viernes, 14 de abril de 2017

La luz sí basta REBECA YANKE



El viernes hubo una manifestación frente al Congreso de miles de hologramas y, desde entonces, los titulares me dejan estupefacta. Miles de hologramas se manifiestan. Una manifestación de hologramas. Lo último en manifestaciones contra la Ley Mordaza. Luego te acuerdas de Rajoy con su pantalla de plasma y te sientes fatal tras tanta metáfora.
Hay dos tendencias de las últimas décadas que aún no he entendido bien, la del Tamagotchi y la de necesitar una pantalla de plasma en el salón de casa. Grande y muy plana, una señora pantalla. Se acabaron los televisores con culo, los ordenadores igual, porque ahora vivimos deslizando las cosas con el dedo, apartando lo que no interesa con un gesto nuevo. Se levanta, se toca ligeramente la pantalla y se desecha con indiferencia. Fuera. Los quince minutos de Warhol ahora son una intermitencia de segundos, un continuo sentirse Luis XVI. Un reinado entrecortado por la vida, eso sí. Esas minucias.
No soy yo de desdeñar la técnica. Y no es que todos los periódicos sean sensacionalistas, es que en el mundo pasan cosas sensacionales. Pero quizá, a fuerza de representar, hacer metáforas, crear listas, comparar e incluso estructurar la vida de forma compartimentada, hemos terminado no ya por no ver la realidad sino por mezclar varias. Un desastre. 
En Una historia del mundo en diez capítulos y medio Julian Barnes llamaba a esto «la catástrofe del arte». Vemos las noticias, reconocemos el drama, decidimos esperar a que hagan la película y nos vamos a la cama. Rajoy recibe desde el plasma, Snowden concede entrevistas virtuales - sentado en taburete- desde una embajada en Londres y para mostrar el ya no tan distópico escenario de una manifestación que sale a ojo de la cara hay que usar hologramas. Por lo menos hay luz, en todo esto, pienso en un primer momento. Pero como todo me lo llevo a lo poético me acuerdo de José Ángel Valente y de que «la luz no basta» y ya puedo, prácticamente, exigir la retirada de la metáfora. De todas las metáforas. Lejos, les digo, con mi dedo Luis XVI.
Un mes después de que el Gobierno decidiera poner en marcha el proyecto de Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana ya hubo un colectivo artístico -ahora hay que llamarlo activista- que salió a las calles con «200 envases de pollos asados, papel de celofán de colores y leds intermitentes» para decir que «estaban enfadados» por este proyecto que, si nada cambia, entrará en vigor el próximo julio. Aquel agosto de 2014 Luzinterruptus intervino «30 coches, algunos con permiso de los dueños» y colocaron «siete envases sobre el techo de cada vehículo, imitando en forma y color las luces de los coches de la Policía Nacional».
A ellos la luz sí les basta, y también saben que no hay otra vida que la entrecortada. Qué alegría que haya quien no espere un año para protestar, que salga al día siguiente a decir que algo no le parece. Lo hacen habitualmente. Con palitos de led verde hicieron hierba para quejarse del ruido lumínico de los neones, para protestar en contra de la reforma de ley del aborto -que se decide hoy- «pensando en cómo los derechos de la mujer están siendo pisoteados» se echaron a las calles «cargados de muñecas de plástico a medio inflar» -léase hinchables- a las que pusieron «luz y sellaron la boca». Todo hecho social con el que el colectivo Luzinterruptus no esté de acuerdo encuentra su revés lumínico, es decir, capaz, en este grupo de activistas de la luz. Lo explicaba bien Ángel González: nos amamos de dos en dos para odiar de mil en mil; hologramas, claro.




