viernes, 12 de enero de 2018

Ernst Jünger, el testigo de un siglo de horror


JüngerConocí a Jünger en San Lorenzo de El Escorial poco después de que hubiese alcanzado la centuria de vida. Mantenía, a pesar de lo añoso, un porte erguido y una figura estilizada, aparentemente ágil y alerta a lo que pudiera suceder. Los rasgos afilados y su abundante pelo blanco le otorgaban un halo de inteligencia y belleza intemporales. La mirada, impenetrable, bruñida como un espejo que refleja sin permitir a la imagen atravesar el azogue, delataba al escritor que con pluma acerada describió fríamente la guerra y reflexionó sobre los mecanismos ocultos de las más diabólicas dictaduras, al hombre que, avezado en contemplar el genocidio y la injusticia, es capaz de devolver la realidad ahondada sin dejarse permear por ella, no sólo debido al cansancio que acompaña la tediosa reiteración de lo execrable sino simplemente como si se tratara de un juego. Quizás por eso, en aquella oportunidad habló muy poco, sólo para manifestar con insistencia su deseo de ver una corrida de toros, donde tal vez volver a sentir, encubiertos tras la belleza, el dolor, la crueldad, el miedo, el riesgo o la muerte, sin dejarles impregnar su corazón.
Sin duda, a causa de su longevidad, de su inagotable capacidad creadora y de la situación de sus coordenadas geopolíticas, a Jünger le tocó desempeñar el papel de testigo sincero de un siglo de horror que, en alianza con la técnica, condensó el mayor exterminio jamás acaecido tanto del hombre como de la naturaleza. Enrolado en la Legión Extranjera Francesa y combatiente en las dos guerras mundiales, en la primera de las cuales comandó un pelotón de fusilamiento y resultó herido siete veces, fue siempre un autor polémico, fustigado por la fluctuación de su militancia política (desde la “revolución conservadora” al “anarquismo autoritario” pasando por el ala izquierda del nacional-socialismo). Siempre intempestivo, a contrapelo de las ideologías dominantes, pero, a la vez, consecuente. Perfecto heredero de la más genuina tradición filosófica alemana, Jünger reivindicó la acción como supremo valor de la vida. Ante la amenaza de la decepción, el caos y el nihilismo, huyó del fantasma de la mala conciencia para apuntar hacia un heroísmo caracterizado por lo sobrehumano, que le permitiese acceder a una realidad superior: interna, aristocrática, independiente, por encima de prejuicios políticos y al margen de cualquier conmiseración.
Polifacético, críptico, inquietante y subversivo. Sus ensayos turban profundamente por el uso de un lenguaje profético, la tendencia hacia el aforismo y la sospecha que asalta al lector de ser víctima de su manipulación. Sus novelas utópicas se desarrollan siempre en una atmósfera misteriosa y enrarecida, que al final conecta con la realidad de cada cual para ponerla de manifiesto. En todo caso, su reflexión avanza desde lo que Walter Benjamin llamó “estetización de la política” hacia una estética política que, como señaló J. Rancière, establece una doble relación entre ambos términos. Para ello recurre a figuras simbólicas, porque “la poesía es más penetrante que el conocimiento”. Entre éstas destacan el soldado, el trabajador, el emboscado y el anarca, que funcionan dinámicamente, sufriendo transformaciones hasta dar origen a la siguiente efigie. De este modo, Jünger crea una mitología en movimiento, apta para comprender los rápidos avatares del siglo XX, acompasados por una tecnología que aceleró el tiempo, quizás para agotar las posibilidades venideras y dejarlas absorber por el eterno presente de la posthistoria.
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La guerra es para Jünger un fenómeno primordial, algo así como una actividad telúrica que desde el fondo de la tierra escupe siempre la misma lava destructora:
Allí donde irrumpe la pasión en sentido estricto, es decir, primeramente en la lucha inmediata y simple por la vida, es accesorio conocer la fecha del combate, las ideas que lo justifican y el tipo de armas utilizado.
Sin embargo, asume máscaras distintas en cada batalla, con las cuales define la época de la sociedad que se embarca en ella. La Primera Guerra Mundial marcó el inicio de una nueva era con la desaparición de la caballería montada, su sustitución por el tanque de guerra y el advenimiento tanto de la aviación como de la flota submarina. Se hizo en nombre del progreso, ligado siempre a la civilización y no a la cultura, en el contexto de una movilización total de los ciudadanos cautivados por la máquina, que afectó la producción, el comercio, la alimentación y la vida cotidiana.
La era del disparo bien apuntado ya ha pasado. El jefe de escuadrilla que, desde las alturas en la noche, da la orden de bombardear, no distingue entre combatientes y civiles, del mismo modo que las nubes de gas se propagan sobre todo lo que vive en la indiferencia de un fenómeno meteorológico.
El combate tradicional, “ese juego magnífico de dioses”, donde se gesta un repertorio de virtudes épicas que modelan el heroísmo, se deshizo de ideales románticos, es decir, de formas caballerescas y usos aristocráticos, para aliarse con la técnica y dar inicio a una guerra plutónica entre Titanes, que hundió a los soldados en el anonimato. Los talleres de Vulcano de los Estados implicados en la contienda generaron un inmenso proceso laboral que advierte de la gestación de una nueva figura, la del trabajador, inevitablemente afectada por esa restricción de la libertad individual nacida del nuevo orden militar, que requiere de todas las fuerzas del ciudadano y exige su completa disponibilidad al mismo. No importa que la confianza en la técnica se haya derrumbado ante el hundimiento del Titanic y que el miedo a la catástrofe crezca a medida que el progreso avanza, porque las ataduras de la técnica no puede soltarlas ningún tipo sino sólo la persona singular, cuya presencia no es dominante en esta figura.
