miércoles, 30 de diciembre de 2020

Vivir enemistada con la irrealidad, Virginia Woolf

 






por calledelorco

¿Qué se entiende por «realidad»? La realidad parece ser algo muy caprichoso, muy indigno de confianza: ora se la encuentra en una carretera polvorienta, ora en la calle en un trozo de periódico, ora en un narciso abierto al sol. Ilumina a un grupo en una habitación y señala a unas palabras casuales. Le sobrecoge a uno cuando vuelve andando a casa bajo las estrellas y hace que el mundo silencioso parezca más real que el de la palabra. Y ahí está de nuevo en un ómnibus en medio del tumulto de Piccadilly. A veces, también, parece habitar formas demasiado distantes de nosotros para que podamos discernir su naturaleza. Pero da a cuanto toca fijeza y permanencia. Esto es lo que queda cuando se ha echado en el seto la piel del día; es lo que queda del pasado y de nuestros amores y odios. Ahora bien, el escritor, creo yo, tiene más oportunidad que la demás gente de vivir en presencia de esta realidad. A él le corresponde encontrarla, recogerla y comunicárnosla al resto de la Humanidad. Esto es, en todo caso, lo que infiero al leer El Rey LearEmma o En busca del tiempo perdido. Porque la lectura de estos libros parece, curiosamente, operar nuestros sentidos de cataratas; después de leerlos vemos con más intensidad; el mundo parece haberse despojado del velo que lo cubría y haber cobrado una vida más intensa. Éstas son las personas envidiables que viven enemistadas con la irrealidad; y éstas son las personas dignas de compasión, que son golpeadas en la cabeza por lo que es hecho con ignorancia o despreocupación. De modo que cuando os pido que ganéis dinero y tengáis una habitación propia, os pido que viváis en presencia de la realidad, que llevéis una vida, al parecer, estimulante, os sea o no os sea posible comunicarla.

Virginia Woolf
Una habitación propia






domingo, 13 de diciembre de 2020

Sans Soleil: La reconstrucción de la nada


Carlos A. Aguilera

Publicado el 2020-12-13

Si el cine es un todo ―tal y como afirman a menudo los cineastas, mostrando cómo la máquina imagen, la máquina música, la máquina historia y la máquina movimiento construyen un lugar para muchos único―, el relato “desclasificado” de una película sería la puesta en escena de una jurídica bizca, el lugar donde “aquello que ha sido visto” vuelve a ser dirimido, performance que a la vez que con la memoria tiene que ver con lo transficcional.

Algo de esto es lo que sucede con Sans Soleil (2020), el libro de Chris Marker traducido por Patricio Gringberg y con prólogo del cineasta y ensayista Isaki Lacuesta en Kriller 71, una de las editoriales alternativas de Barcelona.

Y no solo lo digo por la obviedad: cine y libro se proyectan siempre hacia horizontes distintos (habría que estudiar mejor hasta qué punto ambos son diferentes y qué subjetividad reconstruye al final cada uno), sino por algo que por regla general no tenemos en cuenta, el libro, su(s) relato(s), es el Nichtsein escéptico del filme, ese que lo arrastra hacia ninguna zona, más que para negar lo que en esencia el cine es ―eso que Deleuze en ochocientas páginas resume en imagen-movimiento e imagen-tiempo―, para refundarlo, ofrecerlo como el espéculo de lo que sobrevive fuera del encanto tecnológico mismo.

Dónde están en este libro esas apariciones, esos sensorios por donde a la vez atraviesan niños islandeses, tacitas de sake extraídas de los mercados de Tokio, estatuas del bigotudo georgiano destruidas en África, retratos de Amílcar Cabral antes de caer asesinado por los miembros de su propio partido o la música de Mussorgsky (inaudible en todo el film, por cierto); dónde ese edificio Espiral, “que cambia de forma en cada una de sus plantas”, e Isaki Lacuesta en su prólogo compara con esos territorios que el montaje de Marker hace observar tan bien ―y en loop― en cada uno de sus documentales. 

¿No es precisamente esa trenza ―así denomina Lacuesta a este tipo de montaje―, una de las marcas de origen del universo Marker, una de esas singularidades que lo mismo lo emparentan con el metabolismo japonés (vanguardia arquitectónica japonesa), que con el vértigo que producen en muchas personas los videojuegos?

Marker nunca daba sus películas por terminadas, sino que las seguía corrigiendo y remontando, constantemente vivas, a medida que el tiempo afinaba su pensamiento y evidenciaba lo que él consideraba errores: es el caso de Le train en marche (1973), película que desaparecería porque consideró que algunos de sus planteamientos políticos estaban equivocados, hasta disolverse, corregida y remontada, en El último bolchevique (1992).(1)

[Película esta última, por cierto, que rescata a Aleksandr Ivanovich Medvedkin, creador del cine-tren en 1932, quien murió creyendo que la perestroika era la fase final y sublime del comunismo soviético].

