martes, 25 de diciembre de 2018

Los haikus de Matsuo Basho o la eternidad en el instante


basho's frog.JPGLa asimilación que hace el Occidente capitalista de la cultura oriental resulta siempre esperpéntica. Igual que el manga y la comida japonesa, el haiku se ha puesto de moda y la banalidad reinante nos abruma haciéndonos creer que su característica definitoria es la brevedad, probablemente porque, en la ignorancia de su propia tradición, el gran público desconoce también las formas poéticas cortas como el epigrama, e incluso el éxito que tuvieron en su momento. De igual modo que sucede con los microrrelatos, en este mundo donde el número de escritores amenaza con superar pronto al de lectores, muchos creen ser capaces de imitar el estilo de la poesía japonesa y proliferan los talleres que se dedican a enseñar la técnica de su escritura, pero lo único que sale de ellos son productos en serie prestos a ser absorbidos por el mercado de la vaciedad o la autoayuda. Esto no es problemático para el sentido instaurado por los haikus. En verdad, ninguna otra forma poética puede competir con ellos, porque precisamente su mensaje enseña que no hay que dejarse engañar por las apariencias. Nada es definitivo, ni siquiera ellos mismos. Todo es pura ficción.
Los haikus nacieron en el siglo XVII de la mano de Matsuo Basho, considerado hoy el más grande poeta japonés. Según declaró a sus discípulos, su objetivo nunca fue seguir el camino de los antiguos, aunque sí buscó lo mismo que ellos, es decir que continuó, pero también modificó, la tradición clásica. Hijo de un samurái, cuyo anhelo era que su vástago hiciese carrera en el ejército, Basho se alistó trabajando probablemente en las cocinas, para terminar de paje al servicio de Yoshitada, heredero de una rica familia, sólo dos años mayor que él. En ese ambiente feudal, donde la poesía constituía un pasatiempo de corte, una diversión elegante, ambos se hicieron bardos e incluso estudiaron con Kitamura Kigin, poeta y crítico de la escuela de Teitoku. El ejercicio lírico se había convertido a la sazón en un juego de sociedad, en el que intervenían varios individuos haciendo una creación colectiva y secuencial, de modo parecido a lo que mucho más tarde los surrealistas llamaron el método del “cadáver exquisito”: alguien iniciaba la composición y, por turno, los demás la continuaban de una manera intuitiva, casi automática. Sólo que los japoneses no creían que el resultado poético careciese de sentido y respondiera a asociaciones inconscientes y, por tanto, meramente subjetivas. Más bien pensaban que el artista se dejaba guiar por la cosa misma, por el asunto del que estaban tratando, de modo que su poesía pretendía ser objetiva. Mucho más, cuanto que los autores podían quedar en el anonimato, absorbidos por el grupo. En el fondo, igual que había ocurrido en la Grecia arcaica, por debajo de estas consideraciones latía la idea de que el aedo realizaba una actividad ritual. A estos poemas colectivos se los llamó “haikai no renga“. Se componían de un número determinado de versos, con una métrica férrea y un cierto toque de humor, que a veces producía resultados tan delicados, frescos e imprevistos como éste:
El aguacero invernal
incapaz de esconder a la luna
la deja escaparse de su puño. (Tokuko)
 
Mientras camino sobre el hielo
piso relámpagos: la luz de mi linterna. (Jugo)
 
Al alba los cazadores
atan a sus flechas
blancas hojas de helechos. (Yasui)
 
Abriendo de par en par
la puerta norte del Palacio: ¡la Primavera! (Basho)
 
