viernes, 30 de septiembre de 2022

Centro Sefarad-Israel (Madrid), "En busca del tiempo judío de Proust" Luis Francisco Pérez





Samuel Beckett tenía veinticinco años cuando en 1931 escribió su magnífico y seminal ensayo sobre Proust. Hacía nueve años de la muerte del escritor, en 1922, y también de la publicación de “Ulises” de su compatriota James Joyce, del cual era también más o menos secretario por esas fechas, así como novio desganado y con poco interés de su hija Lucía Joyce. Las primeras frases del citado ensayo son “La ecuación proustiana nunca es sencilla. La incógnita, que escoge sus armas de entre un arsenal de valores, es también lo incognoscible”. La última de ese inicial párrafo es la siguiente: “Pretendo examinar en primer lugar el monstruo bicéfalo de la condena y la salvación: el Tiempo”. En efecto, en Proust nada es sencillo (ni siquiera el dulce recuerdo del sabor de una magdalena en un tiempo infantil), pues todo en su denso aparato discursivo y memorístico se vuelve profundamente incognoscible, de alguna manera insondable o inasible. Bien leído (Susan Sontag opinaba que la lectura de “En busca del tiempo perdido” de fácil no tiene nada, y estoy de acuerdo), Proust es “luminosamente hermético”, y Beckett demuestra una gran sagacidad y finura de observación cuando afirma que el Tiempo en su obra magna es el monstruo bicéfalo de la condena y la salvación. Pues bien, considero que la magnífica muestra que ahora se puede ver en el Centro Sefarad-Israel de Madrid - “En busca del tiempo judío de Proust”- parte de las ideas expuestas por Beckett, pero con el noble deseo de “explicarlas” por medio de una muestra inteligentemente didáctica y muy bien presentada. Muestra que procedente del Museo de la Cultura Judía de París ha sido adaptada para su exhibición en Madrid con secciones tan cercanas a nuestra realidad histórica y cultural como “Proust, Fortuny y la familia Madrazo”, o “Proust, Dreyfus y España”, así como las primeras informaciones recepciones críticas y traducciones en nuestro país de “Á la recherche…”.
Dentro de la muestra que estamos comentando hay otra exhibición muy interesante, pero muy pegada a la realidad histórico cultural del mundo “proustiano”, de nueve artistas españoles comisariada por uno de los creadores participantes, Alvar Haro, siguiendo una invitación de la escritora española de origen sefardí, Esther Bendahan, Directora de Cultura del Centro Sefarad, y autora, entre otros muchos libros, de una novela que me gustó mucho cuando la leí en su día, “Déjalo, ya volveremos”, sobre la desintegración del mundo judío y civilización hebrea en Marruecos. Esta muestra no posee un título concreto, pero sí el estupendo y muy detallado texto de presentación de la muestra escrito por Alvar Haro, “La oreja, el bigote y todo lo contrario”. No posee título, decimos, pero bien podría ser el de “Proust y los signos”, descaradamente robado al ensayo de Gilles Deleuze así titulado. Signos (estéticos, artísticos, sentimentales, afectivos, morales, críticos, combativos) que en el siguiente párrafo intentaremos comentar, pero antes de ello creo conveniente transcribir un párrafo muy esclarecedor sobre las intenciones del comisario en el momento de escoger los artistas participantes. Dice así Alvar Haro: “(buscaba) Artistas que pudieran fundirse con el escritor si no lo habían hecho ya. También quería asegurarme que tuvieran una limpieza de mirada, una singularidad estética que respondiera a un camino de introspección honesta, lo cual no siempre es tan evidente. Quería, ya que me ofrecían la oportunidad, formar mi propio gabinete de curiosidades y delicatesen, una micro pinacoteca diversa que no contuviera ilustraciones obvias de las fotos de Proust o de pasajes de la novela sino que reflexionaran sobre ese mundo en que confiaba se sumergirían y aportaran algo más, una variación personal de un punto de partida común, para favorecer la comprensión de Proust y su obra y enriquecer su trascendencia con el eco de aquél mensaje en gente de un siglo después. Como las variaciones sobre un tema musical desmenuzan la melodía y estructura originales y multiplican sus posibilidades estirándolo además hasta nuestra época y por lo tanto dándole nueva vida”.
Signos, en efecto, que, en mayor o menor intensidad artística y emocional con la obra de Proust, son los que nos ofrecen los artistas participantes. Así lo comprobamos, por ejemplo, en las magníficas pinturas, respectivamente, de Chechu Álava (muy “proustiana” por refinada y evanescente, tan “marca de la casa”, pero sin citar expresamente a Proust); y Cristina Toledo, en el inteligente y decimonónico retrato de Proust disfrazado para una fiesta infantil magníficamente pintado. Signos son, ciertamente y muy ambiguos, las cuatro fotografías de David Trullo, compradas en diferentes rastros y “marché aux puces”, y en las que vemos personajes con rasgos masculinos y femeninos, en un humorístico y elegante “tour de force" que se inspira en Alfred Agostinelli, chófer y amante de Proust (la famosa Albertine de “À la recherche…”). Signo es (emblema objetual más bien) la soberbia interpretación que Nieves García realiza de la “Menorah”, el candelabro judío de siete brazos, en los cuales ha situado, en vez de velas, siete raras y complejas magdalenas de cerámica. Como insignias son las dos preciosas obras presentadas por dos artistas realmente exquisitos: Guillermo Peñalver y Guillermo Martín Bermejo. El primero tomando como referencia la cama de latón o níquel donde el escritor escribió (literalmente sin salir de ella) durante catorce años su inmensa novela; y Guillermo Martín Bermejo (artista “proustiano” donde los haya) ha presentado una obra muy bella sobre la figura del compositor Reynaldo Hahn, novio casi “formal” de Proust y muy refinado músico (justo enfrente de la librería “La Central de Callao” hay una placa informando que allí vivió este compositor). Como signo, o “sígnico”, es el muy abstracto díptico realizado por Jair Leal, artista mexicano residente en Madrid y convertido al judaísmo, y que ha usado la figura de la madre de Proust para componer una obra que, en esencia, es la demostración de una salvación y una condena, pues el motivo de inspiración es el deseado beso al que cada noche obtiene Proust de su madre, pero que en el primer volumen queda alterada esa costumbre por la llegada de Swann. Hay algo, o mucho, de signo alegórico en las dos sugerentes fotografías de Jean Marie del Moral, una de ellas (la más inquietante en mi opinión) es una toma del muy burgués salón de la familia sefardita Camondo, amigos de Proust, y que a mí me ha recordado muchos interiores, no menos inquietantes, de las novelas de Henry James. Por último, el trabajo presentado por el comisario, Alvar Haro, que, muy bello y complejo, consta de diferentes planos de significación narrativa y visual en una misma imagen, a partir de determinadas situaciones, entre afectivas y sentimentales, que leemos en “Du côté de chez Swann”, la primera entrega de la sala. Un trabajo, realmente, de gran sofisticación artística y cultural, en la que se cita, por ejemplo, el autorretrato de Rembrandt con Saskia en sus rodillas, y sin por ello abandonar a Proust y al muy focalizado motivo de inspiración que desarrolla.
Ambas muestras, la creada por el Centro Sefarad-Israel y la organizada por Alvar Haro dentro de ella, me han parecido magníficas y muy recomendable su visita. Finaliza el 30 de diciembre.

















