domingo, 27 de febrero de 2022

La guerra no tiene rostro de mujer Svetlana Alexiévich


Publicado el 2022-02-27

No  estaría mal escribir  un libro  sobre la guerra que provocara náuseas, que lograra que la sola idea de la guerra diera asco. Que pareciera de locos. Que hiciera vomitar a los generales...

Esta lógica «de mujeres» deja atónitos a mis amigos (a diferencia de mis amigas). Y vuelvo a oír el argumento «masculino»: «Tú no has participado en ninguna guerra». Pero tal vez es lo mejor: no conozco la pasión del odio, tengo una visión neutral. No de militar, no de hombre.

En óptica existe el concepto de luminosidad: es la capacidad del objetivo de fijar mejor o peor la imagen captada. En cuanto a la intensidad de los sentimientos, de la percepción del dolor, la memoria bélica de las mujeres posee una «luminosidad» extraordinaria. Diría incluso que la guerra femenina es más terrible que la masculina. Los hombres se ocultan detrás de la Historia, detrás de los hechos; la guerra los seduce con su acción, con el enfrentamiento de las ideas, de los intereses... mientras que las mujeres están a expensas de los sentimientos. Y otra cosa: a los hombres desde que son niños se les dice que tal vez, de mayores, tendrán que disparar. Nadie les enseña eso a las mujeres... Ellas no contaban con que tendrían que hacer ese trabajo... Sus recuerdos son distintos, su forma de recordar es distinta. Son capaces de ver aquello que para los hombres está oculto. Repito: su guerra tiene olores, colores, tiene un detallado universo existencial: «Nos dieron los macutos y los usamos para cosernos unas falditas»; «En la oficina de reclutamiento, entré por una puerta llevando un vestido y salí por  otra llevando un pantalón y una camisa militar, me cortaron la trenza y no me dejaron más que un flequillo»; «Los alemanes acribillaron a tiros toda la aldea y después se largaron... Nos acercamos al lugar desde donde lo habían hecho: la arena amarilla bien pisoteada, sobre ella había un zapato de niño...». En más de una ocasión me lo han advertido (sobre todo escritores hombres): «Las mujeres inventan». Sin embargo, lo he comprobado: eso no se puede inventar. ¿Copiado de algún libro? Solo se puede copiar de la vida, solo la vida real tiene tanta fantasía.

Las mujeres, hablen de lo que hablen, siempre tienen presente la misma idea: la guerra es ante todo un asesinato y, además, un duro trabajo. Por último, también está la vida cotidiana: cantaban, se enamoraban, se colocaban los bigudíes...

En el centro siempre está la insufrible idea de la muerte, nadie quiere morir. Y aún  más insoportable es tener que matar, porque la mujer  da la vida. La regala. La lleva dentro durante un largo tiempo, la cuida. He comprendido que para una mujer matar es mucho más difícil.

Los hombres... Permiten con desgana que las mujeres entren en su mundo, en su territorio.

Estuve buscando, en la planta de producción de tractores de Minsk, a una mujer que había sido francotiradora. Una francotiradora famosa. Los rotativos del frente le dedicaron varios artículos. Sus amigas de Moscú me dieron el número de teléfono de su casa, pero era uno antiguo. El apellido que yo tenía apuntado era el de soltera. Fui a la administración de la fábrica donde, según mis datos, ella estaba empleada. Ellos (el director de la planta y el jefe de la administración) me dijeron: «¿No le basta con los hombres? ¿Para qué quiere todas esas historias de mujeres? Esas fantasías femeninas...».

Los hombres temían que las mujeres contaran otra guerra, una guerra distinta.

Visité a una familia... Los dos habían combatido, el marido y la mujer. Se conocieron en el frente y se casaron: «Celebramos la boda en las trincheras. La víspera del combate. Me apañé un vestido blanco con la tela de un paracaídas alemán». Él era tirador de ametralladora, ella hacía de enlace. El hombre, sin rodeos, envió a la mujer a la cocina: «¿Nos preparas algo?». Una vez servidos el té y los bocadillos, ella se sentó con nosotros, y el marido enseguida la hizo volver a levantarse: «¿Y las fresas? ¿Dónde está el tesoro de nuestros campos?». Tuve que insistir, pero el marido finalmente le cedió su sitio a la mujer. Antes de irse le recordó: «Cuéntalo tal como te he enseñado. Sin lágrimas y naderías de mujeres: “Yo quería ser guapa... Lloré cuando me cortaron la trenza...”». Más tarde, en susurros, ella me confesó: «Se ha pasado toda la noche haciéndome estudiar  el volumen de La historia de la Gran Guerra Patria. Se preocupa por  mí. Y ahora seguro que está sufriendo porque sabe que acabaré recordando algo que no debo».

Esto mismo ha ocurrido más de una vez, en más de una casa.

Sí, ellas lloran, mucho. Gritan. Y cuando me voy se tienen que tomar las pastillas para el corazón. Llaman a urgencias. Y, sin embargo, continúan pidiéndome: «Ven. Ven, por favor. Llevamos tanto tiempo calladas. Cuarenta años con la boca cerrada...».

