miércoles, 3 de julio de 2024

La potencia transformadora del arte, Miguel Ángel Hernández De calledelorco en julio 3, 2024




En gran parte de las novelas mencionadas en este texto, el arte no aparece como un elemento encerrado en el museo o la galería para satisfacer la curiosidad cultural, sino que acontece en la vida de los personajes y afecta a su realidad. Hay un antes y un después del contacto con la obra. El arte penetra en el espacio cotidiano, lo toca, lo agita y lo altera. El arte transforma la vida. Podría decirse que, en cierta manera, tiene sentido, actúa, emociona, conmueve…, «funciona». Y una de las claves de este «funcionamiento» es que los escritores se sitúan en el espacio del espectador y describen la experiencia estética. Es lo que ocurre, por ejemplo, en 10:04 (2014), de Ben Lerner; Punto omega (2010), de Don DeLillo; o Kassel no invita a la lógica (2014), de Vila-Matas. El personaje está frente a la imagen, observándola, experimentándola, y no sólo analizando su discurso crítico, sino dejándose llevar por lo que la obra sugiere. La obra que se contempla no está desconectada del relato, sino que ocupa un lugar en la sucesión del antes y el después. El personaje entra al museo con su mundo de vida y, después de la observación, la obra viaja con él. No hay una desconexión de los espacios ni de los tiempos, sino una superposición. El arte es un elemento más del discurrir del relato, una parte más de la vida. Su capacidad de actuación proviene, precisamente, de su conexión con los tiempos de la experiencia vital.

Este situarse del lado del espectador a través de la búsqueda de vínculos con el mundo de vida es una de las diferencias más palpables entre la escritura de la novela y la escritura crítica. Y es que, cuando nos acercamos a las obras de arte como críticos de arte, solemos perder la relación con la experiencia, con lo que traemos con nosotros y con lo que nos llevamos después. Observamos las obras como un todo cerrado situado en un lugar fuera del mundo y las analizamos despiezándolas, como si estuvieran en una mesa de autopsias. Cuando leemos un texto de crítica de arte, nos encontramos allí la obra abierta en canal, descompuesta, analizada, pero desactivada. El texto la desactiva igual que lo hace la institución. La novela —la narración de la historia y la experiencia— y las formas no analíticas de escritura, en cambio, afrontan el arte en su terreno, que no es otro que el de la experiencia del espectador. Una experiencia que, como críticos de arte, muchas veces dejamos de lado, usando la escritura casi como una especie de armadura para protegernos de las obras. Y esa desafección crítica —aparte de negar la subjetividad del escritor— acaba negando muchas veces la potencia transformadora del arte. Los textos aparecen como discursos racionales, aunque nada de lo que decimos se incorpora a la experiencia estética.

Después de varios años saltando entre la narrativa y la crítica de arte, he podido constatar esta diferencia fundamental a la hora de dar cuenta del alcance de la obra de arte. Cuando escribo ficción y utilizo el arte en la narración, cuando el arte es lo que me rodea —lo que rodea al personaje de la ficción— y no lo que está colgado de una pared, aislado del mundo, siento que funciona. Cuando me dedico a él como crítico de arte y soy yo el que lo rodea, siento que lo desactivo. En un caso, dejo que el arte afecte a la experiencia —a la real o a la de ficción—; en el otro, de modo inconsciente —porque la «disciplina» del texto lo condiciona—, me sitúo fuera de campo. Es como si, ante las obras, tuviera dos opciones: estar fuera, buscando la distancia crítica, o dentro, nadando en la experiencia. Ambas posiciones son necesarias. Y lo que me gustaría —lo que intento— es encontrar un punto de cercanía-lejanía, un estar fuera y al mismo tiempo dentro, una forma de escritura capaz de acercarse al fenómeno artístico sin perder el sentido último de que el arte es acerca de la vida.

