miércoles, 11 de noviembre de 2020

calledelorco El contraste entre el esplendor de una obra y la maloliente miseria humana de su autor


Louis Ferdinand Celine

Tenemos el mismo problema con Wagner. Durante el almuerzo, esperando a que sirvan el postre, Cosima Wagner dice a los criados: “Hay que esperar, el maestro está tocando el piano”. Arriba, en el segundo piso, se le oye tocar. Estaba estudiando, preparando la música de Semana Santa de Parsifal. Wagner baja. Y en la mesa del almuerzo —tenemos el testimonio directo de Cosima— se pronuncia sobre la cuestión judía y dice: “¡Hay que quemar vivos a los judíos!”. El mismo día en que compone la música de Semana Santa de Parsifal. Me dirá usted: “Hay que comprenderle.” ¡No! No se puede comprender. Nosotros somos hombres y mujeres insignificantes. Usted y yo. Gracias a esos gigantes tenemos una herencia inmensa; no imagino mi existencia sin Tristán, sin otras páginas de Wagner, sin Ser y Tiempo, sin los libros sobre Kant, sin los ensayos sobre los presocráticos, etc. La edición de las obras completas de Heidegger tendrá más de cien volúmenes.
Para mí la mejor explicación la ha dado su discípulo predilecto, su sucesor, Gadamer, que también fue un gran pensador. Estábamos en el centenario de Heidegger, en Friburgo, y casi llegamos a las manos Ernst Nolte, un historiador hasta cierto punto neonazi, y yo. Gadamer, que era físicamente un gigante, con toda tranquilidad, pone sus manos sobre mis hombros y me dice: “¡Steiner! ¡Steiner! Cálmese usted. Martin era el más grande entre los pensadores y el más mezquino entre los hombres”. Es un análisis excelente; no justifica nada, pero no cabe duda de que es verdad. Heidegger, Wagner… Hay muchos otros ejemplos.
Si me pregunta quién ha marcado el curso de la lengua francesa, en los tiempos modernos, le diré que son Proust y Céline. Los dos. Céline es, con Rabelais, uno de los más grandes magos de la lengua francesa, gracias a Viaje al fin de la noche. Pero no solo es el Viaje. Las tres novelas sobre su fuga a Dinamarca (que muy pocos leen hoy en día) —De un castillo al otroNorte y Rigodón— son una maravilla. Las escenas con su gato Bébert, ante las llamas de Colonia, cuando el gato se pierde entre las llamas y se baja del tren; las escenas en Sigmaringen —donde Pétain completamente sordo, no oye el descenso del avión inglés que se acerca al puente— ¡son shakespearianas! Y lo digo con todo el cuidado. En ese hombre horrible se esconden grandes invenciones poéticas. Y también una inmensa compasión humana. Como médico fue formidable con los pobres, con los animales. A mí me encantan los animales y comparto, me atrevo a compartir con él, esa pasión y admiro en él lo que significa para él el animal, el sufrimiento animal. Por eso no consigo comprender. Ese mismo hombre concibe esa basura infame que es Bagatelas para una masacre y otros textos. Panfletos, grandes panfletos antisemitas. Se me pide comprensión; no puedo comprenderlo. Ese mismo hombre quiere que todos los judíos acaben en un horno.
¿Qué hacer frente a eso? Como lector, como profesor, tengo una deuda enorme con esos textos. Son los textos que amueblan mi mente y mi ser. Ello no quiere decir ni por un instante que defienda a esos hombres. Así pues, tal vez nuestra suerte sea no llegar a conocerlos: yo no quise conocer a Heidegger. No quería, no me habría atrevido. También tuve, claro está, la posibilidad de conocer a Céline.
¿Cómo vivir sin Wagner? La música de Wagner es la de Wagner. ¿Y en filosofía? Acabo de leer una cita de Derrida, quien dice: “La filosofía del futuro es estar a favor de Heidegger o en su contra.”