La figura del trabajador no tiene correspondencia en ninguna clase, en ningún estamento, en ninguna fe, a no ser en la fe en la materia, fe, que, ciertamente, es más bien un saber o una segura confianza. Esa figura da respuesta como la dieron en otros tiempos los dioses, pero lo hace con más fuerza, de manera más visible todavía.
Jünger otorga al trabajador un alcance mundial, que trasciende diferencias nacionales, culturales y económicas. En ese sentido, constituye una auténtica profecía metapolítica que desborda el hecho de que los totalitarismosinmediatamente posteriores concedieran preeminencia a la clase obrera. Se trata de un tipo ligado al activismo productivo paroxístico, a la glorificación del trabajo y a la superstición moderna de que éste impregna todas las esferas de acción, por lo que genera una proletarización de la visión de la vida, que marca el fin de la era burguesa. Pero, además, el trabajador representa la energía, el poder que moviliza el mundo material a través de la técnica, en aras de la cual confisca su libertad. De este modo, Jünger anuncia esa enajenación generalizada que se ha dado con la revolución tecnológica, ese vaciamiento y esa docilidad que no sólo hace desaparecer al individuo sino también a la masa como fuerza política operativa.
La figura del emboscado supone el repliegue osado, combativo, que permite resistir tras la declaración de la catástrofe y evitar ser arrastrado por el nihilismo. Retirarse al bosque para llevar una existencia solitaria no significa renunciar a la lucha sino predisponerse a ella mediante la previa confrontación con la propia persona singular.
Hay bosque en los despoblados y hay bosque en las ciudades; en éstas el emboscado vive escondido o lleva puesta la máscara de una profesión…
El emboscado es el rebelde, el proscrito, que se busca a sí mismo en una existencia clandestina, a la que ha llegado por una decisión personal, no para huir ni refugiarse cómodamente en la pasividad. Supone abandonar la masificación, el sistema, la superficialidad de lo social espurio y aceptar sin consuelo el escepticismo. Pero esa independencia total es sólo el primer paso para adentrarse en la esencia del ser y reencontrarse con lo originario desde la más profunda intimidad, donde mito e historia se confunden. Agazapado entre el follaje, mimetizado con la naturaleza de la que fue desarraigado por la técnica, el emboscado prepara su vuelta, de improviso, como los partisanos o los maquis.
Sólo los hombres libres pueden hacer auténtica historia. La historia es la impronta que el hombre libre da al destino.
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Esa vuelta puede ser un ataque fugaz que sólo asesta un golpe externo al sistema o una oposición invisible que no consigue destruirlo. Pero también está la posibilidad de que la resistencia se efectúe desde dentro, manteniendo la libertad, aun en el caso de hallarse en medio de las tensiones del centro mismo del poder. Ésta es la situación del personaje Manuel Venator, historiador y camarero de noche en la alcazaba del dictador de Eumeswil, quien finge acomodarse a la estructura de poder de la que, sin embargo, discrepa. Aislado en su círculo secreto de amigos, con quienes comparte sigiloso sus observaciones, se limita a contemplar cómo el tirano equilibra las fuerzas en conflicto para erigirse en árbitro imprescindible. Así nace una nueva figura, la del anarca, contrapuesta al anarquista. Su autonomía ética depende de la indiferencia. Por eso, evita confundir su libertad interior con la emancipación de las masas, desconfiando de toda posición política:
Lo peculiar para mí, en cuanto anarca, es que vivo en un mundo que en el fondo de mi corazón no tomo en serio. Esto aumenta mi libertad: soy soldado voluntario por un tiempo determinado.
Desde luego, el anarca sólo espera, mientras consume su existir en el goce estético que entraña esa dilación sin esperanza. Prepara un refugio para emboscarse algún día, pero sabe que no habrá un cambio de civilización. Encerrado en una libertad que comparte intelectualmente con otros, disfruta del juego del aquí y del ahora, de un tiempo sin tiempo que nunca podrá reformar:
Los días en la alcazaba se deslizan con cierta monotonía. Apenas si hago diferencia entre el tiempo de servicio y el tiempo libre. Me gustan tanto el uno como el otro. Esto responde a mi principio de que no debe darse un tiempo vacío. Cuando se acierta a vivir la vida como un juego, puede hallarse miel hasta en las ortigas y los estercoleros ¿A qué se debe la sensación de estar siempre de vacaciones? Indudablemente al hecho de que la personalidad espiritual se libera de la corporal y observa su juego. Por encima de todo orden jerárquico, disfruta del armonioso acorde de descanso y movimiento, de invulnerabilidad y elevada sensibilidad, a veces incluso de la capacidad creadora.
Un nihilismo… ¡optimista!… una lucidez un tanto hipócrita e insolidaria, que nos dejaría perplejos, si el último legado de Jünger en su obra La Tijera, no fuera el arquetipo del santo, con la superación del desgarramiento de todas las figuras anteriores, la profundización en el silencio de la interioridad y la total convicción de que en un futuro, si bien muy remoto, la humanidad conseguirá vivir en paz:
La esperanza nos lleva más lejos que el miedo.

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