martes, 11 de abril de 2017

La Escalera de Jacob


La Escalera de Jacob, que toma su nombre de un bellísimo  pasaje del Génesis, el primer libro de la Biblia, es un teatro madrileño con la vitalidad de Sansón y Dalila que tiene su  sede en la calle de Lavapiés. La programación para adultos del mes de abril anuncia nada menos que 18 espectáculos teatrales  y la programación infantil, algo más moderada que la de adultos, anuncia  nueve espectáculos con títulos como Supermagia, Magia por un tubo La pócima del buen comer, que, según canta el programa,   enseña a los niños a alimentarse de una manera muy divertida. Es fantástico que a los niños  se les enseñe a comer, al menos, en el teatro porque, como es sabido, el currículo escolar  no incluye en los colegios ni la disciplina de la alimentación, que enseña a comer,  ni la disciplina del teatro, que enseña a las personas a comunicarse. Y, como el equipo que dirige La escalera de Jacob está integrado por gente hiperactiva, a esta selva de espectáculos ha sumado una programación especial para la Semana Santa que se puede consultar en la página web www.laescaleradejacob.es.
El viernes pasado, y con el recuerdo todavía fresco de la reciente celebración madrileña de La Noche de los Teatros,   asistí a la última representación de Fronterizos, una magnífica comedia de la autora argentina Josefina Ayllón. El primer deber de un autor es elegir un buen tema. Y Josefina Ayllón ha elegido un tema digno de Shakespeare: el tema de las fronteras políticas y de las fronteras que el egoísmo y el odio de los chimpancés humanos estamos levantando a todas horas del día. En la familia, en el trabajo, en nuestra vida social todos marcamos nuestro territorio levantando fronteras  de las que solo las personas distraídas no se enteran.
La mayor tragedia desde el final de la Segunda Guerra Mundial la vivimos a diario en la catástrofe que sufren tantos millones de personas que cruzan fronteras huyendo de sus países de origen. El texto original de Fronterizos de Josefina Ayllón  situaba la acción de la obra en la frontera entre Argentina y Chile.  Pero aquella frontera puede ser la de cualquier territorio. En la obra representada en La Escalera de Jacob su  excelente director, Kelvin Herrera,  ha  situado la frontera de la obra original  entre España y Marruecos. Entre los dos países,   tenemos una frontera muy peculiar marcada por las aguas del Estrecho de Gibraltar y por la frontera hispanomarroquí, con verja incluida,  de las ciudades españolas de Ceuta y Melilla.
La comedia se construye siempre sobre una tragedia que el dramaturgo contempla desde la distancia. En Fronterizos dos personajes, Soldado e Inocencio, dialogan separados por una línea  trazada en el escenario. Inocencio quiere cruzar la frontera de España pero se topa con Soldado, que hace guardia para impedir                                                                    su paso. A partir de la prohibición de cruzar la frontera                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 que Soldado le transmite a Inocencio, se inicia un diálogo delirante entre los dos personajes. Ese diálogo  pone en evidencia desde el absurdo de la división de los territorios entre países  al absurdo de tantas convenciones humanas que nos impiden tratarnos con una mayor humanidad. Los cómicos diálogos de Fronterizos se inscriben en esa fantástica corriente de teatro del absurdo que en Europa se inició con la obra teatral Tres sombreros de copa (1952), del gran Miguel Mihura, y que tuvo espléndidos cultivadores posteriores en Ionesco y  Beckett y una legión de seguidores en varios países. Sin olvidar que, antes de Mihura, representó su soberbio teatro cómico  Enrique Jardiel Poncela, del que es deudor Mihura.
Los excelentes actores Airel Muñoz (Soldado) y Daniel Marchesi (Inocencio) son dos jóvenes, de 20 años, estudiantes del prestigioso Laboratorio de Teatro William Layton.
El público rio,  sonrió y aplaudió con bríos a una obra y unos actores de esos que, como bien se dice, crean afición. Fronterizos, por su excelente humor, genera el deseo de volver muy pronto al teatro. Además, la última representación coincidió con el anuncio de la reducción del IVA para el teatro del 21% a un 10%  más soportable para el espectador. Ahora hay que luchar por una reducción del IVA al  4%, que es el IVA con el que está gravado el pan y, por cierto, también el cine porno, que, según el Gobierno de la nación,  para los ciudadanos  es un producto de tan primera necesidad como las chapatas de centeno.

