claros. Y no debemos olvidar algo importante: la sinceridad de todo lo que Thoreau escribía. No mientas a tu diario, menciona en una de las entradas. Lo que Thoreau dice en este libro se lo está diciendo a sí mismo, tal como lo pensaba. No se está dirigiendo a nadie del exterior, no edulcora ni rebaja sus pensamientos para facilitar la comprensión del lector ni se guarda nada en la manga.
¿Y qué es lo que podemos encontrar en estos fragmentos de diario? Énfasis en el esfuerzo que requiere la escritura si se pretende que ésta sea veraz, amor por la naturaleza e invitación a la atenta observación de cuanto nos rodea (como no podría ser menos viniendo del discípulo aventajado de Emerson, padre del trascendentalismo), insistencia en la experiencia propia como primer tema para la escritura y en la búsqueda de un estilo caracterizado por una complicada conjunción de lo cuidado y lo natural. Pero por encima de todo encontramos a un gran escritor, comprometido con su labor y consciente de las responsabilidades que ésta conlleva, y que era capaz de hacer gran literatura incluso cuando escribía sobre la propia escritura y nadie más que él iba a disfrutar de ella. Afortunadamente, esto último no se ha cumplido.

En la literatura sólo nos atrae lo salvaje. La torpeza es otro nombre para la docilidad. Es el pensamiento indómito, incivilizado, libre y salvaje en Hamlet, en la Ilíada y en todas las escrituras y mitologías lo que nos deleita, lo no aprendido en las escuelas ni refinado y pulido por el arte. Un libro bueno de verdad es algo tal salvajemente natural y primitivo, misterioso y maravilloso, ambrosíaco y fértil como un hongo o un liquen. Supongamos que la rata almizclera o el castor se dedicaran a la literatura: ofrecerían nuevas perspectivas de la naturaleza. La falta de nuestros libros y de nuestras acciones es que son demasiado humanas. Quiero algo que hable en cierto modo de la condición de las ratas almizcleras y de las mofetas tanto como de la de los hombres, lejos de la cháchara complaciente y condescendiente de los filántropos.



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