¿No hay una ironía extrema entre esa recuperación del fantasma de un cineasta y la recuperación del phantasma de un relato que transgrede las posibilidades-cine para convertirse en un género imposible, a medias siempre entre el diario, los apuntes de postales, la caligrafía etnográfica, la hagiografía y el poema en prosa?

Si algo disfruto precisamente de Sans Soleil, el libro, es su movimiento entre varios géneros, creando a veces un tono único, mezcla de todas esas escrituras que mencionaba antes, como si de ese totum revolutum pudiera emerger una dinámica nueva. Y a veces, su pausa, como cuando el ojo etnográfico empieza a describir todos los dispositivos que entrecruzan a un individuo o comunidad. 

Hayao Yamaneko inventa juegos de videojuegos con su máquina. Para complacerme incluyó mis animales preferidos, el gato y la lechuza. Sostiene que la memoria electrónica es la única que puede procesar los sentimientos, la memoria y la imaginación. El Arsenio Lupin de Mizoguchi, por ejemplo, o el no menos imaginario Burakumin. ¿Cómo intentar representar una categoría de japonés que no existe? Sí, allá están, los he visto en Osaka vivir al día y dormir en el suelo. Dedicados, desde la Edad Media, a tareas sucias e ingratas, pero desde la era Meiji nada los distingue oficialmente y su verdadero nombre, los etas, es impronunciable, una palabra tabú. Son las no-personas. ¿Cómo mostrarlos sino bajo la forma de las no-imágenes? (2)

No imágenes que in extremis representan un no tiempo. 

Un no tiempo kitsch, ya que tienen que situarse en el pasado no solo para convertirse en algo creíble (aunque en verdad esto es lo que menos importa), sino para multiplicar todas esas voces y visiones e historias que se acoplan a las supuestas cartas que Sandor Krasna ―camarógrafo de profesión― le va enviando a esa voz femenina que en la película no aparece siquiera prefigurada con la imagen de una boca o cuerpo y, en el libro, adquiere una territorialidad escatológica, por insertarse en un presente que habla todo el tiempo desde el pasado, desde ese “ahí” que tanto para esa voz como para nosotros solo puede ser escuchada en y desde el futuro.

¿No es el futuro ―el ontológico a la vez que el político― lo primero que desaparece cuando uno pierde la memoria, ese futuro siempre comatoso que representamos a partir de la vanidad o las fracturas que vamos transitando en nuestra vida? 

Un ejemplo de esto sería el cansancio. No ese personal, producto del trabajo físico o vinculado a la fatiga. 

No. 

Sans soleil ―pudiera escribirse― es una reflexión sobre el cansancio de la historia. Sobre el cansancio de repetir y repetir la y las mismas historias.

Sus fisuras.

Y no solo lo digo porque Krasna en ese nerviosismo del diario narre eventos que al final van a tener réplicas parecidas en otros lugares u otro tiempo, sino porque sus propias observaciones (a veces con cierto tono que recuerdan al mejor Handke, el del Ensayo sobre el Juke-box o El chino del dolor) están construidas por el cansancio mismo, por esa fascinación que produce estar narrando algo que es la repetición de una alteridad que al final también señala a otra repetición, como si nada al final acabara, como si el tiempo ―líquido, apuntaba acertadamente Bauman― más que fluido fuera fango, un estanque del que solo sería posible salir arrastrando nuestra propia muerte.

O mejor, convertido en un Takenoko, esos “bebés marcianos” que habitan en su propio mundo y danzan los domingos totalmente abstraídos en Japón.

¿Vendría a ser Marker (quien era famoso, entre otras cosas, por su reticencia a expresarse en público) y las intensidades que cruzan sobre su texto, takenokos que han decidido mutar a una suerte de nebulosa transficcional para al final convertirse en otra cosa?(3)

Pienso que sí, e imagino a Marker danzando a la manera de estos “marcianos” japoneses hasta caer fatigado dentro de una de sus películas; una que hablase sobre Japón, además de para devorarla, para convertirla en una pantalla donde siempre se pudiera escribir y tachar y dibujar encima de ella.

Algo así como:

―Me decía…

―Le gustó…

―Un día me escribió…

―He visto…

Fórmulas todas, que compactan este libro no solo en secuencias que tienen que ver con la memoria y la manera en que la articulamos, sino con su trauma, ese que hace que observemos más una cosa que otra, o que leamos de manera grave algo que para muchos pasa desapercibido.

