martes, 23 de abril de 2024

Todo lo hermoso tiene un aspecto peligroso, Ana María Matute


Lo que la gente llama fantasía, para mí es tan esencial como la vida. Porque si la fantasía y la imaginación forman una parte tan importante de nuestra existencia, constituyen entonces una de las formas de la realidad. De ahí la importancia que ocupa la fantasía en mi vida de mujer, de escritora, de madre, de esposa.

En mi última novela hay una escena en la que la protagonista es castigada en un cuarto a oscuras, tiene un azucarillo y, al partirlo, ve surgir una llama azul, y se siente poderosa porque se cree con el poder de hacer magia. Encerrada en aquel cuarto, lo que vislumbra no es un mundo que ella ha soñado, sino la certeza de que en la oscuridad también hay luz. Descubre que, por ejemplo, cuando llevas un rato en una habitación en penumbra, empiezas a entrever unas siluetas que no forman ya parte tan solo de la realidad. En este caso se trataba de unos armarios, que se convertían en un simulacro, en un mundo que, de repente, había despertado, algo muy parecido al acto de escribir. En la escritura, el autor se basa en algo que reconoce como real, pero que transforma a través de la palabra en otros contornos, en otras siluetas.

Se trata de una de las pocas escenas autobiográficas que he escrito. Cuando era niña y querían castigarme –lo que sucedía a menudo–, me encerraban en un cuarto oscuro lleno de armarios. En lugar de sentirme mal y desesperada –como mi hermana mayor, para quien aquel castigo suponía algo terrible–, a mí me encantaba. Me lo pasaba bomba, porque nadie me molestaba, me dejaban en paz, que era lo que yo quería. Y allí yo imaginaba. Me subía en una escalerita por encima de los armarios, y aquello era la ciudad de los armarios.

Lo de la lucecita azul es verdad, no me lo he inventado. Si se parte un terrón de azúcar en la oscuridad, puede salir una chispita azul, es algo físicamente posible. Y entonces, esa niña pensó que era maga y esa idea le confortó mucho, porque era una niña rara, las demás niñas no se parecían a ella, porque en aquella época –a diferencia de ahora– las niñas eran absolutamente insoportables.

En una ocasión dije que «la imaginación, como la inocencia, es una maldición que se paga cara». Todo lo bueno es peligroso, te conduce a grandes equivocaciones, a tomarte las cosas de una manera equivocada, a creer que estás en un camino, cuando en realidad te encuentras en otro totalmente diferente. Todo lo hermoso, lo grande, lo bueno, tiene un aspecto peligroso. No sé si esto responde a mi educación judeocristiana: la culpa, el amor, el que hay que pagar siempre las cosas…

Aunque, por otra parte, una persona sin sueños debe sentirse muy fracasada en el mundo. El ser humano tiene que tener sueños e ilusiones, en la colina de los sueños es donde brota, de verdad, la vida. No soporto la mezquindad, la avaricia, la falta de generosidad. No solamente material, sino sobre todo espiritual, que desgraciadamente abunda tanto en nuestro mundo. Y las mayores virtudes son la amistad y el amor. Que son todo lo contrario.

Ana María Matute
Somos lo que queda de un niño

martes, 9 de enero de 2024

Hacer de cada lector un «provinciano» transitorio, Ortega y Gasset calledelorco






Por tanto, hay que invertir los términos: la acción o trama no es la sustancia de la novela, sino, al contrario, su armazón exterior, su mero soporte mecánico. La esencia de lo novelesco -adviértase que me refiero tan sólo a la novela moderna- no está en lo que pasa, sino precisamente en lo que no es «pasar algo», en el puro vivir, en el ser y el estar de los personajes, sobre todo en su conjunto o ambiente. Una prueba indirecta de ello puede encontrarse en el hecho de que no solemos recordar de las mejores novelas los sucesos, las peripecias por que han pasado sus figuras, sino sólo a éstas, y citarnos el título de ciertos libros equivale a nombrarnos una ciudad donde hemos vivido algún tiempo; al punto rememoramos un clima, un olor peculiar de la urbe, un tono general de las gentes y un ritmo típico de existencia. Sólo después, si es caso, acude a nuestra memoria alguna escena particular.

Es, pues, un error que el novelista se afane mayormente por hallar una «acción». Cualquiera nos sirve. Para mí ha sido siempre un ejemplo clásico de la independencia en que el placer novelesco se halla de la trama, una obra que Stendhal dejó apenas mediada y se ha publicado con títulos diversos: Luciano LeuwenEl cazador verde, etc. La porción existente alcanza una abundante copia de páginas. Sin embargo, allí no pasa nada. Un joven oficial llega a una capital de departamento y se enamora de una dama que pertenece al señorío provinciano. Asistimos únicamente a la minuciosa germinación del delectable sentimiento en uno y otro ser; nada más. Cuando la acción va a enredarse, lo escrito termina, pero quedamos con la impresión de que hubiéramos podido seguir indefinidamente leyendo páginas y páginas en que se nos hablase de aquel rincón francés, de aquella dama legitimista, de aquel joven militar con uniforme de color amaranto.