Entre los rastrillos
y el estiércol de los caballos
humea, cálido, el aire. (Kakei)
Matsuo-Basho-montando-un-caballo-dibujo-de-Sugiyama-Sanpu-.jpg
De la cadena de estos poemas comunitarios, Basho independizó la primera estrofa (hokku) y así surgió el haiku, constituido por tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente. Este mero cambio estructural fue acompañado también de una importante transformación en el contenido. La nueva forma poética ya no manifestaba sin más lo cotidiano o intrascendente. Es cierto que mantenía la alusión a cosas simples y, sobre todo, una constante referencia a la naturaleza, fundada en la simpatía con todo lo que existe, pero se había refinado, sufriendo una espiritualización, semejante a la operada por el propio poeta, quien abandonó las tareas mundanas para consagrarse al budismo zen, a la vida ascética y la pobreza material. Por ser una construcción de gran sencillez y concentración verbal, el haiku dejaba espacio a la contemplación extática. Se había vuelto poesía mística, un vehículo para meditar a la espera de la iluminación:
En la rama seca
un cuervo aguarda
otoño un amanecer.
Y cuando el alba se elevó tras su horizonte, a partir de aquel momento de profunda inspiración divina, Basho desplegó una sorprendente capacidad creadora, plasmada a través de seiscientos cincuenta haikus escritos en ocho años –mejor dicho, trazados con pincel en ideogramas japoneses–, junto a dibujos alusivos y otros textos en prosa, que a veces rodeaban a los pequeños poemas, como ocurre en sus diarios de viaje, por ejemplo, en Sendas de Oku. El esquema del verso triple le permitió expresar en toda su flexibilidad el principio que define al budismo zen, “su prédica de la conquista de la serenidad por medio de los contrarios“. Mientras la mística occidental plantea la unión con un dios personal, creador de una naturaleza caída, identificado con el absoluto bien y, como consecuencia, exige una purificación previa basada en el desprecio de lo material y la lucha activa frente al mal, es decir, una expurgación fundada en el combate contra las tentaciones y la mortificación de la carne, el zen, en cambio, reconoce la plena presencia de lo divino en el mundo, tanto en lo positivo como en lo negativo, de modo que no necesita lidiar contra lo diabólico, sino sólo buscar con humildad el desapego a lo material y la armonía de lo que parece opuesto. La meditación es el centro de toda la práctica de esta versión del budismo, que coloca el estudio de los textos sagrados en un lugar secundario y predica la iluminación repentina. Así, la enseñanza de los maestros consiste en enfrentar al discípulo a la paradoja, la aporía y el absurdo, por ejemplo, a través de los koans (breves frases carentes de sentido), que sirven para minar la lógica corriente y ayudarle a elevarse a un plano superior desde el cual adjudicar un nuevo significado a esa aparente contradicción. El más conocido de los haikus de Basho muestra con grandiosa maestría el proceso que realiza esta síntesis de los contrarios. Lo presentamos en una traducción muy libre de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya, que procura recoger el valor simbólico del lenguaje. De hecho, la última palabra en japonés es una onomatopeya que imita el goteo o el sonido del agua cuando un objeto cae en ella, algo así como un “plop”:
Un viejo estanque:
salta una rana ¡zas!
chapaleteo.
Basho.jpgEn el primer verso se localiza el escenario en el que ha de desarrollarse la acción del poema. Se trata de un remanso de agua sin corrientes, un espacio inmóvil, de pleno sosiego, donde el tiempo finge haberse detenido como si fuera una imagen de lo eterno. De pronto, en el segundo verso irrumpe un personaje inesperado, una rana. Y con la súbita aparición, se disturba el reposo de la primera escena, se interrumpe la calma con ese nuevo elemento que simula ser aleatorio y se revelará como necesario, ya en el tercer verso, cuando el batracio regrese al ecosistema del que ha salido sólo por un momento. Ahora la rana se zambulle en el estanque y vuelve a incorporarse a su universo, mientras las ondas provocadas por la inmersión se disuelven en el agua y el movimiento se deshace en la quietud primera. Tras la sencillez ingenua de las imágenes se agazapa la conciencia de una vida frágil y precaria, que sólo puede subsistir, no en oposición, sino integrada en la totalidad imperecedera. Dicho de otro modo, el tiempo es una falacia, porque lo eterno reside en cada instante. El pasado ya se fue y el futuro aún no es, sólo el presente del aquí y el ahora permanece, sustrayéndose de sí a cada paso, desvaneciéndose como una pura ilusión. De este modo, el verso final expresa la síntesis de los contrarios en un proceso dialéctico de subsunción, pero –lo que es mucho más decisivo– detiene la belleza imperfecta del instante mostrando que en esa originalidad irrepetible reside la perfección. Mientras la mística cristiana corresponde a un alma prendada de Dios, en la del budismo zen –por decirlo con palabras de William Blake– es como si lo eterno se hubiese enamorado de las creaciones del tiempo.
El descubrimiento de la eternidad en el instante eleva lo sensible, lo dota de un halo divino y hace de su presencia algo siempre extraordinario. Esto permite su transfiguración estética a través de distintos recursos, como la celebración y la sorpresa ante lo singular e inimitable, el descenso hasta la nimiedad del detalle o el uso de metáforas inusitadas:
A caballo en el campo,            Primera nieve:                       A una amapola
y de pronto, detente:                las hojas del narciso            deja sus alas una mariposa
¡el ruiseñor!                               casi curvadas.                       como recuerdo.
Y en este último caso, no debe haber equívoco: la asociación emerge de las cosas mismas y no de la visión del contemplador, ya que éste desaparece al fundirse con ellas. Toda metáfora reposa en la honda conexión que los objetos del universo mantienen entre sí por ser cada uno de ellos el reflejo de lo absoluto:
Se va la primavera,                            Este camino                            Hoy el rocío
quejas de pájaros, lágrimas              nadie ya lo recorre,               borrará lo escrito
en los ojos de los peces.                     salvo el crepúsculo.               en mi sombrero.
Semejante vínculo hace también que en esta poesía prosperen las sinestesias y metonimias, que el silencio sea cristalino, el sonido horade la roca, los gritos se vistan de blanco o la luz y el sonido, pese a no compartir la misma naturaleza, se dejen absorber por lo oscuro:
Tregua de vidrio                    El mar ya oscuro                    Un relámpago
el son de la cigarra                los gritos de los patos            y el grito de la garza,
taladra las rocas.                    apenas blancos.                      hondo en lo oscuro.
Cuando el ego consigue sortear el reclamo de sus deseos y pensamientos, en la fugacidad del instante y por fusión con lo contemplado, se produce el Nirvana, porque sólo en el presente puede encontrarse la puerta hacia la infinitud:
Narciso y biombo:                              Luna montañesa,
uno al otro ilumina,                            también alumbras
blanco en lo blanco.                            al ladrón de flores.
Y en esa iluminación, al rasgarse lo finito y dejar traslucir lo eterno, se disipan las fronteras que desde dentro tabicaban la visión del mundo, se difumina la dualidad y ya no queda contraste alguno sino la más completa transparencia. Sobran las palabras. Como enseñó el Taoísmo, impera el vacío, la pura nada, el silencio que rehúsa ser nombrado. Así, puede decir el poeta que “la negación conduce al conocimiento”, libera del ayer, de los apegos y el pensar, en suma, de los espejismos que lastran nuestra permanente fluencia. En ese sentido, vivir es deambular por un trayecto en el que debemos disfrutar cada uno de los paisajes, situaciones y compañeros que nos aparezcan, conscientes de que habremos de abandonar todas las posiciones alcanzadas. De hecho, Basho pasó la última década de su vida viajando a pie, en condiciones precarias y arrostrando los peligros por los caminos de aquel Japón, entonces tan inseguro. Como laico consagrado, “un murciélago, mezcla de ratón y cuervo”, componiendo poesía, mirando y admirando, sin perder nunca el humor:
Piojos, pulgas                                                 Carranca acerba:
y un caballo que orina                                  su gaznate hidrópico
junto a mi almohada.                                    la rata engaña.
Hasta comienzos del siglo XX, no se dejó sentir en Occidente el influjo de esta enigmática poesía mística. Se abrió paso gracias a los imagistas angloamericanos, como Thomas E. Hulme y Ezra Pound, a los surrealistas franceses, como Apollinaire o Paul Éluard, y al conservador Paul Claudel. Poco después, el poeta mexicano José Juan Tablada introdujo el haiku en lengua española, al que llamó “poema sintético” y extendió su influencia de manera casi inmediata a la poesía latinoamericana. Entre los escritores más conocidos que cultivaron el haiku se encuentran Jorge Carrera Andrade, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Álvaro Yunque, Mario Benedetti y Octavio Paz. Con cierto retraso, llegó a España, a través de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Federico García Lorca y Luis Cernuda.

