martes, 29 de junio de 2021

Campos en la niebla. Cantos de lo irrecuperable David García Casado



El canto de un pájaro puede incluso, por un momento, convertir el mundo entero en un cielo dentro de nosotros, porque sentimos que el pájaro no distingue entre su corazón y el del mundo. 

Rainer Maria Rilke  (1)

Escribir ficción es como recordar aquello que nunca ha sucedido. 

Siri Hustvedt (2)

La memoria es en sí misma la expresión de lo perdido, de lo irrecuperable, pues si pudiéramos volver a traer todo lo que ella contiene dejaría de ser memoria y sería ya experiencia presente, como un mapa borgiano cuyo tamaño equivale al territorio que representa. A pesar de las bellas palabras de Siri Hustvedt sobre la escritura de ficción como una memoria no vivida, admitamos que gran parte de la producción simbólica surge de los esfuerzos de sus creadores por producir algo que se parezca a su memoria, si no ya literalmente al menos las intensidades emocionales que aún perduran, en un acto de recuperación singular donde se intenta dar forma a los elementos abstractos que conforman la memoria emocional y sensorial. 

El formato inmaterial de la música parece acertado para dar un cierto cuerpo al residuo emocional de la memoria. Como José Luis Brea escribió en su bello texto El espíritu de la música: “la música recrea el pasar del tiempo no dominable por tu pensamiento, para hacérselo asequible”(3). En verdad se podría decir que gran parte, si no toda la producción musical melódica (4) surge de la indagación en un territorio de recuperación del tiempo, de la memoria como residuo de la experiencia emocional; una zona intermedia, una membrana que separa sutilmente la experiencia objetiva (si es que se puede hablar de algo así) y nuestro recuerdo de ella; un tímpano se podría decir en el que resuena el canto de lo irrecuperable. Por poner un ejemplo, gran parte de las composiciones musicales de los compositores del Tin Pan Alley (5): Cole Porter, Johnny Mercer, Hoagy Carmichael...  parecen tomar toda su inspiración en el resonar de ese tímpano, en los acordes melancólicos que, como cantos de ave, nos recuerdan que aquello que fuimos no lo somos ya. Como en Skylark, de Carmichael y Mercer, la alondra en cuyo melódico canto buscamos la respuesta al amor perdido:

Skylark

Have you anything to say to me?

Won't you tell me where my love can be?

Is there a meadow in the mist

Where someone's waiting to be kissed? (6)

Nuestras memorias más preciadas, las que identificamos como atesorados reductos de felicidad son traídas de algún modo al presente gracias a la mediación del canto de la alondra, pájaro que, como escribe Rilke, “no distingue entre su corazón y el del mundo”. Un canto que parece suspendido en el espacio y en el tiempo y que resuena en nosotros para devolvernos una presencia enriquecida por la memoria, de la que no tanto se quiere recobrar su transcripción literal —el puro recuerdo (record)—  sino más bien los vapores que la mantienen viva. La ráfaga cantarina del pájaro llega como un “summer wind(7)”, un viento veraniego que nos devuelve imágenes y sensaciones que nos atraviesan con una agridulce punzada melancólica. 

Para Giorgio Agamben, “la melancolía no sería tanto la reacción regresiva hacia la pérdida del objeto de amor como la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable”. Y añade: “que no podía perderse porque nunca se había poseído (...) y que no podía poseerse porque, quizá, nunca había sido real.”(8) Hay ciertamente un impulso melancólico en cualquier obra basada en la experiencia del autor - ya sea biográfica o ficcional - y no puede darse relato de una experiencia que no se haya vivido de alguna manera (9), a riesgo de resultar falso o impostado. ¿Pero no  es lo perdido o mejor dicho nuestro impulso de recuperación, una tarea en sí misma falsa, alucinatoria? Para Freud “puede alcanzarse el punto en que el sujeto se aparta de la realidad y se aferra al objeto perdido gracias a una psicosis alucinatoria del deseo”. (10)

Clarice Lispector nos ilumina:  “La vida real es un sueño, pero con ojos abiertos (que todo lo ven distorsionado)” (11). ¿Hay una realidad última en la propia experiencia presente? Y aquí parece estar la clave: lo que imaginamos que sucedió durante los momentos más sublimes del recuerdo y en última instancia todo lo que es residuo de nuestra experiencia no es sino ilusión, sueño. (12) Más aún, la propia experiencia actual que consideramos real y presente carece de la solidez que le presumimos y es en sí misma un “campo en la niebla”: fantasmagoría. Como aclara Jameson a propósito del concepto de hauntología o espectralidad de Derrida: “La espectralidad no implica la convicción de que los fantasmas existen o de que el pasado (y tal vez incluso el futuro que parecen profetizar) todavía está muy vivo y en funcionamiento, dentro del presente: todo lo que dice, si se puede pensar que (la espectralidad) dice algo, es que el presente es a duras penas tan autosuficiente como dice ser; y que haríamos bien en no contar con su densidad y solidez.” (13)

