sábado, 5 de enero de 2019

La escritora argentina Samanta Schweblin publica Kentukis (Literatura random house)








Desde hace ya un tiempo, el nombre de Samanta Schweblin no necesita presentación alguna. En 2011 Granta la seleccionaba como una de las más interesantes voces literarias en castellano menores de 35 años y hace un año fue incluida en Bogotá 39, donde se destaca las voces literarias hispanoamericanas de menos de 40 años más relevantes. Listados aparte, Schweblin demostró que estaba llamada a ser una de las autoras de relatos más relevantes de la literatura argentina actual desde su primer libro: en 2002, con El núcleo del disturbio obtuvo el Premio Fondo Nacional de las artes, en 2008 con Pájaros en la boca el premio Casa de América y en 2014 el Premio Narrativa Breve Ribera del Duero con Siete Casas vacías. En 2014 se estrenaba como novelista con Distancia de rescate, que fue nominada al Man Booker a la mejor novela traducida. Con su literatura, Schweblin ha dado una vuelta de tuerca al género fantásico, llevándose a su terreno la herencia narrativa de Cortázar o DiBenedetto. Kentukis, su nueva novela, es la demostración de que Scweblin lleva más allá el género fantástico y lo hace liberándose de él y, a la vez, incorporando estrategias narrativas propias de dicho género. Al contrario de lo que podría pensarse, Kentukis es una narración sobre el presente, sobre la incosciencia de incorporar indiscriminadamente la tecnología en nuestras vidas sin ser conscientes de sus consecuencias y, al mismo tiempo, es una narración sobre las ansias de mostrarse, de ser visto y, al mismo tiempo, de ver al otro. En este sentido, Kentukis aborda el tema de la construcción de una identidad que solo tiene sentido a través del filtro de la pantalla, a través de la cual se establecen todas las relaciones interpersonales en un intento inútil se vencer una soledad que, sin embargo, siempre se hace más grande. Historias intercaladas, la novela se estructura a partir de distintos relatos que, conjuntamente, configuran la historia de nuestro tiempo. Schweblin no solo demuestra su maestría con los distintos géneros narrativos, sino que las barreras genéricas están para cruzarlas y borrarlas en pos de una narración que abraza la complejidad, característica de la que solo goza la gran literatura.
En una entrevista para La Nación afirmaba: “Siempre me incomodó la exposición y la mirada del otro”. En Kentukis aborda precisamente la (auto) exposición y la mirada del otro como algo buscado y deseado. ¿Un signo de nuestro tiempo?
Me parece que siempre estuvimos pendientes, como sociedad, de la mirada del otro. Solo que ahora lo que cambia es el nivel de exposición al que nos enfrentamos. Antes esa mirada ocurría sobre todo puertas afuera, por lo menos para con las personas que no eran de nuestro círculo más íntimo, hoy podemos acceder a la intimidad de otras personas incluso sin quererlo. Un tropiezo de dos clics mal dados en cualquier red social puede dejarnos frente a imágenes que incluso preferiríamos no ver. Y ni hablar de lo que podemos encontrar cuando lo buscamos. Y es verdad lo que decís, la mirada del otro siempre me incomodó o me preocupó, siempre es un tema para mí y siempre hay algo de esto en mis historias.
A este respeto, un personaje se pregunta: “¿Realmente había más gente interesada en mirar que en ser mirada?”. La pregunta que aquí deriva es si se puede disociar ambos “placeres” o, en otras palabras, dónde reside, realmente, el signo de nuestro tiempo, en mirar o en ser mirados. 
Las dos cosas, no sé si me animaría a decir que uno tiene más fuerza que el otro. Pero creo que mirar da menos trabajo. Ser mirados, si uno es consciente de esa mirada, genera mucha más tensión, es más fuerte. El mirar, cuando se trata de tecnologías y redes sociales, es puro voyerismo, es espiar, es mirar sin que el otro sepa que estamos mirando. Ser mirados, a nivel emocional, sale mucho más caro que mirar. Y en la novela esto también se transfiere a lo económico. Al menos en la primera etapa del furor de los Kentukis, mirar sale mucho más barato, mirar es popular y multitudinario, para mostrarse hace falta más dinero, hace falta más tiempo y viene por defecto con la obligación de cuidar del que te mira, un “cuidar” que siempre va entre comillas, porque trae consigo también una cantidad de descuidos, maltratos y violencias.