Lettre de Fernando Pessoa à Mário de Sá-Carneiro

14 mars 1916



14 mars 1916
Je vous écris aujourd’hui, poussé par un besoin sentimental — un désir aigu et douloureux de vous parler. Comme on peut le déduire facilement, je n’ai rien à vous dire. Seulement ceci — que je me trouve aujourd’hui au fond d’une dépression sans fond. L’absurdité de l’expression parlera pour moi.
Je suis dans un de ces jours où je n’ai jamais eu d’avenir. Il n’y a qu’un présent immobile, encerclé d’un mur d’angoisse. La rive d’en face du fleuve n’est jamais, puisqu’elle se trouve en face, la rive de ce côté-ci ; c’est là toute la raison de mes souffrances. Il est des bateaux qui aborderont à bien des ports, mais aucun n’abordera à celui où la vie cesse de faire souffrir, et il n’est pas de quai où l’on puisse oublier. Tout cela s’est passé voici bien longtemps, mais ma tristesse est plus ancienne encore.
En ces jours de l’âme comme celui que je vis aujourd’hui, je sens, avec toute la conscience de mon corps, combien je suis l’enfant douloureux malmené par la vie. On m’a mis dans un coin, d’où j’entends les autres jouer. Je sens dans mes mains le jouet cassé qu’on m’a donné, ironiquement, un jouet de fer-blanc. Aujourd’hui 14 mars, à neuf heures dix du soir, voilà toute la saveur de ma vie.
Dans le jardin que j’aperçois, par les fenêtres silencieuses de mon incarcération, on a lancé toutes les balançoires par-dessus les branches, d’où elles pendent maintenant ; elles sont enroulées tout là-haut ; ainsi l’idée d’une fuite imaginaire ne peut même pas s’aider des balançoires, pour me faire passer le temps.
Tel est plus ou moins, mais sans style, mon état d’âme en ce moment. Je suis comme La Veilleuse du Marin, les yeux me brûlent d’avoir pensé à pleurer. La vie me fait mal à petit bruit, à petites gorgées, par les interstices. Tout cela est imprimé en caractères tout petits, dans un livre dont la brochure se défait déjà.
Si ce n’était à vous, mon ami, que j’écris en ce moment, il me faudrait jurer que cette lettre est sincère, et que toutes ces choses, reliées historiquement entre elles, sont sorties spontanément de ce que je me sens vivre. Mais vous sentirez bien que cette tragédie irreprésentable est d’une réalité à couper au couteau — toute pleine d’ici et de maintenant, et qu’elle se passe dans mon âme comme le vert monte dans les feuilles.
Voilà pourquoi le Prince ne régna point. Cette phrase est totalement absurde. Mais je sens en ce moment que les phrases absurdes donnent une intense envie de pleurer.
Il se peut fort bien, si je ne mets pas demain cette lettre au courrier, que je la relise et que je m’attarde à la recopier à la machine pour inclure certains de ses traits et de ses expressions dans mon Livre de l’intranquillité. Mais cela n’enlèvera rien à la sincérité avec laquelle je l’écris, ni à la douloureuse inévitabilité avec laquelle je la ressens.
Voilà donc les dernières nouvelles. Il y a aussi l’état de guerre avec l’Allemagne, mais, déjà bien avant cela, la douleur faisait souffrir. De l’autre côté de la vie, ce doit être la légende d’une caricature quelconque.
Cela n’est pas vraiment la folie, mais la folie doit procurer un abandon à cela même dont on souffre, un plaisir, astucieusement savouré, des cahots de l’âme — peu différents de ceux que j’éprouve maintenant.
Sentir — de quelle couleur cela peut-il être ?
Je vous serre contre moi mille et mille fois, vôtre, toujours vôtre.
Fernando PESSOA
P.S. J’ai écrit cette lettre d’un seul jet. En la relisant, je vois que, décidément, je la recopierai demain, avant de vous l’envoyer. J’ai bien rarement décrit aussi complètement mon psychisme, avec toutes ses facettes affectives et intellectuelles, avec toute son hystéroneurasthénie fondamentale, avec tous ces carrefours et intersections dans la conscience de soi-même qui sont sa caractéristique si marquante…
Vous trouvez que j’ai raison, n’est-ce pas ?






