miércoles, 2 de marzo de 2022

Lo que no sucede y sucede, Javier Marías por calledelorco







Quizá no sea lo más sensato por parte de un escritor que sobre todo hace novelas confesar que cada vez le parece más raro no ya el hecho de escribirlas, sino incluso el de leerlas. Nos hemos acostumbrado a ese género híbrido y flexible desde hace por lo menos trescientos noventa años, cuando en 1605 apareció la primera parte del Quijote en mi ciudad natal, Madrid, y nos hemos acostumbrado tanto que consideramos enteramente normal el acto de abrir un libro y empezar a leer lo que no se nos oculta que es ficción, esto es, algo no sucedido, que no ha tenido lugar en la realidad. El filósofo rumano Cioran, muerto recientemente, explicaba que no leía novelas por eso mismo: habiendo ocurrido tanto en el mundo, cómo podía interesarse por cosas que ni siquiera habían acontecido; prefería las memorias, las autobiografías, los diarios, la correspondencia y los libros de Historia. Si lo pensamos dos veces, tal vez a Cioran no le faltara razón y tal vez sea inexplicable que personas adultas y más o menos competentes estén dispuestas a sumergirse en una narración que desde el primer momento se les advierte que es inventada. Todavía es más raro si tenemos en cuenta que nuestros libros actuales llevan en la cubierta, bien visible, el nombre del autor, a menudo su foto y una nota biográfica en la solapa, a veces una dedicatoria o una cita, y sabemos que todo eso es aún de ese autor y no del narrador. A partir de una página determinada, como si con ella se levantara el telón de un teatro, fingimos olvidar toda esa información y nos disponemos a atender a otra voz -sea en primera o en tercera persona- que sin embargo sabemos que es la de ese escritor impostada o disfrazada. ¿Qué nos da esa capacidad de fingimiento? ¿Por qué seguirnos leyendo novelas y apreciándolas y tomándolas en serio y hasta premiándolas, en un mundo cada vez menos ingenuo?

Parece cierto que el hombre -quizá aún más la mujer- tiene necesidad de algunas dosis de ficción, esto es, necesita lo imaginario además de lo acaecido y real. No me atrevería a emplear expresiones que encuentro trilladas o cursis, como lo sería asegurar que el ser humano necesita "soñar" o "evadirse" (un verbo muy mal visto este último en los años setenta, dicho sea de paso). Prefiero decir más bien que necesita conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue. Cuando se habla de la vida de un hombre o de una mujer, cuando se hace recapitulación o resumen, cuando se relata su historia o su biografía, sea en un diccionario o en una enciclopedia o en una crónica o charlando entre amigos, se suele relatar lo que esa persona llevó a cabo y lo que le pasó efectivamente. Todos tenemos en el fondo la misma tendencia, es decir, a irnos viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el resultado y el compendio de lo que nos ha ocurrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos realizado, como si fuera tan sólo eso lo que conforma nuestra existencia. Y olvidamos casi siempre que las vidas de las personas no son sólo eso: cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos, de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llega ron a realizarse -todas menos una, a la postre-, de nuestras vacilaciones y nuestras ensoñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos falsos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser.

Y me atrevo a pensar que es precisamente la ficción la que nos cuenta eso, o mejor dicho, la que nos sirve de recordatorio de esa dimensión que solemos dejar de lado a la hora de relatarnos y explicar nos a nosotros mismos y nuestra vida. Y todavía es hoy la novela la forma más elaborada de la ficción, o así lo creo.