Partamos entonces de la premisa por la que no hay realidad alguna que no sea ficción, sueño, pues si hubiera realidad alguna esta no podría ser de ningún modo narrada, no habría forma de referirse a ella, no habría palabras que lo hicieran, tampoco imágenes o forma alguna de expresarla, a riesgo de convertirla en niebla en el mismo momento en que la observemos como ente separado a nosotros. Leonard Cohen también habla de otro pájaro, el colibrí, en su poema póstumo Listen to the hummingbird: “Escucha al colibrí, cuyas alas no puedes ver, escucha al colibrí, no me escuches a mi”. Es decir, desviemos por un instante nuestra fijación en los pensamientos y en los cantos creados por el hombre para traer de vuelta cualquier experiencia pasada. Dejemos de buscarnos en el canto del pájaro que como el de sirena nos lleva hacia las aguas melancólicas de lo perdido y escuchemos el puro roce de lo real, su fricción sin lenguaje, que nos muestra que somos a la vez presencia y ausencia, la pura expresión de lo irrecuperable. Escuchemos el viento que resuena en las cavidades de nuestra casa, la lluvia que golpea el tejado, el sonido del trueno que nos llega más tarde que el relámpago porque proviene de algún otro lugar al que quizás no pertenecemos. 

El misterio Montaigne, Virginia Woolf por calledelorco






Es la vida lo que emerge cada vez con mayor claridad conforme los ensayos de Montaigne alcanzan no su final, sino su suspensión en plena carrera. Es la vida la que se vuelve cada vez más absorbente conforme la muerte se aproxima, el propio ser, la propia alma, el hecho mismo de la existencia: que uno lleva medias de seda en verano y en invierno; que se amera el vino con agua; que se corta el pelo después de cenar.; que solo puede beber en copa; que nunca ha usado gafas; que tiene una voz atronadora; que lleva un esqueje en la mano; que se muerde la lengua; que juguetea con los pies; que se prepara para rascarse las orejas; que le gusta la carne pasada; que se frota los dientes con una servilleta (¡gracias a Dios, están limpios!); que debe tener cortinas en torno a la cama; y que, algo que es bastante curioso, reconoce que al principio le gustaban los rábanos, luego pasaron a desagradarle y ahora vuelven a gustarle. No hay hecho que por nimio que sea, que uno deje escapar entre los dedos sin analizarlo antes; y, además, está el extraño poder que nos ofrece cambiar los hechos con la fuerza de la imaginación. Observemos cómo el alma siempre proyecta sus propias luces y sombras; convierte en vacío lo sustancial y en sustancial lo frágil; colma la amplia luz del día con sueños; se siente tan estimulada por los fantasmas como por la realidad; y, en el momento de la muerte, se distrae con una trivialidad. Observemos también su duplicidad, su complejidad. Se entera de la pérdida de un amigo y empatiza con él y, sin embargo, siente un placer agridulce y malicioso ante las penas de los demás. Tiene creencias; al mismo tiempo no cree en nada. Observemos su extraordinaria susceptibilidad a las impresiones, sobre todo en la juventud. Un hombre rico roba porque su padre escatimó el dinero del niño. Otro no construye ese muro para él, sino porque a su padre le encantaban esas cosas. El alma está toda ella dominada por nervios y simpatías que afectan a cada una de sus acciones, y no obstante incluso ahora, en 1580, nadie posee un conocimiento preciso —tan cobardes somos, tan amantes de los suaves modos convencionales— de cómo funciona o de qué es; únicamente se tiene la certeza de que es lo más misterioso y de que el propio ser es el mayor monstruo y el mejor milagro del mundo. "[...] plus je me hante et connois, plus ma difformité m'estonne, moins je m'entens en moy." Observemos, observemos eternamente y, mientras existan la pluma y el papel, "sans cesse et sans travail", Montaigne escribirá.

Sin embargo, queda una última pregunta que, si pudiéramos lograr que despegase la vista de su fascinante actividad para mirarnos, nos gustaría plantear a este gran maestro del arte de la vida. En estos extraordinarios tomos de afirmaciones cortas y fragmentarias, largas y eruditas, lógicas y contradictorias, hemos percibido el propio pulso y el ritmo del alma, que late día tras día, año tras año, a través de un velo que, conforme pasa el tiempo, se va reduciendo cas hasta la nada. Aquí tenemos a alguien que triunfó en la arriesgada empresa de vivir, que sirvió su país y vivió retirado; fue terrateniente, marido, padre; entretuvo a reyes, amó a mujeres y meditó durante horas a solas inclinado sobre libros antiguos. Mediante el perpetuo experimento y la observación de lo más sutil logró por fin un milagroso equilibrio de todas esas partes caprichosas que constituyen el alma humana. Apresó la belleza del mundo con todos los dedos. Alcanzó la felicidad. Si hubiera tenido que vivir de nuevo, dijo que habría llevado la misma vida otra vez. Pero, mientras observamos con un absorto interés el apasionante espectáculo de un alma que se despliega ante nuestros ojos, la pregunta se plantea casi de forma natural: ¿es el placer el fin de todo? ¿A qué se debe este abrumador interés en la naturaleza humana? ¿Por qué este deseo subyugador de comunicarse con los demás? ¿Basta con la belleza del mundo o hay, en otro sitio, alguna explicación al misterio? Pero no hay respuesta para esto, solo una pregunta más: "Que sçais-je?".


Traducción: Ana Mata Buil
Editorial: Lumen