viernes, 28 de julio de 2017

El mar de Conrad, Josep Pla por calledelorco


Entre la elocuencia de los literatos (que hablan de lo que no conocen) y el silencio de los marinos (que saben pero no hablan) hay afortunadamente unos cuantos marinos que decidieron escribir, como por ejemplo Conrad.
Simon Leys
El mar no se puede amar. Se teme, simplemente. Lo que Conrad amó del mar fue la lucha de los hombres contra su desaforada y terrible dureza. Conrad amó a estos hombres brumosos y cínicos, criminales o ángeles, vagabundos o ambiciosos, que luchan en el mar. Este material lo manipuló con una sola preocupación de verdad y de vida. Le puso por encima un cierto halo fin du siècle, una especie de realismo místico. Esa suerte de aura de misterio que Mallarmé, el gran pontífice, irradió en el terreno de la poesía pura. No llegó Conrad a la profundidad de Dostoievski pero construyó con una técnica mejor dominada –a veces dominada excesivamente. Conrad fue un eslavo europeizado, una mezcla de instinto y de forma, una fusión extraña de Dostoievski y de Flaubert.
El género de novela que Conrad cultivó es enormemente peligroso. La novela de aventuras es, generalmente, una argucia pueril e insignificante, basada en el interés que producen los melodramas sobre un fondo de exotismo y de alejamiento. Los franceses han abordado sin éxito la novela de aventuras. Aquí ni tan sólo se ha tocado el género. El único novelista de aventuras, en Francia, es aún el bueno de Julio Verne. Los franceses no han escrito novelas de aventuras porque las aventuras no les interesan, no sienten por ellas ni ambición ni curiosidad. Tenían un inmenso imperio colonial y no han pasado del harén o de los hermafroditas de Balidah. No sienten ni amor ni curiosidad más que por la vida posada y sedentaria. Aprecian la aventura gramatical y más o menos la sentimental –con ironía– , pero la aventura vital no les dice nada. Aquí aún menos. Cuando el escritor no es un retórico de cartón, cae en el realismo feroz de la novela picaresca. El lirismo, la vaguedad y la flotación en la vida –un corcho sobre las olas–, es absolutamente desconocido. Los ingleses son otra clase de gente. En primer lugar, en Inglaterra existe una tradición de estas cosas, existe una mentalidad cosmopolita –el único país que la posee– y, sobre todo, todas las ventanas miran al mar, al horizonte y al Imperio. Inglaterra ha tenido al mayor escritor de aventuras conocido, que es Stevenson. Conrad es un Stevenson más literario, de cualidades más misteriosas, no tan “aventurista”, es más profundo. Conrad ha sabido, por ejemplo, extraer toda la sensación de un paisaje, toda su sugestión. Nadie como él ha transmitido la angustia que producen determinados parajes de la Tierra, incluso de ciertos parajes totalmente conocidos. Y lo de la putrefacción de la voluntad de los trópicos, el deshuesado por la fiebre tropical, ¿quién lo ha descrito con más perspicacia? La lejanía colonial, la tenacidad colonial, callada y muda, por otro lado, ha sido contada por Conrad con léxico de poeta. Es siempre lo mismo: la mezcla de lo angélico y lo diabólico. […] A veces descubre toda la trama de la vida en un breve e insignificante diálogo, en una frase suelta, en una exclamación irreprimible. Ni que decir tiene que todos los personajes de Conrad son antihéroes, en el sentido que no tienen nada que ver con los diplomas oficiales del heroísmo. Los más insignificantes tienen un hormigueo de vida.
Pero hay algo, a mi entender, que demuestra la inmensa superioridad de Conrad sobre casi todos los novelistas de aventuras de la época; me refiero a su manera de describir el mar. Para un escritor, el mar es algo inasible. Está el mar de Chateaubriand y el de Hugo, el mar en tono mayor, el mar elocuente que parece haber sido creado expresamente para las almas gigantescas, para la sublimidad meramente verbal de ciertos contertulios. También está el mar de los malos poetas, cuyo número es incontable porque es infinito. ¡Oh, el mar! Pero después está el mar auténtico, que se sitúa de forma equidistante entre el ridículo de la sublimidad y la sublimidad del ridículo, el mar sin lirismos de academia y sin balbuceos femeninos, el mar de los misterios desorbitados y eternos y de las durezas y dulzuras divinas. El mar corriente de los marineros que está aquí y que hay que vencer por fuerza. Es el mar de Conrad. El trasfondo de una lucha humana. Un mar que no se puede adonizar, ni convertir en soneto ni menos aún en una peroración adversa: un mar que se ha de navegar con astucia y prudencia. Conrad está tan compenetrado con el mar que en su obra produce a veces horror y otras veces nostalgia: nunca extrañeza.
Josep Pla
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De todos modos, siempre que Stevenson evoca el mar en sus escritos lo hace con un convincente vigor expresivo. ¿No será porque su experiencia personal le había liberado precisamente de las ilusiones y estereotipos que deterioran o adulteran con demasiada frecuencia las imágenes del mar que nos ofrecen incluso algunos de los escritores más grandes? Pensemos, por ejemplo, en Baudelaire. Su aventura marítima juvenil fue menos seria de lo que se supone a menudo; más tarde extrajo del mar algunas metáforas majestuosas, pero hizo también afirmaciones altisonantes, cuya vaciedad hace reír a los verdaderos hombres de mar. Sobre su famoso y grandilocuente "Homme libre, toujours tu chériras la mer!" se siente uno tentado a verter agua fría.
Simon Leys
Prólogo a "El mar en la literatura francesa"
Foto: Barco Otago, capitaneado por Joseph Conrad en 1888 
y los primeros tres meses de 1889.