En cierto sentido el libro que el jurado del Premio Intemacional Rómulo Gallegos acaba de premiar tan aventurada y discutiblemente trata de eso. En el texto que tienen en la mano ustedes se dice que Mañana en la batalla piensa en mí habla, entre otras cosas, del engaño en el sentido más amplio de la palabra, y se cita una frase de la novela que dice: "Vivir en el engaño es fácil, y aún más, es nuestra condición natural, y por eso no debería dolemos tanto". Se recuerda que todos vivimos parcial pero permanentemente engañados o bien engañando, contando sólo parte, ocultando otra parte y nunca las mismas partes a las diferentes personas que nos rodean. Y, sin embargo, a eso no acabamos de acostumbrarnos, según parece. Y cuando descubrimos que algo no era como lo vivimos -un amor o una amistad, una situación política o una expectativa común y aun nacional-, se nos aparece en la vida real ese dilema que tanto puede atormentamos y, que en gran medida es el territorio de la ficción: ya no sabemos cómo fue verdaderamente lo que parecía seguro, ya no sabemos cómo vivimos lo que vivimos, si fue lo que creíamos mientras estábamos engañados o si debemos echar eso al saco sin fondo de lo imaginario y tratar de reconstruir nuestros pasos a la luz de la revelación actual y del desengaño. La más completa biografía no está hecha sino de fragmentos irregulares y descoloridos retazos, hasta la propia. Creemos poder contar nuestras vidas de manera más o menos razonada y cabal, y en cuanto empezamos nos damos cuenta de que están pobladas de zonas de sombra, de episodios inexplicados y quizá inexplicables, de opciones no tomadas, de oportunidades desaprovechadas, de elementos que ignoramos porque atañen a los otros, de los que aún es más arduo saberlo todo o saber un poco. El engaño y su descubrimiento nos hacen ver que también el pasado es inestable y movedizo, que ni siquiera lo que parece ya firme y a salvo en él es de una vez ni es para siempre, que lo que fue está también integrado por lo que no fue, y que lo que no fue aún puede ser.

El género de la novela da eso o lo subraya o lo trae a nuestra memoria y a nuestra conciencia, de ahí tal vez su perduración y que no haya muerto, en contra de lo que tantas veces se ha anunciado. De ahí que acaso no sea justo lo que dije al principio, a saber, que la novela relata lo que no ha sucedido. Quizá ocurra más bien que las novelas suceden por el hecho de existir y ser leídas, y, bien mirado, al cabo del tiempo tiene más realidad Don Quijote que ninguno de sus contemporáneos históricos de la España del siglo XVII; Sherlock Holmes ha sucedido en mayor medida que la reina Victoria, porque además sigue sucediendo una vez y otra, como si fuera un rito; la Francia de principios de siglo más verdadera y perdurable, más "visitable", es sin duda la que aparece en En busca del tiempo perdido; e imagino que para ustedes la imagen más auténtica de su país estará mezclada con las páginas inventadas de don Rómulo Gallegos. Una novela no sólo cuenta, sino que nos permite asistir a una historia o a unos acontecimientos o a un pensamiento, y al asistir comprendemos.

Saber todo esto -querer creerlo es más exacto- no resulta a veces bastante para el escritor, mientras está escribiendo. Hay momentos en los que yo levanto la vista de la máquina de escribir y me extraño del mundo del que estoy emergiendo, y me pregunto cómo, siendo adulto, puedo dedicar tantas horas y tanto esfuerzo a algo sin lo que muy bien podría pasarse el mundo, incluyéndome a mí mismo; cómo puedo ocuparme de relatar una historia que yo mismo voy averiguando a medida que la construyo, cómo puedo pasar buena parte de mi vida instalado en la ficción, haciendo suceder cosas que no suceden, con la extravagante y presuntuosa idea de que eso pueda interesar algún día a alguien. Cómo, según definió la actividad literaria el novelista y ensayista y poeta Robert Louis Stevenson, puedo estar "jugando en casa, como un niño, con papel". Todo escritor es aún más lector y lo será siempre: hemos leído más obras de las que nunca podremos escribir, y sabemos que ese interés, ese apasionamiento, es posible porque lo hemos experimentado centenares de veces; y que en ocasiones comprendemos mejor el mundo o a nosotros mismos a través de esas figuras fantasmales que recorren las novelas o de esas reflexiones hechas por una voz que parece no pertenecer del todo al autor ni al narrador, es decir, no del todo a nadie. Averiguamos también que quizá escribimos porque algunas cosas sólo podemos pensarlas mientras lo hacemos, aunque cuando me preguntan eso tan reiterado, por qué escribo, prefiero contestar que para no tener jefe y para no madrugar. Además creo que es verdad, mucho más que lo que les acabo de decir aquí.