Trauma que es en muchos casos el que rige el dispositivo escritura, el que lo direcciona, ya que la falla ―como sabía el gran Lacan― es el que le da espesor a todo eso que concebimos alrededor nuestro, tanto en su forma experiencia (y qué sería de la experiencia sin su propio punto de terror) como en su forma ficción.

Forma que como decía antes no solo se vincula a un tiempo kitsch y a un no género definido ―arquetipos todos de ese tipo de escritura que rompe la arché tradicional del texto y desarticula la ideología mediocre del mercado―, sino a la ligereza, a ese espacio donde lo liviano (la levedad, la velocidad, lo ligero) es sinónimo de guerra contra el sentido, contra todo eso que necesita operar detrás de la teleología o de aquella metafísica que al final termina convirtiendo todo en misterio.

Sans soleil, el texto, es precisamente la anulación de todo misterio, de toda mística o Ser, y por eso no solo puede leerse como un poema o diario, sino también como nada.

Una nada que al final es solo eros.

Eros, apuntes y fetiches de viajes.



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(1) Marker, Chris (2020). Sans soleil, Barcelona: Kriller 71, Col. Mula plateada, pp. 42-43.

(2) Ídem, p. 91.

(3)  “Para los Takenoko, veinte años es la edad de la jubilación. Son bebés marcianos. Todos los domingos voy a verlos bailar al parque de Yoyogi. Intentan hacerse ver, pero no parecen sentirse observados. Viven en un tiempo paralelo, detrás de la pared invisible de un acuario que los separa de la multitud que se acerca. Y yo puedo pasar toda la tarde entera mirando a la pequeña Takenoko que aprende, sin duda por primera vez, las costumbres de su planeta. // Aparte de eso, tienen placas de identificación. Funcionan a golpe de silbato, la mafia les explota y, con la excepción de un solo grupo compuesto de chicas, siempre el que los dirige es un chico” (ídem, p. 87).

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Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970). Escritor. En 1995 ganó el Premio David de poesía, en La Habana, en 2007 la Beca ICORN de la Feria del libro de Frankfurt, y en 2015 la Cintas en Miami. Sus últimos libros publicados son: Clausewitz y yo (nouvelle, 2020), Umberto Peña. Bocas, dientes, cepillos, restos (monografía arte, 2020), Teoría de la transficción. Narrativa(s) cubana(s) del siglo xxi (antología, 2020), Archivo y terror. Operaciones entre literatura, política, teatro y arte (ensayo, 2019) y Luis Cruz Azaceta. No exit (monografía arte, 2016). Codirigió la revista Diáspora(s) entre 1997 y 2002. Coordina en Rialta la colección FluXus dedicada a la imagen. Reside en Praga.


domingo, 29 de noviembre de 2020

Cuando la naturaleza jaquea la orgullosa modernidad Enrique Dussel

 


Publicado el 2020-11-29

Estamos experimentando un evento de significación histórica mundial del que posiblemente no midamos su abismal sentido como signo del final de una época de larga duración, y comienzo de otra nueva Edad que hemos denominado la Transmodernidad. El virus que ataca hoy a la humanidad por primera vez en su milenario desarrollo, en un momento en el que puede tenerse conciencia plena de la simultaneidad (en tiempo real) verificada por los nuevos medios electrónicos, nos da que pensar en el silencio y aislamiento autoimpuesto de cada ser humano ante un peligro que muestra la vulnerabilidad de un castillo de naipes que vivimos cotidianamente, como si tuviera la consistencia de una estructura invulnerable. El hecho ha producido un sinnúmero de reacciones de colegas filósofos y científicos porque llama profundamente la atención. Queremos agregar un grano de arena a la reflexión sobre el sobrecogedor acontecimiento.

La Humanidad, al menos el homo sapiens desde hace unos 200 mil años, ha logrado desarrollarse históricamente venciendo innúmeros obstáculos para lograr su sobrevivencia. Se inserta en un proceso iniciado, se vamos al origen, al llamado Big Bang (acontecido hace unos 15 mil millones de años), al momento de la solidificación de la Tierra (hace 5 mil millones de años), de la vida (hace unos 3.500 millones de años) que comenzó a transformarse en Gaya, es decir, modificando la vida la corteza terrestre, creando la atmósfera y protegiendo a la biósfera para que los rayos ultravioletas no pudieran destruirla. Hace unos 70 millones de años aparecieron los primates, y por último, el mismo homosapiens (la noósfera de T. de Chardin hoy denominada el Antropoceno o Edad del ser humano sobre la Tierra).