George Steiner
Un largo sábado
Conversaciones con Laure Adler
Traducción: Julio Baquero Cruz
Editorial: Siruela

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Proust considera que en el proceso creador la inteligencia no desempeña más que un papel secundario. Muchos escritores comparten esta opinión. Colette dijo a Emmanuel Berl: «Es usted demasiado inteligente para ser un buen novelista». Y Claudel observaba: «La inteligencia no es la cualidad esencial de un artista en mayor medida que la prudencia lo es de un militar». Lo cual no quiere decir, evidentemente, que para un artista sea más ventajoso ser un imbécil —Proust mismo tenía una inteligencia formidable—; pero todos esos escritores saben por experiencia que, en la creación literaria, no es su inteligencia lo que se moviliza, sino más bien su sensibilidad y su imaginación. Lo que importa sobre todo es «la inspiración», el «estado de gracia», la comunicación directa establecida con las fuentes profundas de la memoria y del inconsciente; y para captar esas fuentes a menudo es preferible dar descanso a la inteligencia. Aragon era más inteligente que Eluard, pero Eluard era mejor poeta. La inteligencia no inhibe ese don poético; el don poético simplemente es de otra naturaleza: puede coexistir con una inteligencia mediocre, incluso con una mente confusa. Tengo un disco de Céline que escucho de vez en cuando. Las primeras páginas de El viaje al fin de la noche (leídas por Michel Simon) producen físicamente (carne de gallina) la impresión del genio en estado puro. Es perturbador. Luego viene una larga entrevista al autor, que desvaría y repite machaconamente banalidades. Es deprimente. ¿Céline y el doctor Destouches habrían sido, pues, dos individuos diferentes?

No, diría Sainte-Beuve, que pensaba que el hombre y el escritor constituían una unidad: un completo conocimiento del primero os dará la plena comprensión del segundo. Pero Proust demolió soberbiamente esta mecánica grosera: «[Sainte-Beuve] desconocía lo que nos enseña una habituación un poco profunda con nosotros mismos: que un libro es el producto de un yo distinto del que manifestamos en nuestras costumbres, en la sociedad, en nuestros vicios». Lo cual explica, por otra parte, el contraste a veces impresionante entre el esplendor de una obra y la maloliente miseria humana de su autor. Paradoja perfectamente resumida por el axioma de Valéry: «Toda persona es inferior a lo que ha hecho de más hermoso».

Simon Leys
La felicidad de los pececillos
Traducción: José Ramón Monreal
Editorial: Acantilado

lunes, 9 de noviembre de 2020

UN DÍALOGO SOBRE EL AMOR de EVE KOSOFSKY SEDGWICK. RESEÑA por EDUARDO NABAL

 


"Un diálogo sobre el amor". Por Eve Kosofsky Segdwick


Después de la publicación y estruendosa acogida de su ya imprescindible “Epistemología del armario”- un clásico para ver con otros ojos la historia de los y las grandes o más afamadas plumas literarias de tiempos pasados-,  a la profesora  y reconocida activista feminista y “queer”  Eve Kosofsky Segdwick  le fue diagnosticado un cáncer de mama, en estado avanzado. La mujer que nos destapó los secretos de los cuentos de Henry James, la  pluma de Willa Cather, el camp nietzchiano, las claves de Proust, las metáforas homoeróticas de Melville, la ambigüedad del canon heterocentrado estaba, ahora, aquejada  de una grave dolencia, que empezó a exponer en algunos de sus artículos.

Una experiencia que ella vivió como  extrema, en la que aspectos como la calvicie, la pérdida de un pecho, la quimioterapia o el seguimiento continuado de su enfermedad le abrieron una puerta de dolor y lucidez a la hora de repensar su propia corporalidad (nunca “ocultó” su gordura) y la relación de ésta con el mundo, lo personal y lo político. La autora se siente mas dañada por el efecto del tratamiento médico que por el propio mal que padece y víctima de una aguda depresión acude a la consulta de Shanon, un psicoanalista poco habitual, con el que se entiende y no se entiende, indagando en los aspectos más íntimos de su personalidad y revitalizando su memoria. Allí comienza su último libro, uno de los más difíciles, duros y experimentales,  donde mezcla la prosa y la poesía, la vivencia inmediata del presente continuo y los recuerdos de como se fue formando como niña, adolescente, joven y mujer, dentro y  fuera de la norma.

Eve Kosofsky Sedgwick, Durham, NC, 1992. Photo: H. A. Sedgwick.