Lo cierto es que recibir un premio como el Rómulo Gallegos supone, además de un honor y una gran alegría, una especie de recordatorio benévolo para el futuro. Cuando escriba mi próxima novela, y de vez en cuando haga un alto y levante la vista y me extrañe de lo imaginario que me habrá absorbido durante largo rato, podré pensar que, en contra de mis previsiones y mis aprensiones, una vez, muy lejos de mi país, hubo unos lectores generosos y atentos que no sólo comparten la lengua en la que me expreso sino que lograron interesarse por lo que yo inventé e incorporé al cúmulo interminable de lo que a la vez no sucede y sucede, o lo que es lo mismo, de lo que pudo y puede ser.

Javier Marías
"Lo que no sucede y sucede"

Discurso del Premio Rómulo Gallegos, 1995

Foto: Gianfranco Tripodo para The New York Times
Javier Marías




domingo, 27 de febrero de 2022

La guerra no tiene rostro de mujer Svetlana Alexiévich


Publicado el 2022-02-27

No  estaría mal escribir  un libro  sobre la guerra que provocara náuseas, que lograra que la sola idea de la guerra diera asco. Que pareciera de locos. Que hiciera vomitar a los generales...

Esta lógica «de mujeres» deja atónitos a mis amigos (a diferencia de mis amigas). Y vuelvo a oír el argumento «masculino»: «Tú no has participado en ninguna guerra». Pero tal vez es lo mejor: no conozco la pasión del odio, tengo una visión neutral. No de militar, no de hombre.

En óptica existe el concepto de luminosidad: es la capacidad del objetivo de fijar mejor o peor la imagen captada. En cuanto a la intensidad de los sentimientos, de la percepción del dolor, la memoria bélica de las mujeres posee una «luminosidad» extraordinaria. Diría incluso que la guerra femenina es más terrible que la masculina. Los hombres se ocultan detrás de la Historia, detrás de los hechos; la guerra los seduce con su acción, con el enfrentamiento de las ideas, de los intereses... mientras que las mujeres están a expensas de los sentimientos. Y otra cosa: a los hombres desde que son niños se les dice que tal vez, de mayores, tendrán que disparar. Nadie les enseña eso a las mujeres... Ellas no contaban con que tendrían que hacer ese trabajo... Sus recuerdos son distintos, su forma de recordar es distinta. Son capaces de ver aquello que para los hombres está oculto. Repito: su guerra tiene olores, colores, tiene un detallado universo existencial: «Nos dieron los macutos y los usamos para cosernos unas falditas»; «En la oficina de reclutamiento, entré por una puerta llevando un vestido y salí por  otra llevando un pantalón y una camisa militar, me cortaron la trenza y no me dejaron más que un flequillo»; «Los alemanes acribillaron a tiros toda la aldea y después se largaron... Nos acercamos al lugar desde donde lo habían hecho: la arena amarilla bien pisoteada, sobre ella había un zapato de niño...». En más de una ocasión me lo han advertido (sobre todo escritores hombres): «Las mujeres inventan». Sin embargo, lo he comprobado: eso no se puede inventar. ¿Copiado de algún libro? Solo se puede copiar de la vida, solo la vida real tiene tanta fantasía.

Las mujeres, hablen de lo que hablen, siempre tienen presente la misma idea: la guerra es ante todo un asesinato y, además, un duro trabajo. Por último, también está la vida cotidiana: cantaban, se enamoraban, se colocaban los bigudíes...