lunes, 24 de diciembre de 2018

“Roma” o lo bonito de ser pobre. Autor: rodrigo2212






Para Benjamin, toda buena obra de arte estaba compuesta de dos elementos esenciales e inseparables: por un lado, la técnica, es decir, cómo un escritor estructura los tiempos narrativos, cómo un cineasta diseña los encuadres o cómo un pintor logra trabajar la perspectiva. Y por el otro, la buena intención política. El anterior concepto es un poco más complicado de ejemplificar. Benjamin dedicó cientos de cuartillas de su obra para tratar de explicar lo que “la buena intención política” significaba, pero tomando en cuenta el contexto en el que Walter vivió y su condición como filósofo marxista, se puede concluir que para él una obra artística con intenciones fascistas o reaccionarias no podía, de ninguna manera, ser una buena obra de arte, ni siquiera si esta había sido realizada con una técnica perfecta.
¿Y qué tiene que ver lo que un filósofo judío dijo hace casi 100 años con Roma, de Alfonso Cuarón? Bueno, mucho. Por lo menos para mí. Benjamin en la obra ya citada nos habla de un sujeto que puede resultar igual de peligroso que un fascista o un reaccionario: el artista pequeño burgués de izquierda. Estos sujetos —prueba absoluta  de la decadencia europea, según Walter— se dedican a hacer todo tipo de obras en distintos formatos con la intención de denunciar situaciones de desigualdad o de pobreza pero, debido a su falta total de compromiso y a su frivolidad, en vez de denunciar la desigualdad y la explotación, terminan por hacer de ella algo sublime. En palabras de Benjamin: “han logrado hacer incluso de la miseria un objeto de disfrute”, y esto lejos de denunciar algo, lo normaliza.
Luego entonces llegamos a Roma, una película que ha ganado ya varios premios en los festivales de cine más importantes del mundo y de la que todos los días nuevos periódicos o revistas escriben sobre lo buena e increíble que es. “Es una obra maestra”, repiten los medios y los críticos.
Pero para mí, Roma no puede ser una obra maestra. Por más perfecta que pueda llegar a ser su fotografía y el manejo de la cámara o  por más buenas que hayan sido sus actuaciones. Porque, Roma no tiene una buena intención política. Su objetivo de denunciar y de concientizar se cae a pedazos cuando nos damos cuenta de que Cuarón, en realidad no deja a hablar a Cleo, la protagonista. Nunca sabemos de dónde es, o qué sueños tiene. Nunca sabemos qué piensa. Se le ve como a un fantasma, como a un ser que camina por una realidad que le es hostil en todos los sentidos y a la que ni ella ni nadie cuestiona.
Cuarón realiza tomas preciosas como la de Cleo trapeando, justo al inicio de la película; la del esposo estacionando el automóvil; las diferentes escenas en las que, a través del manejo magistral de la cámara, el director nos deja conocer la casa o las tomas en la playa al final, donde la familia se abraza y bla bla bla… Pero por más preciosas que algunas escenas sean, muy pocas aportan algo de valor crítico al personaje central de Cleo, un personaje de cartón y no porque estuviera mal pensado, sino porque el director, Alfonso Cuarón, prefirió mostrarnos repetidas escenas de los niñitos jugando, o del cenicero del carro del esposo o  de las fiestas a las que la patrona iba en vez de crear una obra intimista que realmente se tratara de una empleada doméstica. De sus conflictos, de sus deseos, de sus preocupaciones, y donde el personaje de Cleo no fuera solo un instrumento o un telón de fondo para que el director nos enseñara su aburridísima infancia.
Y es quizá esto lo que más me incomoda: el hecho de que a pesar de todo, a pesar de los conflictos políticos a los que la película hace referencia o a pesar de los problemas a los que la protagonista se enfrenta, se hable de que esta película es un retrato de la clase media del México de los 70s —o traducido: un retrato de la infancia privilegiada de Cuarón— . Quizá a esto se refería Benjamín al decir que los artistas burgueses deizquierda eran tan egoístas, tan ilusos y estaban encerrados en su propia burbuja que solo podían producir obras de arte decadentes.
Por eso cada vez que escucho o leo a alguien diciendo que Roma es una obra maestra, lo entiendo, entiendo perfectamente que esta película le haya encantado a tanta gente.  Y cómo no iba a hacerlo, es una oda a los lugares comunes, a la clase media y al status quo. Y aunque, quiero creer que sí sirvió para que algunas personas vieran a sus empleadas con otros ojos, la obra en sí no invita a ello, al contrario, invita a reforzar la idea de que no está mal explotarlas, gritarles u obligarlas a ir de vacaciones después de un aborto —como en la película— porque de todos modos las quieres como a alguien de la familia y a veces eres bueno con ellas.
Roma es mejor que el 99% de las películas que han salido este año, si fuera mala no daría para que la gente escribiera y dijera tanto —para bien o para mal— sobre ella, pero siempre es bueno cuestionarse lo que tantísimas personas consideran como a “una obra maestra de la cinematografía contemporánea”.



domingo, 16 de diciembre de 2018

Quelle lectrice êtes-vous Delphine De Vigan ?