En un primer momento, Kentukis podría definirse como una ucronía, como una novela acerca de un futuro en el que ya no hay límites en la tecnología, sin embargo, luego una recuerda los tamagochis o piensa en la webcam y la pregunta es imprescindible: ¿ese futuro ya está aquí? ¿Una ucronía sobre la tecnología no es más que un relato sobre nuestro presente?
Absolutamente. Kentukis no plantea historias paralelas, ni habla de un futuro inmediato, ni se asoma en ningún momento al mundo de la ciencia ficción. Es un relato contemporáneo, sobre nuestro mundo actual, y sin embargo yo estaba segura de que íbamos a hablar de distopías y ucronías en las entrevistas. Me parece que hay algo todavía un poco incómodo para la literatura, a la hora de pensar la ciencia ficción y lo tecnológico. Vivimos en un mundo hipertecnologizado, que asumimos ya como contemporáneo y natural, pero ese mismo mundo, llevado a lo literario, se etiqueta inmediatamente como ciencia ficción, o como “novela sobre las tecnologías”, hay todavía una extrañeza alrededor de todo esto cuando lo leemos como literatura, una extrañeza que no sentimos después en el día a día.
Con sus libros anteriores, usted ha seguido la estela de lo que el crítico argentino, Jaime Alazraki, llamó neo-fantástico, representado por Borges, Cortázar o Di Benedetto. En el caso de Kentukis, sin embargo, ¿podemos decir que lo fantástico queda anulado con la tecnología que convierte lo fantástico en real?
Quizá, supongo que tiene mucho que ver con lo que decía recién. En el fantástico, lo extraño es algo inexplicable, que pertenece a otro mundo, algo imposible de ser entendido en nuestro mundo. En Kentukis lo extraño no es fantástico ni ciencia ficción. Lo extraño es lo que hay detrás de las tecnologías, detrás de las redes sociales o algunos dispositivos de comunicación, que es el descubrimiento de otro ser humano. Con todos sus prejuicios, miedos e intenciones.
A raíz de esto, me gustaría preguntaría por lo extraño, lo que provoca al lector desconcierto: En Kentukis lo que desconcierta no son los Kentukis en sí, sino la relación perversa que se instaura con ellos y, en este sentido, ¿cuán conscientes son los personajes y somos nosotros de la perversión que esconde la tecnología que nos rodea?
Bueno, es que la perversión, no está en las tecnologías, sino en el uso que les damos. Y en la ficción, o en este tipo de ficción en el que muchas cosas están sugeridas, la perversión también funciona porque nosotros mismos como lectores cargamos con esas perversiones. Además, los Kentukis, en una primera instancia de la novela, obligan a algunos usuarios a circular en la vida de los otros como mascotas, con todas las limitaciones de movimiento y de lenguaje que esto supone. Las comunicaciones se basan entonces en movimientos y sobre entendidos, como todo lo que suponemos o asumimos de nuestras mascotas. Pero cuando estas mascotas comienzan a encontrar el modo de comunicarse con sus “amos”, los ruidos entre los supuestos y las verdaderas intensiones generan mucha violencia, y muchos amos llegan a entender, o no, cuantas cosas que hacemos por supuesto amor o cuidado de los otros, están en realidad llenas de prejuicios o segundas intenciones.
En sus anteriores relatos, pienso, por ejemplo, en el libro Siete casas vacías, ha reflejado la complejidad de las relaciones sociales. Aquí el tema vuelve a aparecer y la tecnología se convierte en un filtro, en un medio. En este sentido y, en relación a la creación de necesidades, ¿nos han hecho creer que la interacción social debe pasar por la tecnología?