lunes, 10 de abril de 2017

Elizabeth Bishop, la poeta que nos enseñó a perder

Elizabeth Bishop
Elisabeth Bishop, fotografiada a los 43 años en la hacienda Samambaia. 

AEN 1951, A la edad de 40 años, la poeta norteamericana Elizabeth Bishop parte desde Nueva York en un carguero con el deseo de dar la vuelta al mundo. No es una simple turista en busca de placeres e inspiración. Al expatriarse, anhela soltar lastre, zafarse de un pesado fardo lleno de episodios de depresión y alcoholismo, alternados con fuertes ataques de asma y brotes de eccemas, que amenaza con truncar su carrera como escritora. La competitiva escena literaria neoyorquina, sumada a la soledad que allí la invade, choca con su extremada timidez y fragilidad emocional marcadas por la ausencia de un padre que, muerto prematuramente, no alcanzó a presenciar su primer cumpleaños y de una madre que, hundida por el dolor, no tardó en ser internada en un manicomio y desaparecer por completo de su vida.

A partir de entonces, Elizabeth se quedará a veces a cargo de la familia paterna y otras de la materna, sin llegar a encontrar el calor de un verdadero hogar. De hecho, cuando vive con las hermanas de su madre, su “sádico” tío la somete a unos abusos que solo confesará décadas más tarde a su psiquiatra, como se desvela en A Miracle for Breakfast, la reciente biografía de Megan Marshall. No es de extrañar que, en una entrevista a The Paris Review, Bishop confesara que de niña se sentía como una invitada. “Creo que siempre me he sentido así”, decía. Marshall, aspirante a joven poeta y exalumna suya en Harvard en 1976, cuenta por correo electrónico que Bishop “no creía que se pueda enseñar a escribir y decía que los poemas, en su caso, empezaban como un misterio y una sorpresa y que los llevaba a término a base de gran esfuerzo y arduo trabajo”.
El buque SS Bowplate, cuyo destino era Tierra de Fuego, hace su primera escala en el puerto brasileño de Santos, y la escritora la aprovecha para visitar en Río de Janeiro a una compatriota y a su pareja, Maria Carlota Costallat de Macedo Soares, con quienes había coincidido cuatro años antes en Manhattan. El viaje toma entonces una dirección imprevista: obligada a guardar cama durante semanas por una intoxicación virulenta, acabará por quedarse más de quince años en Brasil. Su anfitriona, a quien todos llaman Lota, había nacido en París y era hija de un magnate de la prensa carioca. Cosmopolita e implicada en la vida cultural y política de su país, le abre de par en par las puertas de su impresionante hacienda Samambaia (helecho gigante) en Petrópolis, 70 kilómetros al norte de Río de Janeiro. Cuando se estrecha la relación entre ambas, Costallat, arquitecta y paisajista autodidacta, manda edificar expresamente un estudio para la poeta. Suspendido en el aire como un mirador de cristal, se alza de espaldas a la casa, ajeno al trajín doméstico y arrullado por las aguas de un riachuelo.