Por supuesto, no defiendo aquí un abandono de la crítica de arte; cada disciplina tiene su contexto de actuación. Pero sí me interesa señalar que hay un aspecto esencial del arte —la experiencia afectiva— que está presente en la novela y que se escapa a la crítica de arte. Y que los críticos de arte pueden —podemos— aprender algo de los narradores acerca del modo en que el arte se desenvuelve y actúa en sus escritos: hacer que el arte funcione como funciona en las novelas, que muchas veces se convierten en laboratorios, en el sentido ofrecido por Laddaga, donde es posible imaginar «cómo funcionaría el arte si realmente funcionara». Porque —y que me perdonen los colegas de profesión; los críticos, digo— tengo la impresión de que son los escritores los únicos que de verdad toman en serio la potencia del arte. Y que en sus creaciones la despliegan y la ponen en juego, convirtiendo los textos en museos sin paredes donde arte y vida se conectan.

Miguel Ángel Hernández
"La novela como laboratorio: 
espacios de contacto entre arte y literatura"
Cuadernos Hispanoamericanos
1 enero de 2019


martes, 2 de julio de 2024

URSULA K. LE QUIN

 




«Sócrates dijo: “El mal uso del lenguaje induce el mal en el alma”. No estaba hablando de gramática. Hacer un mal uso del lenguaje es utilizarlo como lo hacen los políticos y los anunciantes, con fines de lucro, sin asumir responsabilidad por el significado de las palabras. El lenguaje utilizado como medio para conseguir poder o ganar dinero sale mal: miente. El lenguaje utilizado como fin en sí mismo, para cantar un poema o contar una historia, va hacia la verdad. Un escritor es una persona a la que le importa el significado de las palabras, lo que dicen y cómo lo dicen. Los escritores saben que las palabras son su camino hacia la verdad y la libertad, y por eso las usan con cuidado, pensamiento, miedo y deleite. Usando bien las palabras fortalecen sus almas. Los narradores y poetas se pasan la vida aprendiendo esa habilidad y el arte de utilizar bien las palabras. Y sus palabras hacen que las almas de sus lectores sean más fuertes, más brillantes y más profundas.»







Escribir la vida, Zadie Smith De calledelorco en junio 28, 2024






Hace mucho que quiero llevar un diario. Durante la adolescencia lo intenté varias veces sin conseguirlo. Soñaba con ser tan sincera como Joe Orton, cuyos diarios admiraba muchísimo. Los encontré en una biblioteca a los catorce años más o menos, y los leí en parte por interés literario y en parte como pornografía, siguiendo emocionada a Joe por los muchos rincones de la ciudad por los que yo sólo pasaba, pero en los que él se las había ingeniado para mantener encuentros sexuales ilícitos. Pensaba: “Si vas a escribir un diario, debería ser así: completamente libre y honesto.” Pero descubrí que no era capaz de escribir sobre deseos sexuales (era demasiado tímida, demasiado falsa) y tampoco describir ninguna actividad sexual, puesto que hasta aquel momento no había tenido ninguna, así que el supuesto diario acabó degenerando en una crónica banal de presuntos flechazos y romances fantasiosos que enseguida me asqueó y acabé dejando de lado. Un poco más adelante volví a intentarlo, esta vez centrándome sólo en la escuela y contando, como su fuera un personaje de Judy Blume, incidentes a la hora del recreo y dramas de amistad, pero nunca era capaz de apartar de mi mente un posible público, cosa que me lo arruinaba todo: parecían deberes de clase.

La premisa misma de los diarios consiste en escribir algo que es para ti misma y para nadie más, pero yo siempre narraba las cosas anticipándome a la posibilidad de que tal o cual compañero de clase me quitara el cuaderno y se lo enseñara a todo el mundo, así que llegado un punto me sentía completamente deshonesta. Por otra parte, me daba la impresión de que la vida tenía ya demasiado artificio como para que hubiera necesidad de convertir mis pensamientos más íntimos en algo elaborado y bonito, y que quizá el problema fuera que existía gente capaz de escribir con sinceridad y sencillez a propósito de sus sentimientos, mientras que yo no podía evitar convertirlos en algo elaborado y bonito.

Más tarde, siendo ya una joven adulta, leí muchísimo los diarios de Virginia Woolf, y una vez más pensé que debería llevar un diario. A esas alturas me conocía lo suficiente para saber que relatar sentimientos personales me resultaba intolerable (era demasiado pudorosa), y también que era demasiado holgazana para imponerme la carga de trabajo cotidiana que suponen los diarios, así que intenté copiar la forma y el estilo del Diario de una escritora de Woolf y sólo hacer entradas de los días en los que ocurriera algo literario, ya fuese algo que yo misma hubiera escrito o leído, o encuentros con otros escritores.