Creo que la tecnología facilita algunas comunicaciones, pero también entorpece otras. Y hay que sacarse de la cabeza esta idea de que “Tecnología” es igual a “comunicación”, no tiene por qué serlo, de hecho, puede ser todo lo contrario. Y creo que, aunque hayamos naturalizado tanto nuestras tecnologías, todavía no aprendimos como sociedad a convivir con ellas. Todavía no somos conscientes realmente de hasta dónde puede manipularse la información, hasta dónde puede entrometerse en nuestra vida privada y hasta donde nosotros mismos, como simples usuarios, podemos aportar enormemente a todos esos peligros. 
Y, en relación a esto, se podría plantear la pregunta sobre la identidad y la creación de identidades artificiales, creación que, en su novela, pasa también por dar voz/vida a los Kentukis que otros tienen en sus casas.
Claro, esta nueva incertidumbre de los trolls, y de no saber nunca exactamente quién está detrás del perfil de un usuario. Un estudio alemán de hace unos meses calcula que el 30% de nuestros seguidores son falsos. Quiere decir que yo tengo unas 5000 cuentas falsas siguiéndome. Pero también están los ciudadanos reales que, protegidos por identidades falsas, parecen liberarse de presiones sociales, morales y mandatos, con todo el aire que esto puede traer, pero también con la sensación de impunidad que puede dar la posibilidad de tocar ciertos límites sin penas sociales ni legales.
Si en Distancia de rescate, desmontaba el concepto de “naturaleza”, aquí queda del todo desterrado. De la misma manera que lo neofantástico borró la barrera entre lo “normal” y lo “extraño”, ¿ahora toca borrar la separación entre lo “natural” y lo “artificial”, entre “naturaleza” y “artificio tecnológico”?
Ah, me gusta esa idea. Puede ser. Quizá la búsqueda tiene a ese ejercicio porque justamente los límites entre lo natural y lo artificial y entre lo normal y lo extraño lo que más interesante me parece. Es muy difícil marcar ese límite, decidir dónde termina lo aceptable y empieza lo inaceptable. De hecho, cuando más se acerca uno a esa línea más gruesa y brumosa se vuelve. Tampoco creo que la literatura conteste a esa pregunta, ni sea capaz de marcar esos límites, pero nos obliga como lectores a hacernos muchas preguntas, a empatizar con ambos lados, a entender, en todo caso, nuestros propios límites.
Su novela Distancia de rescate fue nominada al Man Booker por la mejor novela traducida al inglés. Si, para algunos, Bolaño es el último representante del boom, ¿cree que ahora hay una renovación en el interés por la literatura latinoamericana en USA y que este interés pasa, principalmente, por el trabajo de escritoras como Valeria Luiselli, Mariana Enríquez, Laia Jufresa….?
Hay más interés, y hay más traducciones, pero sigue siendo un número ínfimo, y un mercado al que no le interesa demasiado leer literatura extranjera. A veces me pregunto si este pequeño boom de traducciones no será a la larga hasta contraproducente, porque muchas de estas traducciones se hacen con la mejor de las intenciones, y con mucha dedicación por parte de traductores y editores, pero luego las tiradas son muy chicas, y los libros no tienen buena distribución. Y una vez que un libro, o hasta toda la obra de un autor no llega a cumplir con determinados requisitos del mercado, quedan en el olvido, y difícilmente vuelva a apostarse por ellos más adelante. Son libros perdidos. El mercado editorial norteamericano es muy cruel y tramposo.
Sin embargo, si bien más de un crítico y más de un editor han señalado que los mejores relatos los están escribiendo mujeres, en Bogotá 39, la presencia de escritores es altamente mayor a la de escritoras. En un momento histórico como el que vivimos, ¿es necesario subrayar todavía la disparidad en la consagración crítica entre hombres y mujeres? ¿Podemos hablar de desigualdad en el sistema literario?
Por supuesto que hay desigualdad. Es enorme y seguirá siéndola, al menos por un tiempo. Lo que pasa es que tenemos una grata sensación de aire fresco porque estos últimos dos o tres años se han abierto muchas puertas nuevas para la literatura femenina. Al mercado siempre le gusta el aire fresco, porque se compra barato y se vende caro, y de pronto todo parece una moda muy prometedora. Pero la literatura escrita por mujeres no es una moda de temporada, es lo que escribe la otra mitad de la humanidad. Y su visibilidad sigue siendo, en los espacios más poderosos, absolutamente minoritaria.