En el centro siempre está la insufrible idea de la muerte, nadie quiere morir. Y aún  más insoportable es tener que matar, porque la mujer  da la vida. La regala. La lleva dentro durante un largo tiempo, la cuida. He comprendido que para una mujer matar es mucho más difícil.

Los hombres... Permiten con desgana que las mujeres entren en su mundo, en su territorio.

Estuve buscando, en la planta de producción de tractores de Minsk, a una mujer que había sido francotiradora. Una francotiradora famosa. Los rotativos del frente le dedicaron varios artículos. Sus amigas de Moscú me dieron el número de teléfono de su casa, pero era uno antiguo. El apellido que yo tenía apuntado era el de soltera. Fui a la administración de la fábrica donde, según mis datos, ella estaba empleada. Ellos (el director de la planta y el jefe de la administración) me dijeron: «¿No le basta con los hombres? ¿Para qué quiere todas esas historias de mujeres? Esas fantasías femeninas...».

Los hombres temían que las mujeres contaran otra guerra, una guerra distinta.

Visité a una familia... Los dos habían combatido, el marido y la mujer. Se conocieron en el frente y se casaron: «Celebramos la boda en las trincheras. La víspera del combate. Me apañé un vestido blanco con la tela de un paracaídas alemán». Él era tirador de ametralladora, ella hacía de enlace. El hombre, sin rodeos, envió a la mujer a la cocina: «¿Nos preparas algo?». Una vez servidos el té y los bocadillos, ella se sentó con nosotros, y el marido enseguida la hizo volver a levantarse: «¿Y las fresas? ¿Dónde está el tesoro de nuestros campos?». Tuve que insistir, pero el marido finalmente le cedió su sitio a la mujer. Antes de irse le recordó: «Cuéntalo tal como te he enseñado. Sin lágrimas y naderías de mujeres: “Yo quería ser guapa... Lloré cuando me cortaron la trenza...”». Más tarde, en susurros, ella me confesó: «Se ha pasado toda la noche haciéndome estudiar  el volumen de La historia de la Gran Guerra Patria. Se preocupa por  mí. Y ahora seguro que está sufriendo porque sabe que acabaré recordando algo que no debo».

Esto mismo ha ocurrido más de una vez, en más de una casa.

Sí, ellas lloran, mucho. Gritan. Y cuando me voy se tienen que tomar las pastillas para el corazón. Llaman a urgencias. Y, sin embargo, continúan pidiéndome: «Ven. Ven, por favor. Llevamos tanto tiempo calladas. Cuarenta años con la boca cerrada...».

Soy consciente de que no deben redactarse el llanto ni los gritos, una vez redactados perderán importancia; la versión escrita saltará al primer plano y la literatura sustituirá la vida. Así es este material, la temperatura de este material. Supera los límites. En la guerra, el ser  humano está a la vista, se abre más que en cualquier otra situación, tal vez el amor sería comparable. Se descubre hasta lo más profundo, hasta las capas subcutáneas. Las ideas palidecen ante el rostro de la guerra, y se destapa esa eternidad inconcebible que nadie está preparado para afrontar. Vivimos en un marco histórico, no cósmico.

En ocasiones me devolvían el texto que yo les enviaba para que leyeran, con una nota: «No hables de las pequeñeces... Escribe sobre nuestra Gran Victoria...». Pero las «pequeñeces» son para mí lo más importante, son la calidez y la claridad de la vida: el flequillo que dejan tras cortar la trenza, las ollas de campaña llenas de sopa y gachas humeantes que nadie comerá porque de las cien personas que fueron a combate solo han regresado  siete; o, por  ejemplo, lo  insoportable que fue para todos, después de la guerra, pasar por el mercado y ver las tablas de los carniceros teñidas de rojo... Incluso aquel paño rojo... «Cariño, han pasado cuarenta años, pero en mi casa no encontrarás nada de color rojo. ¡Desde la guerra, odio el rojo!»

