lunes, 29 de enero de 2018

Tiempo de retroceso

Al hablar de ficción literaria, un buen punto de partida podrían ser estas palabras de Coetzee en su último libro de ensayos críticos: “Tengo que admitir que pierdo la paciencia leyendo ficción que no intenta hacer algo que no se ha intentado hacer nunca antes, preferiblemente con la ficción misma como forma de expresión”.
Quienes concuerden con Coetzee puede que simpaticen también con unas recientes palabras de Lucrecia Martel durante la promoción en Madrid de su gran film Zama. A la pregunta de Javier Rodríguez Marcos de si vivimos en la dictadura del entretenimiento, la directora argentina ha dicho que pierde la paciencia con las series de televisión porque la gente no ve que son un retroceso y que nos han devuelto otra vez “al puro argumento, a una estructura mecánica (…) Es fruto del momento conservador que estamos viviendo. Se arriesga menos”.
No hay en estas palabras tanto un ataque a la series –los fanáticos de las mismas se han encrespado– como más bien una llamada de atención a cuantos no paran de consumir, de tragarse un cine y una literatura que están ancladas en tiempos de Maricastaña, de cuando hablaban las calabazas. En los años sesenta, se llegó a pensar que la batalla por la modernidad de la literatura y del cine estaba ganada, pero no hay duda de que fue una victoria muy transitoria. A comienzos de los ochenta, cuando más parecía que algunas cosas habían cambiado, todo volvió a cambiar, pero para ir a peor, porque de pronto los intentos de encontrar formas nuevas pasaron a ser considerados incluso infumables.
“Antes, lo moderno no les gustaba porque eran unos ignorantes y ni siquiera sabían de qué se trataba. Ahora no les gusta porque creen que saben algo al respecto y se sienten superiores. De modo que de vez en cuando una se descubre defendiendo a Schönberg, a Joyce o a Merce Cunningham”, decía ya Susan Sontag en Rolling Stone en 1979. Y hoy sus palabras parecen dialogar con las de Lucrecia Martel, y las de ésta con las de Coetzee, que precisamente dedicó el año pasado, a su paso por Buenos Aires, un elogioso ensayo a Zama, la mítica y casi secreta obra maestra que Antonio Di Benedetto publicara en 1956 y en la que se ha basado Martel para su película.
Para Coetzee, Zama se mueve por el círculo kafkiano que describiera Borges, allí donde el único horror de la pesadilla estriba en que sabemos (si se puede hablar de “saber”) que lo que estamos experimentando no es real, sino que, bajo el asalto del proceso alucinatorio (proceso, prueba), no podemos escapar.
Tanto en la novela como en el film puede uno observar cómo muere esa famosa creencia de que se puede representar fielmente la realidad. Y por eso tanto Zama-novela como Zama-film resultan como mínimo chocantes en el conservador tiempo de retroceso en que vivimos. Parecen estar ahí las dos Zamapara corroborar esa impresión que tiene Martel de que lo peor que le puede ocurrir a una ficción es parecerse a la realidad, porque la realidad, dice, es una arbitrariedad y si de algo hay que estar prevenido es de lo que se naturaliza, de lo que se da por bueno.





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