sábado, 4 de noviembre de 2017

Siempre me he refugiado en mi Montaigne, Thomas Bernhard








por calledelorco
Ya puedo decir lo que quiera, que me acusarán de decir verdades o de decir mentiras, y a menudo no les resulta claro si me están acusando de decir verdades o de decir mentiras, lo mismo que a mí, con mucha frecuencia, no me resulta claro si los acuso de decir mentiras o de decir verdades, porque en mi mecanismo de acusación, que se ha convertido ya en enfermedad acusatoria, no puedo distinguir ya mentiras y verdades en lo que a mí respecta. Si antes tenía un miedo mortal a coger un terrón de azúcar del azucarero del comedor, hoy tengo un miedo mortal a coger un libro de la biblioteca, y el mayor de los miedos mortales si se trata de uno filosófico, como ayer tarde. Siempre me ha gustado Montaigne más que ningún otro. Siempre me he refugiado en mi Montaigne cuando sentía un miedo mortal. Me he dejado dirigir y llevar, incluso conducir y seducir por Montaigne. Montaigne ha sido siempre mi salvador y libertador. Si en definitiva he desconfiado de todos los demás, de mi familia filosófica grande e infinita, que sólo puedo calificar de mi familia filosófica francesa grande e infinita, en la que siempre ha habido sólo algunos sobrinos y sobrinas alemanes e italianos, aunque todos, tengo que decir, muy tempranamente fallecidos, siempre he estado en buenas manos con Montaigne.
Nunca he tenido un padre y nunca una madre, pero he tenido siempre a mi Montaigne. Mis progenitores, los que nunca llamaré padre y madre, me rechazaron desde el primer momento, y saqué ya muy pronto consecuencias de ese rechazo, y corrí derecho a los brazos de mi Montaigne, ésa es la verdad. Montaigne, he pensado siempre, tiene una familia filosófica grande e infinita, pero nunca he querido a los miembros de esa familia filosófica más que a su jefe, mi Montaigne.
Thomas Bernhard
Montaigne, un relato