domingo, 30 de mayo de 2021

¿Es un lenguaje la pintura? Roland Barthes


Publicado el 2021-05-30

Muchas veces desde que la lingüística alcanzó la extensión que ahora tiene, o, en todo caso, desde que el autor de estas líneas proclamó su interés por la semiología (o sea, hace una docena de años), se ha formulado esta pregunta: ¿es un lenguaje la pintura?  Sin embargo, hasta el momento no ha habido respuesta: jamás se ha conseguido establecer el léxico ni la gramática general de la pintura, ni colocar a un lado los significantes del cuadro y al otro lado los significados, ni sintetizar sus reglas de sustitución y combinación. La semiología, como ciencia de los signos, no se decidió a hincarle el diente al arte: desdichado bloqueo que, por carencia, venía a reforzar la vieja idea humanista de que la creación artística no puede “reducirse” a un sistema: sabemos que el sistema está considerado enemigo del hombre y del arte.

A decir verdad, ya  el simple hecho de preguntarse si la pintura es un lenguaje constituye una pregunta moral, que exige una respuesta mitigada, una respuesta muerta, que salvaguarde los derechos del individuo creador (el artista) y los de una universalidad humana (la sociedad). Como todos los innovadores, Jean-Louis Schefer deja sin respuesta las preguntas engañadoras del arte (de su filosofía o de su historia); las sustituye por una pregunta en apariencia marginal, pero cuya distancia la convierte en un campo inédito en el que la pintura y su relación (como cuando decimos: una relación de viaje), la estructura, el texto, el código, el sistema, la representación y la figuración, todos los términos heredados de la semiología, se distribuyen dentro de una nueva topología, que constituye “una manera nueva de sentir, una manera nueva de pensar”. La pregunta se plantea en los siguientes términos: ¿qué relación se establece entre el cuadro y el lenguaje del que nos servimos fatalmente para leerlo, es decir, para (de forma implícita) escribir sobre él? ¿Acaso esta relación no es un cuadro en sí?

Como es evidente, no se trata de restringir la escritura del cuadro a la crítica profesional de la pintura.  El cuadro, escriba quien escriba, no existe sino en el relato que se hace de él; es más: en la suma y organización de las lecturas que de él pueden hacerse; un cuadro nunca es otra cosa que su propia descripción plural. Esta travesía del cuadro por el lenguaje que lo constituye, qué próxima y a la vez distante resulta de la idea de una pintura que fuera supuestamente un lenguaje; como Jean-Louis Schefer dice: “La imagen carece de una estructura a priori, sólo tiene estructuras textuales… de las que ella misma es sistema”; así, pues, no es posible (y es ahí donde Schefer saca de su carril a la semiología pictórica) concebir la descripción que constituye el cuadro como un estado neutro, literal, denotado, del lenguaje; ni tampoco como una pura elaboración mítica, el espacio, infinitamente disponible, de las interpretaciones subjetivas: el cuadro no es ni un objeto real ni un objeto imaginario. Es verdad que la identidad de lo que aparece “representado” se va remitiendo sin cesar, que el significado se va desplazando siempre (ya que no es sino una secuencia de denominaciones, como un diccionario), que el análisis no tiene fin; pero esta fuga, este infinito del lenguaje es lo que constituye, precisamente, el sistema del cuadro: la imagen no es la expresión de un código, es la variación de una labor de codificación: no es el depósito de un sistema, sino la generación de los sistemas. Schefer habría podido titular su libro, parafraseando a un libro célebre: El Único y su Estructura; y esta estructura es la estructuración misma.

La incidencia ideológica es evidente: todos los esfuerzos de la semiótica clásica tendían a constituir o a postular, frente al carácter heteróclito de las obras (cuadros, mitos, relatos), un Modelo, referencia que permitiría definir a cada producto en términos de desviaciones del modelo. Con Schefer, que en cuanto a este punto fundamental prolonga el trabajo de Julia Kristeva, la semiología se escapa todavía un poco más de la era del Modelo, de la Norma, del Código, de la Ley, o, si así lo preferimos, de la teología.

Esta desviación, este darle la vuelta a la lingüística saussuriana, obliga a modificar hasta el discurso de análisis, y esta consecuencia extrema constituye quizá la prueba más eficaz de su validez y su novedad. A Schefer no le ha sido posible enunciar el desplazamiento de la estructura a la estructuración, del Modelo lejano, rígido, extático, al trabajo (del sistema) sino a través del análisis de un solo cuadro; para ello ha elegido Una partida de ajedrez, del pintor veneciano Paris Bordone (lo cual nos proporciona admirables “transcripciones” de tan feliz escritura que consiguen situar al crítico junto al escritor); su discurso rompe, de manera ejemplar, con la disertación; el análisis nos proporciona “resultados”, por lo general inducidos a partir de una acumulación de hallazgos estadísticos; aparece continuamente en acto de lenguaje, ya que el principio de que parte Schefer es que la propia práctica del cuadro es toda su teoría. El discurso de Schefer manifiesta, no el secreto, la verdad de esa Partida de ajedrez, sino sola (y necesariamente) la actividad gracias a la cual el cuadro resulta estructurado: la labor de la lectura (que define el cuadro) se identifica radicalmente (desde la raiz) con la labor de la escritura: no hay ya critica, ni tampoco un escritor que habla de pintura; lo que hay es un gramatógrafo, alguien que escribe la escritura del cuadro.

Este libro constituye una obra príncipe dentro de lo que generalmente llamamos estética o crítica de arte, pero hay que ser conscientes de que, para realizar este trabajo, Schefer ha tenido que subvertir el cuadro de nuestras disciplinas, la ordenación de los objetos que definen a nuestra “cultura”. En el texto de Schefer no aparece por ningún lado la famosa “interdisciplinariedad”, tópico predilecto de la nueva cultura universitaria. No son las disciplinas las que han de intercambiarse, sino sus objetos: no se trata de “aplicar” la lingüística al cuadro, de inyectar un poco de semiología en la historia del arte; se trata de anular la distancia (la censura) que separa de forma institucional el cuadro del texto. Está a punto de nacer algo que hará caducar a la vez tanto a la “literatura” como a la “pintura” (y a sus correlatos metalingüísticos, la crítica y la estética), y que sustituirá a tan viejas divinidades culturales por una “ergografía” generalizada, el texto como trabajo, el trabajo como texto.

1969, La Quinzaine littéraire.