Segdwick no rechaza, aunque también lanza una mirada clarividente e irónica, los intentos del doctor, con el que entabla un diálogo donde se mezclan la furia y la comprensión mutua, el afecto  y el desapego, los postulados de la terapia al uso y hace una atrevida inmersión en el lejano origen de sus fantasías sexuales S/M,  en el miedo al dolor y  la muerte, y en su lugar incierto como académica que, en esta ocasión, se muestra como una narradora intensa y  audaz, que va desde la introspección más descarnada -a través del monólogo interior- al terreno de los haikus japoneses, que le permiten fundir su experiencia en el formato prosaico y las breves composiciones poéticas que salpican todo el libro.

Como profesora y teórica no siempre fue bien acogida por la academia con mayúsculas por sus osados artículos y ensayos algunos de los cuales como “Jane Austen y la niña masturbadora”, incluido en su polémico libro “Tendencies”, sin traducción castellana, causaron un verdadero revuelo en el mundillo universitario anglosajón. La autora cuestiona en sus obras temas como los valores heteropatriarcales de las fiestas navideñas, el generalizado impulso criminal sobre los adolescentes gays y lesbianas al tiempo que desmonta ese limbo de “silencio pactado” en el que se encuentra la obra y la trayectoria de grandes escritores del pasado y el presente.

“Un diálogo sobre el amor” combina los apuntes del psicólogo y los pensamientos cambiantes de la “paciente” que, además, ha vivido de cerca la muerte de su amigo y colega Gary, enfermo  de  Sida durante aquellos mismos días. Una pandemia que, gente como ella, siempre vieron llena de connotaciones políticas y de género, debido a la parsimonia de los poderes fácticos, la avaricia de la industria farmacéutica, la desidia médica y el fantasma del estigma.

La autora rememora los “die-inds” de Act-Up como actos políticos donde se escenificaba y anticipaba el fantasma de la llegada de la muerte ante la dejadez institucional. Hoy, en tiempos de terrible pandemia mundial, también sabemos algo de la gestión para-policial que, en algunos países, se hace de la salud pública, tras priorizar los servicios sanitarios en el ámbito elitista de lo  privado.

Segdwick siempre busca, ya desde sus experimentos literarios con sus alumnos, crear un tejido poético subversivo y una puesta en común de la literatura donde el canon y el clasicismo se ven cuestionados desde una óptica iconoclasta, rebelde y  falta de prejuicios a la hora de aproximarse a los clásicos y de desmontar las máximas establecidas sobre su vida y su obra.

Pero “Un diálogo sobre el amor” es sobre todo un diario rico, electrizante, a ratos lírico y a ratos mordaz, y, a su manera,  estilísticamente innovador, acerca de una enfermedad que se le complica llevándole a las puertas de la desaparición. Pero la autora no cesa de crear, de recordar sus vivencias y su relación ambivalente con sus padres y con otras mujeres, su salida al mundo exterior y la mezcla de timidez e impulsividad que han caracterizado su trayectoria vital.

Sin perder nunca de vista la mirada “torcida” la autora pone en primer término su vivencia tambaleante de una enfermedad terminal, durante la que sigue viajando, dando conferencias, interesada en los problemas de su tiempo y poniendo por escrito sus más íntimas reflexiones, llegando al terreno foucaultiano de “la confesión”. Sin abandonar su cuaderno de viaje la autora incluye inteligentes apuntes sobre el racismo, la homofobia, la violencia y los tabúes más que vigentes en muchas zonas de  su país.  En “A dialogue for love” se mezclan los estilos literarios, los registros del habla, los párrafos en mayúsculas y minúsculas, los versos sueltos y las reflexiones agudas, y  explora sus sentimientos más personales, sus recuerdos traumáticos, las cortapisas del tiempo en el que creció, sin abandonar nunca una enconada batalla por su propia supervivencia y por una comprensión sincera, cálida y lúcida, de sus congéneres, sus recuerdos, sus temores y su trayectoria en  el mundo que le toco vivir.

Segdwick, como a su manera la afroamericana, activista y poeta Audre Lorde (“Diarios del cáncer”)  o Kate Millet,  la la legendaria feminista lesbiana sometida a más de  una traúmática experiencia psiquiátrica (“Viaje al manicomio”, donde denuncia el abuso de los psicofármacos) confía en que su angustiosa experiencia con la enfermedad le abra, también, una ruta de renovada creación literaria, la desterritorialización de las fronteras entre el ensayo y la poesía, la revisión de sus habituales formas de expresión  y un intenso análisis personal y social, a la vez lúdico y estremecedor.  Es aquí donde la experiencia de la dolencia o la enfermedad adquiere un significado colectivo, poniendo en primer término la apatía y las carencias sociales así como el poder incontestado de la clase médica, al servicio de intereses políticos y macro-económicos.