¿Y para qué hace falta más que esto? Y, sobre todo, téngase la bondad de reflexionar un poco sobre qué podía ser lo «otro» que no es esto, esas «cosas interesantes», esas peripecias maravillosas... En el orden de la novela, eso no existe (no hablamos ahora del folletín o del cuento de aventuras científicas al modo de Poe, Wells, etc.). La vida es precisamente cuotidiana. No es más allá de ella, en lo extraordinario, donde la novela rinde su gracia específica, sino más acá, en la maravilla de la hora simple y sin leyenda. No se puede pretender interesarnos en el sentido novelesco mediante una ampliación de nuestro horizonte cuotidiano, presentándonos aventuras insólitas. Es preciso operar al revés, angostando todavía más el horizonte del lector. Me explicaré.

Si por horizonte entendemos el círculo de seres y acontecimientos que integran el mundo de cada cual, podríamos cometer el error de imaginar que hay ciertos horizontes tan amplios, tan variados, tan heteroclíticos, que son verdaderamente interesantes, al paso que otros son tan reducidos y monótonos que no cabe interesarse en ellos. Se trata de una ilusión. La señorita de comptoir supone que el mundo de la duquesa es más dramático que el suyo, pero de hecho acaece que la duquesa se aburre en su orbe luminoso lo mismo que la romántica contable en su pobre y oscuro ámbito. Ser duquesa es una forma de lo cuotidiano como otra cualquiera.

La verdad es, pues, lo contrario de esa imaginación. No hay ningún horizonte que por sí mismo, por su contenido peculiar sea especialmente interesante, sino que todo horizonte, sea el que fuere, ancho o estrecho, iluminado o tenebroso, vario o uniforme, puede suscitar su interés. Basta para ello con que nos adaptemos vitalmente a él. La vitalidad es tan generosa que acaba por encontrar en el más sórdido desierto pretextos para enardecerse y vibrar. Viviendo en la gran ciudad no comprendemos cómo puede alentarse en el villorrio. Pero si el azar nos sumerge en él, al cabo de poco tiempo nos sorprendemos apasionados por las pequeñas intrigas del lugar. Acaece como con la belleza femenina a los que van a Fernando Poo; al llegar sienten asco hacia las mujeres indígenas, pero no pasa mucho tiempo sin que la repulsión se domestique y acaben por parecer las hembras bubis princesas de Westfalia.

Esto es, a mi juicio, de máxima importancia para la novela. La táctica del autor ha de consistir en aislar al lector de su horizonte real y aprisionarlo en un pequeño horizonte hermético e imaginario que es el ámbito interior de la novela. En una palabra, tiene que apueblarlo, lograr que se interese por aquella gente que le presenta, la cual, aun cuando fuese la más admirable, no podría colidir con los seres de carne y hueso que rodean al lector y solicitan constantemente su interés. Hacer de cada lector un «provinciano» transitorio es, en mi entender, el gran secreto del novelista. Por eso decía antes que en vez de querer agrandar su horizonte - ¿qué horizonte o mundo de novela puede ser más vasto y rico que el más modesto de los efectivos? - ha de tender a contraerlo, a confinarlo.  Así y sólo así se interesará por lo que dentro de la novela pase.

Ningún horizonte, repito, es interesante por su materia. Cualquiera lo es por su forma, por su forma de horizonte, esto es, de cosmos o mundo completo. El microcosmo y el macrocosmo son igualmente cosmos; sólo se diferencian en el tamaño del radio; mas para el que vive dentro de cada uno, tiene siempre el mismo tamaño absoluto. Recuérdese la hipótesis de Poincaré, que sirvió de incitación a Einstein: «Si nuestro mundo se contrajese y menguase, todo en él nos parecería conservar las mismas dimensiones.»

La relatividad entre horizonte e interés -que todo horizonte tiene su interés- es la ley vital que en el orden estético hace posible la novela.

José Ortega y Gasset
Ideas sobre la novela, 1925

jueves, 4 de enero de 2024

Un testimonio que se proyecta hacia el futuro, Roberto Bolaño








calledelorco


Una de las características de un clásico es ir mucho más allá de la buena escritura, que no es otra cosa que una cierta corrección gramatical. Colocar las palabras adecuadas en el lugar adecuado es la más genuina definición del estilo, dice Jonathan Swift. Pero evidentemente la gran literatura no es una cuestión de estilo ni de gramática, como también sabía Swift. Es una cuestión de iluminación, tal como entiende Rimbaud esta palabra. Es una cuestión de videncia. Es decir, por un lado es una lectura lúcida y exhaustiva del árbol canónico y por otro lado es una bomba de relojería. Un testimonio (o una obra, como queramos llamarle) que explota en las manos de los lectores y que se proyecta hacia el futuro.

Roberto Bolaño
Conversación con Rodrigo Fresán, junio de 2002