« L’écriture que j’avais chassée par la porte est revenue par la fenêtre »

Son roman, « D’après une histoire vraie » (il remporta le prix Renaudot et le Goncourt des lycéens en 2015), vit une double actualité: sa parution en Livre de poche et son adaptation au cinéma par Roman Polanski, avec Emmanuelle Seigner et Eva Green dans les rôles de deux femmes à l’amitié sulfureuse. Une histoire troublante et palpitante, conçue comme un thriller et qui vient juste après « Rien ne s’oppose à la nuit», un énorme succès critique et public lui aussi. Ceux qui ont dévoré ce texte inspiré de son enfance, peuvent aisément imaginer à quel point la lecture représenta un refuge pour Delphine de Vigan. Et aujourd’hui encore, elle reste  une lectrice passionnée et éclectique…
Vous souvenez-vous de vos premières lectures ? 
Mes tout premiers souvenirs remontent à la collection du Père Castor, avec « Michka le petit ours » et «La vache orange », un must! Et un autre livre, « Zizou artichaut oiseau » que j’ai toujours… Plus tard, lorsque j’avais une dizaine d’années, je me suis plongée dans des bandes dessinées. J’avais hérité d’une collection de Lucky Luke (que je trouvais beau, ténébreux, solitaire!), de Gaston Lagaffe, d’Astérix et Obélix. Et des aventures de Philemon, des albums de pure poésie. Je les ai lus et relus, et comme nous n’avions pas la télévision, cela a développé chez ma sœur et moi la lecture et le travail manuel…  A l’époque, je dévorais aussi sans pouvoir m’arrêter toutes les aventures des « Sœurs Parker » en bibliothèque verte.
Y avait-il des livres chez vous ?
Ma mère était une grande lectrice, elle aimait beaucoup la poésie et la littérature contemporaine. Elle m’a fait découvrir de nombreux auteurs. La lecture présentait clairement une dimension d’évasion pour moi. Plus tard, j’ai passé mes vacances en compagnie d’Agatha Christie et de Hercule Poirot. C’était un monde à part, un monde à moi dans lequel je me retirais.
Avez-vous toujours aimé lire ? N’y a-t-il pas eu d’interruption à l’adolescence par exemple?
A partir du moment où j’ai commencé à lire, je ne me suis plus jamais arrêtée, avec des périodes plus frénétiques que d’autres cependant. « Le dernier des Mohicans, » de James Fenimore Cooper reste par exemple un grand souvenir pour moi. C’est la première fois que je me suis rendue compte qu’on pouvait s’attacher à un être de fiction. Je savais qu’il n’existait pas, mais je m’étais prise de passion pour un des personnages. C’est aussi la première fois que j’ai pleuré en refermant un livre. Je me revois éclater en sanglots dans le compartiment du train. A partir de la 3e, l’école a joué un rôle important dans mes choix.
Que vous a-t-elle fait découvrir par exemple ?
« Une vie » de Maupassant, « Mme Bovary » de Flaubert. Le virus était attrapé. J’éprouvais quelque chose de l’ordre de l’empathie, de la compassion. Une vie contenue dans un roman, je trouvais ça formidable. J’ai beaucoup aimé aussi les Russes. J’habitais chez mon père, en Normandie, et on allait au CDI choisir des livres. Je revois précisément les traits du documentaliste, et je pense que c’était lui qui m’avait aiguillée. J’ai lu tous les romans de Dostoievsky que possédait le CDI, Gogol… Je garde le souvenir adolescent de lectures tourmentées.
Vous n’avez jamais lu des auteurs comme Daphné du Maurier, Margaret Mitchell etc ?
Non, jamais. Mais Camus a été une de mes grandes passions d’adolescence. Je suis restée longtemps cantonnée à la littérature classique, mais à 16 ou 17 ans j’ai découvert Italo Calvino en regardant une émission de télévision avec ma mère. J’ai commencé, je crois, par « Si par une nuit d’hiver un voyageur ».
Vous souvenez-vous d’autres gros chocs ?
Alors que j’étais en hypokhagne, j’ai reçu « Le roi des aulnes » de Michel Tournier. Plus qu’un monde, j’ai été émerveillée par cette langue incroyable, cet univers fantastique. Il m’a ouvert le chemin vers la littérature contemporaine. Pour la première fois j’éprouvais une émotion à la fois esthétique et formelle pour un écrivain vivant. Dans un autre genre, j’ai adoré « Dalva » de Jim Harrison. Je me suis mise à lire beaucoup de littérature étrangère, Robert Musil, Peter Handke…
Vous souvenez-vous d’un livre qui vous a donné envie d’écrire ?
Je tenais mon journal, mais je n’établissais aucun lien entre ce que je lisais et que j’écrivais. Ce journal servait à mieux me connaître moi-même, à me construire, à faire face à ce qui se passait autour de moi. Il n’était lu que par moi. Je l’ai arrêté lorsque j’avais une trentaine d’années, car je travaillais, j’avais deux bébés et le temps me manquait pour m’en occuper. Quelques mois après, l’écriture que j’avais chassée par la porte est revenue par la fenêtre. J’ai commencé un roman, avec le projet très clair de l’envoyer par la poste à des éditeurs. J’ai reçu des réponses négatives, mais des encouragements circonstanciés de plusieurs directeurs littéraires qui m’ont donné le courage et l’envie de poursuivre. Lorsque j’ai terminé « Jours sans faim », j’ai envoyé mon manuscrit chez Grasset, à Yves Berger qui était l’un des éditeurs à m’avoir soutenue.
Que cherchez-vous dans la lecture ?
Je suis une lectrice assez hétéroclite, je peux aimer des choses très différentes. Aujourd’hui, je me situe davantage dans une recherche formelle et esthétique. Et même si l’intrigue est bien ficelée, je peux difficilement me contenter d’une langue pauvre.
Quel genre de livres aimez-vous aujourd’hui ?
A part Stephen King, que je considère comme un écrivain majeur, je lis peu de policiers. Et depuis que j’écris, j’apprécie la littérature française contemporaine. J’ai des affinités avec des personnes comme Marie-Hélène Lafon, dont j’attends chaque livre. Je suis également Virginie Despentes, Véronique Ovaldé, Maylis de Kerangal, Olivier Adam, Nathacha Appanah, Nathalie Kuperman et beaucoup d’autres auteurs de grand talent.
Y a-t-il des écrivains qui vous ont influencée ?
Probablement plein, mais de manière inconsciente. J’aime énormément Laura Kasischke, que j’ai découvert avec « Un oiseau dans le blizzard ». Elle représente pour moi l’idole absolue. J’aime aussi beaucoup James Salter. Et j’ai découvert récemment un livre incroyable, « Il faut qu’on parle de Kevin » de Lionel Shriver. C’est terrible mais qu’est-ce que c’est bien! Il y a encore Richard Powers que je lis avec un œil professionnel, car j’aimerais tellement savoir faire ça. J’admire son souffle romanesque doublé d’un contenu scientifique extrêmement solide. Je rêve depuis longtemps d’un livre très ambitieux, un projet que je remets à plus tard, car je ne suis pas certaine d’être techniquement suffisamment armée pour me lancer. Et pour nourrir ce rêve, je lis de temps en temps un Richard Powers !
Lisez-vous lorsque vous écrivez ?
J’ai toujours peur des interférences, alors j’évite des auteurs comme Annie Ernaux, Emmanuel Carrère qui, sous une apparente simplicité, accomplissent une œuvre complexe, intelligente, profonde. Je vais les mettre à distance pour essayer de préserver ma toute petite voix, de continuer à la travailler. Dans ces périodes, je lis plutôt de la littérature traduite, des textes pour lesquels peut-être la forme est moins importante, ou dont l’écriture semble très éloignée de la mienne.
COMMENT LISEZ-VOUS ?
Marque-pages ou pages cornées ?
Marque-pages pour noter où j’en suis, et pages cornées pour retenir les passages que j’aime. Et en plus, je souligne! Je trouve amusant qu’un livre porte l’empreinte de ma lecture. Quand je le rouvrirai, je retrouverai l’émotion que j’avais éprouvée.
Debout, assise ou couchée ?
-Essentiellement assise, car couchée je m’endors.
Jamais sans mon livre ?
Si je voyage…
Un ou plusieurs à la fois ?
Un seul, je suis incapable d’en lire plusieurs à la fois.
Combien de pages avant d’abandonner ?
Il est très rare que j’abandonne, je suis coriace. Je choisis mes lectures en me basant sur le bouche à oreille, les conseils du librairie, les articles de journaliste auxquels je peux me fier. Donc je me trompe rarement dans mes choix…
CINQ INCONTOURNABLES
« Ce que savait Maisie » de Henry James
« Un bonheur parfait » James Salter
« Rêve de garçons » ou « À moi pour toujours » de Laura Kasischke
« De chair et de sang » de Michael Cunningham 
« Les années » de Annie Ernaux





