miércoles, 6 de diciembre de 2017

SOLEDAD - ( Pio Baroja )

   








Yo he pasado en la vejez ,en el extranjero, muchas horas solo, no teniendo más entretenimiento que mirar por la ventana a la calle o a las nubes, a una carretera o a un descampado. Cuando el espectáculo es hermoso, el mar, la selva o el monte, produce satisfacción el contemplarlo; cuando es feo y desagradable, se puede inventar una pequeña fábula sobre algo y hacer un esfuerzo para creer en ella como en un mito.
Mi madre, la pobre, cuando ya tenía muchos años y vivíamos en Madrid, en la calle de Mendizábal, y yo llegaba un día a casa al anochecer una hora después que de costumbre, solía decirme: «He estado sola toda la tarde.»
Yo, que tengo ahora tantos años como tenía mi madre en esa época, he estado solo durante mucho tiempo, por la mañana, por la tarde y por la noche. Al fin me he habituado y la soledad ya no me pesa y muchas veces me encanta, siempre que no perturbe, como cuando va unida al insomnio o al lumbago. Creo que la imaginación, en general, no presenta en su linterna mágica nada que tenga mucho encanto, pero, en ocasiones, se excede y saca su canastilla de flores de color cambiante y perfumes que enloquecen y que trastornan. La imaginación para nosotros es como esa tan traída y llevada caja de Pandora de la mitología griega que permite en el presente todos los fracasos y los tropiezos y deja después la esperanza en el futuro.
Pasan por la pantalla gris del hombre desafortunado y melancólico los recuerdos sin ilación, las imágenes puramente sensuales de la» tierra y del mar, las impresiones de una noche magnífica en el Mediodía o en el Norte, con luna o con estrellas, el monte nevado o el salón de una mujer elegante y fría.
Ya, para mí, todo ello es pura nostalgia que empieza y acaba en ella misma y que no arrastra ni ambición ni ilusión, ni pretende realidades autén­ticas. A veces, uno se forja una novela a su gusto de amores o de intrigas, suponiendo que lo que se inició con energía y después pasó como una nube llevada por el viento sin dejar huella ninguna, tuvo su desarrollo, su desenlace, su devenir en el tiempo. Y, después de todo, ¿qué importa? Miles de proyec­tos hueros y malos, de intrigas y de maquinaciones que no tienen fin ni apariencia siquiera de desarrollo, que se disuelven en el aire y no dejan atrás más que una nube ligera de melancolía, como la semilla que cae en tierra polvorienta o como el pez que queda encerrado en el hoyo seco de la arena de la playa.
El mundo sería como una selva impenetrable si todas las semillas que la naturaleza ha dejado en la tierra y en el viento, y el hombre en el espíritu, hubieran germinado y crecido. Para el equilibrio actual mucho tiene, nece­sariamente, que morir y fallar en la vida.
La obra de creación y de destrucción en el cosmos puede que tenga algún objeto, puede que no tenga ninguno.
En esta cuestión, el optimismo o el pesimismo previo es el que rige las opiniones. El optimista encontrará argumentos para legitimar la existencia del terremoto, de la víbora y del alacrán, y se sentirá alegre. El pesimista hallará intenciones malévolas en el sol, en la nube, en el cordero y en la paloma.
Casi todos los credos llevan a discusiones amaneradas en las cuales se manejan argumentos siempre los mismos y siempre sin valor.
Yo no tengo mucha capacidad de optimismo. Cualquier dolor pequeño me aploma y me perturba. He luchado como he podido con esa tendencia deprimente y melancólica, y a veces la he dominado, no por razonamiento, sino por las imposiciones de la voluntad. Generalmente, la lógica no sirve en esos casos para nada. Vale más un día de sol o un día de lluvia o una risa argentina de una mujer joven.
La gente es seca, egoísta y dura. Todos lo somos. La mayoría disimula la sequedad y la dureza con las frases amables y protocolares. Mientras no hay intereses generales y fuertes, esta moneda de flores circula como moneda de oro o de plata, pero cuando el interés es profundo ya no pasa nada, ni la plata falsa ni el billete falso, y todo se analiza y se mide al milímetro.
En la soledad se aguza el análisis, y lo que puede pasar como amable y simpático en la conversación y en el diálogo se ve descarnado y duro, con las intenciones torvas, cuando los hechos y las gentes se contemplan con la mirada fría de la indiferencia.
Don Pío asomado al balcón de su casa de Itzea.