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Retrato de Lota Costallat, hija de un magnate de la prensa brasileña y pareja de Elisabeth Bishop durante 14 años; y parte de la casa en la que vivieron juntas. 
El escritor Michael Sledge reconstruye en Cuanto más te debo(Vaso Roto, 2016) la relación sentimental entre las dos mujeres. Una historia vivida con intensidad y con desenlace trágico: Lota murió por una sobredosis –no se sabe si accidental– en una visita a su ya examante en Nueva York, en 1967. Durante los 14 años de vida en común, la escritora crea piezas memorables en prosa en las que recupera, por ejemplo, los ecos de su difícil infancia en Nueva Escocia (Canadá) y Massachusetts; publica su segundo poemario, Una fría primavera, premio Pulitzer en 1956, y concibe un tercero, Cuestiones de viaje (1965), en el que lanza esta pregunta: “¿Es falta de imaginación lo que nos obliga a venir / a lugares imaginados, en vez de quedarnos en casa?”. La paisajista carioca, por su parte, trabaja, infatigable, durante los últimos años de su relación, para dar a su ciudad el imponente Parque del Flamenco: un proyecto agotador que se cobrará un alto precio personal.

Todo lo que Costallat tiene de expansiva y segura lo tiene Bishop de tímida e introspectiva, pero en la combinación de esos polos opuestos surge un vínculo que transformará la vida y la obra de ambas. Para Bishop supuso echar raíces por primera vez en un lugar y permitirse ser merecedora del amor de alguien: “A veces parece que solo las personas inteligentes son lo suficientemente estúpidas para enamorarse y que solo las estúpidas son lo suficientemente inteligentes para dejarse amar”, escribió en un cuaderno. Cuando sus caminos se cruzan ­definitivamente, Bishop ya había publicado un primer poemario, Norte y sur. Sledge apunta que su “escritura era una labor tan rigurosa que llevar un poema a un punto aceptable podía llevarle años”.


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Imagen tomada en Brasil, donde vivió 15 años y dibujo de la casa de la hacienda Samambaia, en Petrópolis, obra de Sérgio Bernardes, donde vivió con Costallat. 
Más que crear un mundo, como hacen muchos poetas, Bishop describe con sobriedad el que ve, sin ceder nunca al sentimentalismo, que detestaba, y parece animar sosegadamente al lector a observarlo más de cerca. La suya es una poesía de la percepción en la que las palabras transmiten una verdad transitoria, nunca absoluta, sin explayarse en confesiones ni verter sentencias categóricas. En su obra confluyen extrañamente lo impersonal con lo íntimo. Bishop rehuía las etiquetas, cualesquiera que fueran: mujer, lesbiana, modernista o norteamericana. Su docena de relatos y sus cuatro poemarios, uno por década desde que debutara, dan buena cuenta de la exigencia con la que afrontaba cada composición.


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La poeta, a la izquierda, con el arquitecto Harold Leeds, el director Wheaton Galentine y Lota Costallat. 
Megan Marshall, su biógrafa, cree que la popularidad de la escritora no dejará de crecer y menciona, entre otros ejemplos, la reciente obra de teatro de Sarah Ruhl, Dear Elizabeth, que condensa 800 páginas de relación epistolar entre Bishop y el también poeta Robert Lowell. En uno de sus mejores poemas, Bishop nos recuerda algo tan simple, a la vez que esencial, como que vivir es aprender a conjugar el verbo perder: “Pierde algo cada día. Acepta el sobresalto / de las llaves perdidas, de la hora malgastada. / No es difícil dominar el arte de perder”.


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FEB 5 1979, FEB 10 1979, FEB 14 1979; Elizabeth Bishop, left and Rosemary Manell point over grapefru
Anotaciones que reflejan el rigor con el que Bishop se enfrentaba a sus escritos; y la autora junto a la cocinera y escritora culinaria Rosemary Manell. 
Marshall subraya que Bishop “nos muestra que la pérdida es una experiencia universal, y al escribir tan bien sobre este tema consigue crear, paradójicamente, algo que perdura”. Añade que la poeta era amante del español, lengua que aprendió de adulta y a la cual se sentía unida “desde que pasó varios meses, durante la II Guerra ­Mundial, en México, donde conoció a Pablo Neruda, y que fue entonces cuando debió de saber de la existencia del poeta Miguel Hernández, cuya Elegía intentó traducir en 1970, y que sin duda influyó en la composición de su inmortal Un arte, su elegía”.