jueves, 13 de diciembre de 2018

EL DESEO DE SABER



foto de Nápoles  @vila-matas
foto de Nápoles
@vila-matas
Desde muy joven sentí admiración por Valery Larbaud, un escritor al que yo llamo “el cosmopolita del espíritu”. Quizás esté ahora descubriéndote a este escritor medio olvidado, Larbaud, un hombre que nació en Vichy en 1881 y creó un personaje, un excéntrico millonario llamado Barnabooth, que no era exactamente un personaje suyo, sino un heterónimo. Concretamente, fue el primer heterónimo de la literatura moderna; se anticipó seis años al primer heterónimo de Pessoa. Es más, el poeta portugués, a través de su amigo Sa Carneiro, que vivía en París, pudo tener noticia de Barnabooth y haber esto influido en la creación de sus celebrados heterónimos.
Barnabooth, como Larbaud, pertenecía a esa especie de hombres para quienes las cosas que contribuyen a la civilización significan en principio “placer, juego, gratuidad, divertimento del espíritu, inutilidad a juicio de la gran mayoría de las gentes”. Y en lo que sí se puede identificar a Larbaud con Barnabooth es en el deseo de saber, de aprenderlo todo, de leer todos los libros y todos los comentarios, de conocer todas las lenguas, de “poder reconocerse en un texto cualquiera que se ve por primera vez y dominar el mundo”. Larbaud fue un maestro en descubrimientos de grandes autores ignorados (el primero en Europa en hablar de Borges, cuando éste sólo tenía veinticinco años, lo que dice mucho de su extraordinario olfato literario). Le encantaba descubrir territorios literarios inéditos. Y fue admirable su trabajo en este aspecto. Fue, por ejemplo, infatigable traductor e introductor en Francia de las obras Samuel Butler y del Ulises de James Joyce (el propio Joyce afirmó que era mejor la versión francesa de su texto que el original), así como propagandista de las letras españolas: tradujo a Gómez de la Serna y a Gabriel Miró.  Es posible que la admiración por esos “trabajos” de Larbaud –sacar a la luz textos geniales de escritores olvidados-  pusiera en movimiento mi afán por adentrarme en literaturas que yo veo o intuyo que no han sido lo suficientemente valoradas. (de la entrevista a Vila-Matas por parte de Verónica Scott Esposito en TIN HOUSE