"Un diálogo sobre el amor". Por Eve Kosofsky Segdwick. Edición de María José Bellbell y Orestes Hurtado. Editorial Alpuert

domingo, 8 de noviembre de 2020

Elogio del agente de aduanas: la suspicacia como práctica crítica Carlos Copertone

 


Publicado el 2020-11-08

Los historiadores del arte, en ocasiones, se comportan de una manera injusta y, ya sea de manera consciente o inconsciente, esquivan, ningunean e invisibilizan la aportación de ciertos agentes cuya labor parece esencial a la hora de definir un determinado canon estético.

Estas pequeñas aportaciones las llevan a cabo personas, a menudo desconocidas, que realizan una callada, infatigable y anónima labor de cribado que evita la degradación del corpus creativo de la contemporaneidad. Se les conoce con el nombre de agentes de aduana. Su trabajo es el mismo en todos los países: supervisar el comercio internacional, proteger los intereses financieros, tratar de evitar el comercio desleal e ilegal y exigir los aranceles correspondientes como consecuencia de la entrada de mercancías procedentes del exterior.

Es en el desarrollo de estas tareas donde aparece la suspicacia como expresión contemporánea, como una posible relectura crítica de las materialidades migrantes, como auténtica práctica curatorial, no ya independiente, sino inserta en una estructura o sistema evolutivo y complejo.

No en vano, tal síntoma viene a actuar como paradigma y sublimación de una actitud generalizada de buena parte de la sociedad ante el arte contemporáneo: la desconfianza y la sospecha. En definitiva, es el conjunto del aparato social el que opera a través de los criterios de los funcionarios de aduanas.

Poner el foco sobre tales agentes, sacarlos del anonimato de una práctica burocratizada que ensombrece la brillantez de sus logros y su enorme potencial crítico, teorizar sobre sus técnicas de análisis y la pertinencia de sus conclusiones, en ocasiones, inapelables, constituye una labor aún pendiente.

Con el ánimo de subsanar esta carencia citamos tres ejemplos de esta heterodoxa, pero eficiente práctica que toma como punto de partida el recelo, la desconfianza, la prudencia exacerbada... la suspicacia en definitiva. Estos casos se proyectan sobre sendas obras: L'Oiseau dans l'espace (1926), de Constantin Brancusi, Six Alternating Cool White/Warm White Fluorescent Lights Vertical and Centred (1973), de Dan Flavin y más recientemente, An Unholy Alliance (2016), de Cristina Garrido.

A través de estas tres esculturas y sus vicisitudes fronterizas comprobaremos de qué manera la labor de los agentes de aduana ha ido generando un corpus curatorial susceptible, entre otros aspectos, de dar lugar a una definición jurídica de la obra de arte, de llevar a cabo una suerte de “deconstrucción” de un todo en sus distintas partes, subrayando la autonomía de cada una de ellas y, en fin, de transmutar la naturaleza de la pieza de arte para concebirla como display o receptáculo transmisor (al menos potencialmente) de sustancias ilegales.

En el caso de L'Oiseau dans l'espace (Pájaro en el espacio), del artista rumano Constantin Brancusi, la controversia tuvo lugar cuando Marcel Duchamp, que en ese momento era marchante del artista, envió un buen número de esculturas desde Francia a Estados Unidos para ser exhibidas en Nueva York y Chicago. Tras verificarse el contenido del cargamento en la aduana, los agentes encontraron una figura de bronce pulido, de un dorado brillante y de cerca de metro y medio de altura que, en nada se parecía a un pájaro. Como no encontraron ningún parecido con ese animal al que decía representar, la gravaron con los aranceles correspondientes a “utensilios de cocina y hospital”, a diferencia de lo que hubiera ocurrido en caso de verificarse que se trataba de una obra de arte, en cuyo caso se encontraría exenta de pagar arancel.