Ese diario duró exactamente un día: narraba una tarde que pasé con Jeffrey Eugenides, para lo cual necesité doce páginas y la mitad de una noche. ¡Olvídalo! A ese paso, contarme mi vida me tomaría más tiempo que vivirla. Creo que parte del problema era la necesidad de escribir en primera persona, una modalidad que hasta hace muy poco me resultaba laboriosa y estresante. No conseguía emplearla con la suficiente confianza salvo en breves arrebatos ensayísticos.

Cuando era más joven, ni siquiera soportaba que la palabra “yo” apareciera en la página —ese pudor, nuevamente—, y siempre intentaba camuflarlo con un “nosotros”. Eso empezó a cambiar cuando llegué a Estados Unidos, y luego fue una escalada: revisando estas páginas ahora mismo, veo más “yoes” que en un poema de Walt Whitman. Pero todavía tengo cierto bloqueo mental cuando se trata de diarios y registros de vivencias personales. Me asaltan las mismas preguntas infantiles: ¿para quién es?, ¿qué voz es ésta?, ¿a quién estoy intentando engañar, a mí misma?

Me doy cuenta de que no quiero ningún registro de mis días. Tengo la clase de cerebro que borra todo lo que queda atrás casi al instante, como el perro-escoba de Alicia en el País de las Maravillas de Disney; que barre el sendero por el que avanza. Nunca sé qué es lo que hice en determinada fecha, o cuántos años tenía cuando pasó esto o aquello, y ya me va bien así. Siento que, cuando sea muy vieja y la cabeza “se me vaya”, mi vida no será muy diferente de la que llevo ahora, sumida en esta miasma de desmemoria que, a pesar de enfurecer a la gente más cercana y más querida, de alguna manera encaja conmigo, visto que no soy capaz de cambiarlo por mucho que me empeñe. Me pregunto si, indirectamente, eso no estará conectado con mi forma de escribir ficción, donde, por ejemplo, puede aparecer una alfombra que había en la puerta del piso en el que viví hace años tal como era entonces: esa alfombra exacta, con la misma urdimbre y la misma trama, aunque yo sea incapaz de decir exactamente cuándo viví allí, con quién salía y ni siquiera si mi padre estaba vivo o ya había muerto en esa época. Quizá mi desmemoria, que no pueda retener fechas ni sucesos relevantes, pone en funcionamiento otra clase de memoria: la usencia de recuerdos despeja el sendero para que haga su aparición “lo que sea” que se cuela en mi cabeza como un tímido animal nocturno que arrastra a su paso elementos extraños, como una alfombra, una triste peonía marchita o una pegatina de fresa que me encantaba y no he vuelto a tener delante desde 1986, pero que sigue teniendo la misma forma —de una fresa— y oliendo a fresa.

Si se trata de contar la propia vida al viejo estilo, con auténtica honestidad y compromiso, con pelos y señales, lo único que puedo mostrar —ante san Pedro o ante quien haga falta— es mi cuenta de correo electrónico de Yahoo!, abierta alrededor de 1996 y todavía activa. Ahí (aunque preferiría morir a releer todo lo que hay allí dentro) probablemente esté lo más cercano a un relato honesto de mi vida, al menos por escrito. Ésa soy yo, para bien y para mal, con todos los buenos actos, las mentiras cochinas, las peleas domésticas, las amistades librescas y las compras de moda por internet. Como debe de sucederle a muchísima gente (supongo), una de mis pesadillas recurrentes es que alguien se cuela en esa cuenta y, después de leer lo que le da la gana, se pone a emitir juicios sobre mí. Pero al mismo tiempo pienso que, si cuando esté muerta mis hijos quieren saber cómo era en la vida cotidiano, no como escritora, no como una persona más o menos presentable, sino simplemente como el iluso ser humano que soy, harían bien en mirar ahí.

Zadie Smith
Con total libertad
Traducción: Eugenia Vázquez Nacarino
Editorial: Salamandra