jueves, 6 de diciembre de 2018

RESPUESTA A SOR FILOTEA DE LA CRUZ Sor Juana Inés de la Cruz


Sinopsis

MUY ILUSTRE Señora, mi Señora: No mi voluntad, mi poca salud y mi justo temor han suspendido tantos días mi respuesta. ¿Qué mucho si, al primer paso, encontraba para tropezar mi torpe pluma dos imposibles? El primero (y para mí el más riguroso) es saber responder a vuestra doctísima, discretísima, santísima y amorosísima carta. Y si veo que preguntado el Ángel de las Escuelas, Santo Tomás, de su silencio con Alberto Magno, su maestro, respondió que callaba porque nada sabía decir digno de Alberto, con cuánta mayor razón callaría, no como el Santo, de humildad, sino que en la realidad es no saber algo digno de vos. El segundo imposible es saber agradeceros tan excesivo como no esperado favor, de dar a las prensas mis borrones: merced tan sin medida que aun se le pasara por alto a la esperanza más ambiciosa y al deseo más fantástico; y que ni aun como ente de razón pudiera caber en mis pensamientos; y en fin, de tal magnitud que no sólo no se puede estrechar a lo limitado de las voces, pero excede a la capacidad del agradecimiento, tanto por grande como por no esperado, que es lo que dijo Quintiliano: Minorem spei, maiorem benefacti gloriam pereunt. Y tal que enmudecen al beneficiado.
Cuando la felizmente estéril para ser milagrosamente fecunda, madre del Bautista vio en su casa tan desproporcionada visita como la Madre del Verbo, se le entorpeció el entendimiento y se le suspendió el discurso; y así, en vez de agradecimientos, prorrumpió en dudas y preguntas: Et unde hoc mihi? ¿De dónde a mí viene tal cosa? Lo mismo sucedió a Saúl cuando se vio electo y ungido rey de Israel: Numquid non filius Iemini ego sum de minima tribu Israel, et cognatio mea novissima inter omnes de tribu Beniamin? Quare igitur locutus es mihi sermonem istum? Así yo diré: ¿de dónde, venerable Señora, de dónde a mí tanto favor? ¿Por ventura soy más que una pobre monja, la más mínima criatura del mundo y la más indigna de ocupar vuestra atención? ¿Pues quare locutus es mihi sermonem istum? ¿Et unde hoc mihi?
Ni al primer imposible tengo más que responder que no ser nada digno de vuestros ojos; ni al segundo más que admiraciones, en vez de gracias, diciendo que no soy capaz de agradeceros la más mínima parte de lo que os debo. No es afectada modestia, Señora, sino ingenua verdad de toda mi alma, que al llegar a mis manos, impresa, la carta que vuestra propiedad llamó Atenagórica, prorrumpí (con no ser esto en mí muy fácil) en lágrimas de confusión, porque me pareció que vuestro favor no era más que una reconvención que Dios hace a lo mal que le correspondo; y que como a otros corrige con castigos, a mí me quiere reducir a fuerza de beneficios. Especial favor de que conozco ser su deudora, como de otros infinitos de su inmensa bondad; pero también especial modo de avergonzarme y confundirme: que es más primoroso medio de castigar hacer que yo misma, con mi conocimiento, sea el juez que me sentencie y condene mi ingratitud. Y así, cuando esto considero acá a mis solas, suelo decir: Bendito seáis vos, Señor, que no sólo no quisisteis en manos de otra criatura el juzgarme, y que ni aun en la mía lo pusisteis, sino que lo reservasteis a la vuestra, y me librasteis a mí de mí y de la sentencia que yo misma me daría --que, forzada de mi propio conocimiento, no pudiera ser menos que de condenación--, y vos la reservasteis a vuestra misericordia, porque me amáis más de lo que yo me puedo amar.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Esa batalla perdida que es la infancia, Enrique Vila-Matas









La herencia del horror marcaría el declive de la infancia y de la genialidad. Con mi primer paso en el desierto y el descubrimiento de la realidad, todo fue cambiando, y ya no ha cesado nunca de hacerlo y, además, de empeorar. Avanzar por el desierto de la vida ha servido para constatar que al final apenas queda nada en pie de nuestro mundo, del decorado que nos fue propio, de nuestra entrañable calle Rimbaud, allí donde estaba todo nuestro mundo, y ahora simplemente no está.
Nada, apenas nada queda. Ayer volví al paseo de Sant Joan, regresé al camino que más veces he hecho en la vida, y que tanto me ayudó a construir un mundo literario propio. Lo conozco de memoria, pero sólo sobrevive ahí en mi memoria, en mi recuerdo, ya que ese mítico y fundacional camino de casa al colegio está muy transformado. Lo han cambiado a conciencia, y no precisamente para mejorarlo. Donde estaba el portal de luz submarina, hoy en día sólo hay un portero nuevo que naturalmente no me conoce y pregunta por qué lo miro tanto, a él y al portal. En cuanto a lo que fue mi casa, hoy es lo más parecido -otra metáfora de la infancia- a esa Casa desolada de la que habla Dickens. Queda en pie el misterioso castillo, hoy centro cultural de un banco catalán. Y continúan también las verjas de la iglesia de la escuela, tan afiladas -como si fueran lanzas- hoy como en tiempos de guerra.
Del resto de los elementos claves de mi mapa literario, de mi calle Rimbaud, no quedan ni los vestigios. El cine Chile es hoy un vulgar «parking». La tienda del viejo librero es hoy el obsceno snack-bar Poppys. Y en cuanto a la bolera abandonada, los viejos ecos republicanos han dado paso a un homenaje funeral y hortera al dinero: un soberbio y gris banco provinciano, en crisis.
Un extraño panorama para después de esa batalla perdida en la vida, que es la infancia. Alguien dijo que envejecer tiene su gracia, que es igual que de joven aprender a bailar, plegarse a un ritmo más inexistente que nuestra inexperiencia. Tal vez. Envejecer también tiene sus ventajas -y ya dijo William Carlos Williams que el descenso seduce como sedujo el ascenso- y, por ejemplo, la capacidad de gozar a Cervantes bien puede equilibrar la perdida aptitud para jugar con soldados de plomo. Por otra parte, tampoco vamos ya a la escuela ni nos despertamos en mitad de la noche asustados al oír el seco ruido del viento. Envejecer tal vez tenga su gracia, pero también es cierto que envejecer sirve para comprobar que hemos caminado y que el tiempo ha caminado con nosotros, sirve para comprobar que hemos avanzado por dunas movedizas que no nos han conducido más que al término de un trayecto entrañable y nos han situado en la punta de avanzada de un desierto donde, al volver la vista atrás e intentar recuperar algo de nuestra calle Rimbaud, sólo podremos ver un viejo camino en el que tiempo, a las puertas ya del desierto, ha escrito el fin abrupto de nuestro mundo, del mundo.