La mirada de los agentes aduaneros no dejaba lugar a equívocos: aquello no era un pájaro. Se trataba de un trozo de metal pulido. Es cierto que aquello no era incompatible con el propósito de Brancusi, quien afirmó que no trató de esculpir un pájaro, sino su vuelo, pero fuere lo que fuere, para los agentes aquello no era arte. 

Los funcionarios de aduana tenían claro que una obra de arte debía ser un eco imitativo de los objetos naturales y, a ser posible, en sus verdaderas proporciones. La fidelidad a su discurso realista por parte de la aduana llevó al escultor rumano a interponer una demanda que obligó a que la justicia tuviera que definir qué era el arte, desentrañar la verdadera naturaleza de ese objeto que tenían delante de sus ojos y cuál era, en definitiva, la esencia de la escultura.

Brancusi contra Estados Unidos fue, probablemente uno de los primeros pleitos donde todas estas cuestiones salieron a relucir (1). En el proceso, tras la declaración de directores de museos y expertos en artes plásticas del país, la sentencia del Tribunal de Aduanas de Estados Unidos, de 26 de noviembre de 1928, dio la razón al artista, señalando lo siguiente:

“Se ha demostrado que el objeto sobre el que debemos pronunciarnos sirve a fines puramente decorativos, su utilidad es la misma que la que pudiera tener cualquier escultura de los maestros antiguos. Es bello y de líneas simétricas y aunque sea algo difícil relacionarlo con un pájaro, resulta agradable contemplarlo e interesa por su gran valor decorativo. Y puesto que a la luz de las pruebas aportadas entendemos que se trata de la producción original de un escultor profesional y que de acuerdo con las autoridades en la materia más arriba indicadas constituye efectivamente una escultura y una obra de arte, estimamos el recurso presentado y fallamos que el objeto importado está exento de gravámenes arancelarios.”


La apelación a conceptos como la utilidad, la belleza o el carácter decorativo no se contradice con el efecto rupturista que en ese momento estaban generando las vanguardias artísticas, pero el Tribunal también afirmó que “(...) esas ideas de vanguardia y sin perjuicio de que nos declaremos afines o no a las escuelas que las propugnan, estimamos que se deben tener en cuenta, toda vez que su existencia e influencia en el mundo del arte han sido reconocidas.”

La radicalidad del criterio curatorial de los agentes de aduana, que no veían en ese bronce de Brancusi ni una obra de arte ni un pájaro, sufrió un serio varapalo con la decisión de la justicia lo que, sin duda, les debió provocar trinos, revuelo y cacareo.

Varias décadas más tarde otra pieza que se alegaba escultórica -Six Alternating Cool White/Warm White Fluorescent Lights Vertical and Centred (1973), de Dan Flavin- iba a ser la llamada a aportarnos nuevos enfoques del argumentario aduanero, conectado en esta ocasión con las corrientes postestructuralista y deconstructivista.

En 2006 esta obra, que como muchas otras del artista, estaba conformada por tubos de neón, fue enviada (debidamente desmontada y con cada tubo embalado individualmente) desde los Estados Unidos a Londres para ser expuesta en la galería Haunch of Venison. En aduana no se consideró que aquello fuera una obra de arte merecedora de la aplicación del arancel reducido o exento, sino que se aplicó el arancel correspondiente a objetos de iluminación.

Tras una serie de alegaciones, la justicia británica dio la razón a la galería, al considerar que nos encontrábamos ante una genuina obra de arte, anulando el arancel aplicado en aduana. Ahora bien, la Comisión Europea (competente en materia aduanera) concluyó que el criterio de los agentes de aduana era el correcto, al entender que la valoración a los efectos del arancel de los objetos introducidos en el territorio de la Unión Europea debe corresponderse con su realidad material y que ninguno de ellos, individualmente considerados, podía tomarse como una obra de arte, dado que su carácter artístico no descansa en los distintos elementos materiales que la componen, sino que únicamente aparece con su posterior montaje y disposición.

El discurso “deconstructivista” de los agentes de aduana, avalado por la Comisión Europea, propone, por lo tanto, una toma en consideración de cada elemento aislado del conjunto, en plena sintonía con las tesis postestructuralistas que coincide con la idea de que la obra de arte carece de sentido si no se presenta en su conjunto.