 Atenta, escucho el dolor... El dolor como prueba de la vida pasada. No existen otras pruebas, desconfío de las demás pruebas. Son demasiados los casos en que las palabras nos alejaron de la verdad.

Reflexiono sobre el sufrimiento, que es el grado superior de información, el que está en conexión directa con el misterio. El misterio de la vida. La literatura rusa en su totalidad habla de esto. Se ha escrito más sobre el sufrimiento que sobre el amor.

Y las historias que yo escucho también...

¿Quiénes eran: rusos o soviéticos? No, no, eran soviéticos: los rusos, los bielorrusos, los ucranianos, los tadzhik...

De veras existió ese hombre soviético. Creo que ya no habrá ninguno más de su especie, y ellos lo saben. Incluso nosotros, sus hijos, somos distintos. Queremos ser  como todos los demás. Parecernos al mundo, no a nuestros padres. Y ya no hablemos de los nietos...

Pero yo les quiero. Les admiro. En sus vidas hubo Stalin, hubo Gulag y también hubo Victoria.

Ellos lo saben.

Hace poco me ha llegado una carta:

«Mi hija me quiere mucho, para ella soy una heroína, leer su libro le dará un gran disgusto. La suciedad, los parásitos, la sangre infinita: todo eso es verdad. No lo niego. Pero ¿acaso el recuerdo de todo aquello es capaz de originar los sentimientos más nobles? ¿Prepararnos para un acto de valentía?...».

Lo he comprobado muchas veces:

... nuestra memoria no es un instrumento ideal. No solo es aleatoria y caprichosa, sino que además arrastra las ataduras del tiempo.

... miramos al pasado desde el presente, el punto desde el que observamos no puede estar en medio de la nada.

... y además están enamoradas de todo lo que les pasó, porque para ellas no solamente es la guerra, también es su juventud. El primer amor.

Las escucho cuando hablan... Las escucho cuando están en silencio... Para mí, tanto las palabras como el silencio son el texto.

* * *

«A mi madre y a mí nos evacuaron... A la ciudad de Sarátov... En unos tres meses aprendí el oficio de tornera. Las jornadas de trabajo eran de veinte horas. Pasábamos hambre. Yo lo único que tenía en mente era conseguir ir al frente. Buena o mala, allí había comida. Habría galletas y té con azúcar. Racionaban la mantequilla. No recuerdo quién nos lo dijo. ¿Tal vez fueron los heridos de la estación de trenes? Queríamos escapar del hambre y, por supuesto, éramos del Komsomol. Fui con una amiga a la oficina de reclutamiento, pero no dijimos que trabajábamos en la fábrica. Si lo  hubiesen sabido, no nos habrían admitido. Pero nos inscribieron.

»Nos enviaron a la Escuela de Infantería de Riazán. Salimos de allí con licencia de comandante de la escuadra de ametralladoras. La ametralladora pesaba mucho, cargábamos con ella. Como unos caballos. De noche había que hacer guardia, estábamos atentas al más mínimo ruido. Como linces. Controlábamos cualquier susurro... Se dice que en la guerra te conviertes en mitad humano, mitad animal. Totalmente cierto... No hay otra forma de sobrevivir. Si te limitas a ser humano, no hay salvación. ¡Perderás la cabeza! En la guerra uno debe recordar algo perdido dentro de sí. Algo arcano... Algo que procede de los tiempos en que el hombre no era del todo humano... No soy una persona muy culta, soy una simple contable, pero sé lo que digo.

»Acabé la guerra en Varsovia... Y lo hice todo a pie. Ya lo dicen, la infantería es el proletariado de la guerra. Avanzábamos arrastrándonos... No me pregunte más... No me gustan los libros sobre guerras. Sobre héroes... Estábamos todos hechos una ruina, tosiendo, sin  dormir,  sucios,  mal vestidos, así éramos. A menudo hambrientos... Pero ¡ganamos la guerra!»

Liubov Ivánovna Lúbchik, comandante de la escuadra de ametralladoras