jueves, 29 de noviembre de 2018

Rabindranath Tagore







Tulsidas, el poeta, vagaba pensativo, a la orilla del Ganges, por el paraje solitario donde queman los muertos.
Y encontró a una mujer que estaba sentada a los pies del cadáver de su marido, vestida alegremente como para una boda.
Se levantó ella al verle, le saludó, y le dijo: “Dime tu bendición, Maestro, que quiero irme al cielo con mi marido”.
Tulsidas le respondió: “¿Qué prisa tienes, hija mía? ¿No es también esta tierra de Aquel que hizo el cielo?
”El cielo no me importa”, dijo la mujer, “lo que quiero es mi marido.”
Tulsidas le contestó sonriendo: “Anda a tu casa, hija mía. Antes de terminar este mes, Lo encontrarás”.
Y la mujer se volvió a su casa, dichosa de esperanza.
Tulsidas iba todos los días a verla, y le hacía pensar en cosas altas, y le llenó el corazón de amor divino.
Cuando el mes hubo pasado, vinieron los vecinos a su casa, y le preguntaban: “Mujer, ¿has encontrado ya a tu marido?”
La mujer sonreía y decía: “Sí”.
Y ellos quisieron verlo, y le preguntaban impacientes: “¿Dónde está?”
“Mi Señor está en mi corazón, uno conmigo”, dijo la mujer.