miércoles, 28 de septiembre de 2022

Sólo la levedad puede transmitir el verdadero carácter de las cosas, Enrique Vila-Matas


calledelorco

Sep 20

La primera vez que leí algo agresivo con esa clase de autores totalitarios —los estrechos y también algo desesperados competidores de Dios —fue en el coloquio en el que participaba Antonio Tabucchi, de quien justo había empezado a admirar Dama de Porto Pim, maravilloso libro fronterizo publicado en Palermo y traducido en Barcelona en febrero de 1984, libro tan dispar como unitario que reunía en muy pocas páginas cuentos breves, fragmentos de memorias, diarios de traslados metafísicos, notas personales, una breve biografía de Antero de Quental, astillas de una historia cazada casualmente en la cubierta de un barco, recuerdo inventados, mapas, bibliografía, abstrusos textos legales, canciones de amor: toda una serie de elementos enemistados entre sí y sobre todo enemistados con la literatura, pero transformados por una firme voluntad literaria en ficción pura.
Me encantó de Dama de Porto Pim su nada corriente organización de los textos, su estructura tan parecida —al menos desde mi punto de vista —a la de Noches insomnes, otro libro fronterizo de gran calado, también tan dispar como unitario, donde, a través de fragmentos de memorias y notas personales, Elizabeth Hardwick iba componiendo el retrato de una creadora hecha a sí misma, con algunas influencias evidentes, pero en el fondo creadora única, siempre algo cansada, como una Billie Holliday de la literatura, rodeada de músicos aún más fatigados que ella, gafas de sol, insomnio ceniciento, gabanes agobiantes y las esposas de los músicos, todas tan rubias y tan y tan agotadas.
Hay páginas de Hardwick que quisiera saberme de memoria, como aquella en la que nos dice que, cuando piensa en las personas desgraciadas a las que ha conocido, tiene la impresión de que todo lo que les rodea se les parece: las ventanas se duelen de sus cortinas; las lámparas, de su pantalla de tela; la puerta, de su cerradura; el ataúd, de la capa de suciedad que lo ahoga.
De entre lo que más recuerdo de Dama de Porto Pim está su levedad poética al escribir sobre cuestiones difíciles y complicadas y lograr que éstas pierdan su pesadez. Es como si Tabucchi pensara que sólo la levedad puede transmitir el verdadero carácter de las cosas y que todo lo que tenga un peso de plomo ciega siempre al lector y le impide leer. En su libro y, por supuesto, sin decirlo, Tabucchi propone nada menos que un Moby Dick en miniatura.

Enrique Vila-Matas
Montevideo
Editorial: Seix Barral