Soy consciente de que no deben redactarse el llanto ni los gritos, una vez redactados perderán importancia; la versión escrita saltará al primer plano y la literatura sustituirá la vida. Así es este material, la temperatura de este material. Supera los límites. En la guerra, el ser  humano está a la vista, se abre más que en cualquier otra situación, tal vez el amor sería comparable. Se descubre hasta lo más profundo, hasta las capas subcutáneas. Las ideas palidecen ante el rostro de la guerra, y se destapa esa eternidad inconcebible que nadie está preparado para afrontar. Vivimos en un marco histórico, no cósmico.

En ocasiones me devolvían el texto que yo les enviaba para que leyeran, con una nota: «No hables de las pequeñeces... Escribe sobre nuestra Gran Victoria...». Pero las «pequeñeces» son para mí lo más importante, son la calidez y la claridad de la vida: el flequillo que dejan tras cortar la trenza, las ollas de campaña llenas de sopa y gachas humeantes que nadie comerá porque de las cien personas que fueron a combate solo han regresado  siete; o, por  ejemplo, lo  insoportable que fue para todos, después de la guerra, pasar por el mercado y ver las tablas de los carniceros teñidas de rojo... Incluso aquel paño rojo... «Cariño, han pasado cuarenta años, pero en mi casa no encontrarás nada de color rojo. ¡Desde la guerra, odio el rojo!»

 Atenta, escucho el dolor... El dolor como prueba de la vida pasada. No existen otras pruebas, desconfío de las demás pruebas. Son demasiados los casos en que las palabras nos alejaron de la verdad.

Reflexiono sobre el sufrimiento, que es el grado superior de información, el que está en conexión directa con el misterio. El misterio de la vida. La literatura rusa en su totalidad habla de esto. Se ha escrito más sobre el sufrimiento que sobre el amor.

Y las historias que yo escucho también...

¿Quiénes eran: rusos o soviéticos? No, no, eran soviéticos: los rusos, los bielorrusos, los ucranianos, los tadzhik...

De veras existió ese hombre soviético. Creo que ya no habrá ninguno más de su especie, y ellos lo saben. Incluso nosotros, sus hijos, somos distintos. Queremos ser  como todos los demás. Parecernos al mundo, no a nuestros padres. Y ya no hablemos de los nietos...

Pero yo les quiero. Les admiro. En sus vidas hubo Stalin, hubo Gulag y también hubo Victoria.

Ellos lo saben.

Hace poco me ha llegado una carta:

«Mi hija me quiere mucho, para ella soy una heroína, leer su libro le dará un gran disgusto. La suciedad, los parásitos, la sangre infinita: todo eso es verdad. No lo niego. Pero ¿acaso el recuerdo de todo aquello es capaz de originar los sentimientos más nobles? ¿Prepararnos para un acto de valentía?...».

Lo he comprobado muchas veces:

... nuestra memoria no es un instrumento ideal. No solo es aleatoria y caprichosa, sino que además arrastra las ataduras del tiempo.

... miramos al pasado desde el presente, el punto desde el que observamos no puede estar en medio de la nada.

... y además están enamoradas de todo lo que les pasó, porque para ellas no solamente es la guerra, también es su juventud. El primer amor.

Las escucho cuando hablan... Las escucho cuando están en silencio... Para mí, tanto las palabras como el silencio son el texto.

* * *

«A mi madre y a mí nos evacuaron... A la ciudad de Sarátov... En unos tres meses aprendí el oficio de tornera. Las jornadas de trabajo eran de veinte horas. Pasábamos hambre. Yo lo único que tenía en mente era conseguir ir al frente. Buena o mala, allí había comida. Habría galletas y té con azúcar. Racionaban la mantequilla. No recuerdo quién nos lo dijo. ¿Tal vez fueron los heridos de la estación de trenes? Queríamos escapar del hambre y, por supuesto, éramos del Komsomol. Fui con una amiga a la oficina de reclutamiento, pero no dijimos que trabajábamos en la fábrica. Si lo  hubiesen sabido, no nos habrían admitido. Pero nos inscribieron.

»Nos enviaron a la Escuela de Infantería de Riazán. Salimos de allí con licencia de comandante de la escuadra de ametralladoras. La ametralladora pesaba mucho, cargábamos con ella. Como unos caballos. De noche había que hacer guardia, estábamos atentas al más mínimo ruido. Como linces. Controlábamos cualquier susurro... Se dice que en la guerra te conviertes en mitad humano, mitad animal. Totalmente cierto... No hay otra forma de sobrevivir. Si te limitas a ser humano, no hay salvación. ¡Perderás la cabeza! En la guerra uno debe recordar algo perdido dentro de sí. Algo arcano... Algo que procede de los tiempos en que el hombre no era del todo humano... No soy una persona muy culta, soy una simple contable, pero sé lo que digo.

»Acabé la guerra en Varsovia... Y lo hice todo a pie. Ya lo dicen, la infantería es el proletariado de la guerra. Avanzábamos arrastrándonos... No me pregunte más... No me gustan los libros sobre guerras. Sobre héroes... Estábamos todos hechos una ruina, tosiendo, sin  dormir,  sucios,  mal vestidos, así éramos. A menudo hambrientos... Pero ¡ganamos la guerra!»

Liubov Ivánovna Lúbchik, comandante de la escuadra de ametralladoras

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