domingo, 18 de noviembre de 2018

Pequeña teoría del paralelismo Peio Aguirre


Publicado el 2018-11-18
La potencia de un conjunto de actividades paralelas en el seno de las prácticas artísticas contemporáneas no cuenta todavía con suficiente reconocimiento. Mientras los modos de concepción, producción y distribución en el arte son cada vez más descentrados, entrecortados, estratificados y superpuestos, cierta ilusión de que la creación se rige por una única línea recta sigue estando asentada. Se pueden entender estas actividades como la praxis excéntrica, sin un centro preciso, sobre cuyo eje gravitan conexiones oscilantes de acción, colaboración y dispersión. Históricamente el teatro ha sido el espacio donde este paralelismo ha resultado productivo: pensemos en Brecht y en su teatro épico, la relación entre lo individual y lo colectivo, la revisión constante, correcciones, actualizaciones y la suma de las colaboraciones añadidas a un corpus complejo y en crecimiento constante. Mucho tiempo después, ello constituye un modelo para la producción en el que fijarse. 
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En alguna ocasión se ha señalado cómo Jean-Luc Godard trabajó de manera simultánea en dos películas entre agosto y septiembre de 1966, rodando Deux ou trois choses que se je sais d’elle durante el día, y editando Made in USA por la noche. Esta superposición le permitía evitar lo lineal en las fases de producción; un concepto como el de “producción” cinematográfica tan limitada que le hacía decir que el guión debería seguir al montaje, en lugar de precederlo. Como heredero de Brecht, Godard puso esta idea en práctica. Su método paralelo era especialmente relevante al cuestionar la causalidad del proceso de producción y sus secuencias preestablecidas (guión, rodaje y post-producción). Mirando su filmografía en perspectiva se comprueba que el paralelismo conduce a la sobreproducción, en la que cantidad, con el paso del tiempo, deviene calidad. 
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En el arte más reciente, el paralelismo es para los artistas un escape al monolingüismo y al carácter cerrado, unívoco, de la práctica artística. En su lugar, una multiplicidad de voces y roles emerge al unísono en diversos giros, deconstrucciones y deformaciones de los significantes en diversas capas a velocidades y escalas variables; así como la consideración del tiempo y el espacio como interdependientes; la superposición de ritmos y hechos cotidianos. En este paralelismo, la colaboración alcanza un rango, un respeto, que anteriormente no se había contemplado. Este proceso de colaboración, de co-creación y disolución del ego aquí cobra un rasgo distintivo. Otra característica del paralelismo consistiría en que lo proporcional no es igual a lo simétrico: existen intensidades variadas en el seno de toda colaboración. 
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Una teoría del paralelismo contempla una gran variedad de caminos y vías como explorar las conexiones entre disciplinas y saberes, mantener el pulso a una regularidad constante en el trabajo a través de la configuración de una red a la vez imaginaria y real. La discontinuidad del tiempo, su fragmentación. Además esta última se ha convertido en la característica principal de nuestro tiempo, en la que concentrarse en una única cosa resulta complicado. El paralelismo buscaría hacer productivos estos cortes, empalmando fragmentos en una actividad deudora de las técnicas del collage y el montaje. “El método es el desvío”, como dijo Walter Benjamin de manera encriptada: 
“Método de este trabajo: montaje literario. No tengo nada que decir. Sólo que mostrar. No hurtaré nada valioso, ni me apropiaré de ninguna formulación profunda. Pero los harapos, los deshechos, esos no los quiero inventariar, sino dejar que alcancen su derecho de la única manera posible: empleándolos.” (1)
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La metáfora, propia de la modernidad, de un tren en marcha, encuentra en el paralelismo una línea de fuga con tintes constructivistas; el idealismo del progreso como un tren anclado a las vías ha visto demasiadas veces cómo se trunca su destino. En el constructivismo, sin embargo, las líneas paralelas de las vías de tren están siempre sujetas a los constantes entrecruzamientos, cambios de vía, conexiones, bifurcaciones y las vías muertas. En éstas precisamente es en las que a menudo caen los proyectos, sin necesidad de remordimientos. Siguiendo con las metáforas de la modernidad, el paralelismo podría relacionarse con el perspectivismo (que no relativismo) como el modo de pensamiento alejado de cualquier dogma y que privilegia el punto de vista. En éste, como si de un diafragma fotográfico se tratara, el ojo escanea adelante y atrás pasando de lo macro a lo micro y viceversa. Entonces el paralelismo es una geometría variable de las escalas, en ellas se encuentra a gusto. Además, la simultaneidad del paralelismo se da por descontado. Sin embargo, no todo lo simultáneo es paralelo. 
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Durante la década de los noventa, el arte contemporáneo se alimentó de actividades paralelas: una preocupación por el papel social del artista, su función y tarea en mitad de un capitalismo tardío cada vez más orientado hacia el sector terciario condujo a una multiplicación de los roles y desempeños. Artista sí, pero también crítico, curador, coleccionista, educador, colaborador y hasta DJ. Esta insistencia en las estructuras paralelas (ya sea a través de actividades paralelas o la creación de personajes paralelos) es indicador de una condición epocal consistente en romper con el binarismo; allí donde toda aproximación indirecta, lateral, por rodeo, resulta significativa. Como cualquier libro de psicología certificaría, a menudo la única manera de alcanzar el objeto central del deseo es a través de una desviación o un trabajo alrededor del objeto anhelado. Pero además, el establecimiento de estructuras paralelas se ve afectada por la dislocación de las habilidades profesionales, llamémosle, tradicionales. Lo paralelo describe una cierta manera de operar y reconquistar nuevos espacios-tiempo para el arte o la arquitectura desde los intersticios dejados por otras áreas profesionales a lo largo del espectro económico y socio-político. Las estructuras paralelas constituyen otra transfiguración de la dialéctica; transforman lo esclerótico en energía viva incrustada en el interior de otra disciplina o dominio artístico a priori ajeno. En toda actividad paralela ha de prevalecer un aspecto decisivo; el juego, y con él, un elemento lúdico y placentero. Lejos de ser una filosofía, el paralelismo es más bien un no método. 
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La consideración de estructuras paralelas ha surgido sobre todo desde posiciones intrínsecas a una condición posmoderna: ningún lugar mejor para comprobarlo que el devenir del cine y la literatura de la posmodernidad. Esto resulta meridianamente claro en la forma narrativa en la que dentro de una misma historia, digamos, general, acontecen diversas microhistorias paralelas que se suceden con el objetivo de capturar la atención del espectador. Esta heterogeneidad de historias reduce el riesgo de la monotonía narrativa mientras el “lectoespectador” adquiere paulatinamente herramientas cognitivas en el mero acto del consumo (2). Los relatos entrelazados de Shorcuts (Vidas cruzadas) (1993) de Robert Altman, y Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson, son suficientemente explícitos al respecto. Más tarde, con la llegada de la televisión a la carta, las series han hecho del paralelismo la forma narrativa dominante. El “lectoespectador” actual es experto en paralelismo y, dicho sea de paso, en estructuras narrativas complejas, sea o no consciente de ello. Lo que este modo de consumo pone de relieve es el paralelismo como la esfera de la temporalidad: capas de tiempo que suceden de manera simultánea y que apuntan a mundos paralelos, alternativas a la univocidad. Sin embargo, para que el paralelismo adopte una forma es preciso una toma de consciencia de su potencialidad. 
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En ese sentido, podríamos definir la crítica como una manera de acción paralela que opera con respecto a la obra, el/la artista, la institución y el mercado; con todas ellas establece puntos de conexión aunque resaltando su posición independiente, paralela. Acción Paralela era el nombre de la revista fundada por José Luis Brea en 1995. El título aludía a la Acción Paralela en El hombre sin atributos de Robert Musil, un proyecto conmemorativo sin que el lector llegue a saber en qué consiste dicha acción y cuya función es no tener o no poder tener un centro y que se convierte en una metáfora de lo absurdo que entraña la búsqueda de un centro unificador. Aun sin este centro, lo que cuenta es la capacidad de movilización (para la crítica, para la teoría). Escribía en la editorial del primer número que 
“es por esto que todavía nos asomamos al arte con esa pasión de conocer, de mirar en su reflejo el mundo. Acción Paralela es esa Acción reflexiva que el arte le hace a lo real –y también ésta que el ensayo, la reflexión crítica, le hace al arte.” (3)
La editorial era una defensa de la crítica como acción, como superación de aquella resistencia a la teoría de la que hablara Paul de Man. Pues además, sobre todo en nuestro país, había (y hay) mucha tarea por cumplir en el mundo del arte; la acción paralela se daba entonces en el encuentro 
“en la convergencia, en el ‘lugar de los puntos’ que, como el anillo de Clarisse, funciona precisamente gracias a un centro –del que carece. Acción Paralela quiere ser ese lugar, ese territorio de convergencia de movimientos independientes, un espacio de reflexión abierto y múltiple en que el rigor necesario –para que lo que aparezca en su espejo sea fiel– no limita la rica diversidad de las líneas que al avanzar su imán vayan revelándose en la dispersión de los fragmentos. Citarse para ellos en Acción Paralela es darse como horizonte de convergencia el infinito –que es el lugar imaginario en que las paralelas se tocan.” (4)
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El paralelismo en la crítica aboga por su ejercicio, su puesta en práctica, como aquella gimnasia que se realiza casi a diario (ejercicio) para mantener el cuerpo y la mente de un modo saludable. Veamos en este pequeño texto un ejemplo modesto de este ejercicio, un caso de acción paralela incrustado en el ritmo, variable y superpuesto, de la vida y el trabajo. 

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Imagen de portada “Volunteer”, Jeff Wall, 1996. ©

(1) Walter Benjamin, Libro de los pasajes, Akal, Madrid, 2005, p. 462. 

(2) El término “lectoespectador” remite a un concepto del escritor Vicente Luis Mora. Véase el libro El lectoespectdor, Seix Barral, Barcelona, 2012.

(3) José Luis Brea, “Editorial”, Acción Paralela, n. 1, mayo de 1995, pp. 5-6.

(4) Ibid., p. 7.