La alargada sombra de la “deconstrucción” en las oficinas aduaneras parece evidente. La función de filtro, tamiz o cedazo que estas desarrollan, al impedir que se cuele lo que no debe, quizás busca emular la intervención urbana en forma de red que Derrida y Peter Einsenman propusieron para el Parque de la Villette de París en la década de 1980. Inspirado en el concepto de khôra que aparece, por primera vez, en el Timeo de Platón -vendría a ser, dicho de una manera bastante simplificadora, como un tamiz que criba lo sustancial de lo insustancial y disemina las ideas-, el filósofo propuso la representación de un filtro filosófico en el parque, un objeto dorado con forma de trama, de cedazo o de rejilla. En definitiva, si se me permite la analogía, la intervención arquitectónica podría verse como una sublimación de la labor que desarrollan estos agentes.

Las consecuencias prácticas de la confirmación del discurso crítico aduanero son ilimitadas y difíciles de predecir. No se nos escapa que esos eventuales manuales de uso interno que puedan ir elaborando estos funcionarios, las discusiones que se generen entre ellos, incluso sus conversaciones informales a la hora de desarrollar su trabajo, pueden tener una incidencia clave en la producción artística de las próximas décadas. ¿Hasta qué extremos llegará su labor crítica a la hora de aplicarla a las producciones de los Young British Artists?, ¿qué opinarán de los referencialistas?, ¿y de los malformalistas?, ¿qué tipo de escáner aplicarán a las piezas que vulgarmente adscribiríamos a los nuevos materialismos? Toda una suerte de interrogantes abiertos y de una contemporaneidad radical.

El tercer y último caso que vamos a abordar es el de An Unholy Alliance (2016), de la artista española Cristina Garrido, que viajó de la Ciudad de México a Madrid para una exposición. Se trata de una instalación compuesta por varios pares de piezas escultóricas que se disponen junto a un lomo arrancado de diferentes revistas internacionales especializadas en artes plásticas (Artforum, Frieze, Modern Painters, Mousse, ArtReview y Art Monthly). Todas las páginas de esas revistas, excepto el lomo, se han triturado formando una pasta de papel con la que se han moldeado sendas esculturas en forma de volúmenes esféricos, uno de ellos conformado por las páginas correspondientes al contenido crítico y artístico y el otro, de mayor tamaño, por las páginas dedicadas a la publicidad.

Al igual que en los otros dos casos analizados, la práctica curatorial crítica desarrollada por los agentes de aduana en este caso descansa sobre idéntico concepto: la suspicacia y el recelo. Ahora bien,  aquí la técnica se depura, puesto que la misma ya no opera con la realidad de lo perceptible a los sentidos, ni siquiera con la “deconstrucción” de los distintos elementos para encontrar el sustrato último, sino que esa técnica penetra ahora en la ontología de la pieza y su capacidad portante. La escultura puede ser un display potencial de nuevas materialidades.

Para ello eligen al azar uno de esos volúmenes escultóricos, lo abren por la mitad (tal y como se aprecia en la fotografía) e incluso taladran la pieza en distintos puntos seleccionados. El empeño por llevar a sus últimas consecuencias el suspicaz discurso curatorial no se conforma con concebir y analizar la realidad de la pieza sino que indaga en su potencialidad para contener drogas que, en caso de encontrar, impedirían la entrada en el país tanto de la pieza concreta, como del conjunto.

La metamorfosis experimentada por la pieza tras su paso por la aduana resulta paradójica. Si la práctica de la artista y, por lo tanto, la de la propia pieza ya se encontraba atravesada por la teoría, por la crítica y por la dialéctica contenida en esas páginas trituradas y vueltas a erigir en forma escultórica; con posterioridad vuelve a ser nuevamente atravesada, taladrada por una práctica crítica de perfiles propios, emancipada de los discursos imperantes, alumbrando un objeto enteramente nuevo que no solo ilustra discursos curatoriales diversos y a menudo antagónicos, sino que se sirve de tales discursos para construir su cuerpo y, al mismo tiempo, para fragmentarlo.


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Imagen de portada: Cristina Garrido, An Unholy Alliance (2016)

(1)  Mónica Sumoy Gete-Alonso, Brancusi contra los Estados Unidos. La definición jurídica del arte, Comares, Granada, 2007.

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