Con el Neolítico (hace unos 15 mil años) la humanidad comenzó a transformarse de nómada en urbana, creando las primeras aldeas o ciudades, posibles gracias a la organización de un doble parasitismo: del vegetal (con la agricultura) y del animal (con el pastoreo). Como vivientes los humanos debimos alimentarnos de vegetales para lograr proteínas y otras sustancias que sólo ellos producían. Comenzó así una inevitable entropía (el pasaje de un bien de uso a una cosa inútil, sin posible nuevo uso) que significó el destruir los bosques, que producían oxígeno, para transformarlos en campos de cultivo agrícola. Como omnívoros los humanos matamos y nos alimentamos de animales no humanos (fue un primer tabú negar la antropofagia). Así nacieron y crecieron las grandes civilizaciones urbanas del Neolítico en Eurasia, África y América.

Allá por el 1492, Cristóbal Colón, un miembro de la Europa latino-germánica descubre el Atlántico, conquista Amerindia y nace así la última Edad del Antropoceno: la Modernidad, produciendo además una revolución científica y tecnológica, que dejó atrás a todas las civilizaciones del pasado, catalogadas como atrasadas, subdesarrolladas, artesanales. Lo denominaremos el Sur global; y esto hace sólo quinientos años.

Esa espléndida Edad del Mundo inaugurada se relacionará a la Naturaleza metodológicamente gracias a Francis Bacon (1562-1626) por su obra Novum organum (1620), y desde el manifiesto filosófico de René Descartes (1596-1650), en El discurso del método (1637), constituyó a la indicada Naturaleza como una cosa observable o explotable, casi infinita por sus recursos, y como objeto manejable por un demiurgo humano constituido como un sujeto sin límites de conocimiento o manipulación de ese objeto: la Naturaleza. Para Descartes el ser humano es “un alma a la que le es indiferente tener un cuerpo”, afirmando así un dualismo radical. El cuerpo, como la Naturaleza, es una “cosa extensa” (res extensa); es decir, una realidad cuantitativa, no teniendo importancia la cualidad y la vida. Se la interpretaba como una maquinaria conocida privilegiadamente por la matemática. Esta Naturaleza es así un objeto cognoscible, manejable, explotable. La física se transforma en la ciencia fundamental. El ser humano funda su privilegio en el “yo pienso”, que conoce, que se sitúa en un nivel teórico ante objetos naturales cuantificables a nuestra entera disposición.

Con estos supuestos transcurrieron los siguientes siglos. El “yo europeo” produjo una revolución científica en el siglo XVII, una revolución tecnológica en el XVIII, habiendo desde el siglo XVI inaugurado un sistema capitalista (cuya racionalidad última es el aumento cuantitativo de la tasa de ganancia en cualquier inversión en el mercado que se efectúa gracias a la obtención de un plusvalor por parte del obrero) con una ideología moderna eurocéntrica (como superioridad cultural, estética, moral, política, etc.), colonial (porque esa Europa era el centro del sistema-mundo gracias a la violencia conquistadora de sus ejércitos que justificaban su derecho de dominio sobre otros pueblos), patriarcal (porque el macho blanco dominaba a la mujer en Europa y a las mujeres coloniales de color como en México), y, como culminación, el europeo se situó como explotador sin límite de la Naturaleza.

En efecto, los valores positivos inigualables de la indicada Modernidad, que nadie puede negar, se encuentran corrompidos y negados por una sistemática ceguera de los efectos negativos de sus descubrimientos y sus continuas intervenciones en la Naturaleza. Esto es debido en parte por el desprecio por el valor cualitativo de la Naturaleza, en especial por su nota constitutiva suprema: el ser una “cosa viva”, orgánica no meramente maquínica; no es sólo una “cosa extensa”, cuantificable. La ciencia de referencia ahora deja de ser la física y pasa a ocupar su lugar la biología, y como momento central cósmico la neurobiología: el cerebro humano. El cerebro humano es el organismo viviente más complejo del universo conocido. Pero, además, la Naturaleza no es un mero objeto de conocimiento sino que es el Todo (la Totalidad) dentro del cual existimos como seres humanos: somos fruto de la evolución de la vida de la Naturaleza que se sitúa como nuestro origen y nos porta como su gloria, posibilitándonos como un efecto interno (“sus hijas e hijos”) y, por ello, no metafóricamente, la ética se funda en el primer principio absoluto y universal: ¡el de afirmar la Vida en general, y la vida humana como su gloria!, porque es condición de posibilidad absoluta y universal de todo el resto; de la civilización, de la existencia cotidiana, de la felicidad, de la ciencia, de la tecnología y hasta de la religión. Mal podría operar alguna acción o institución si la Humanidad hubiera muerto.

Hoy, la Madre naturaleza (ahora como metáfora adecuada y cierta) se ha rebelado; ha jaqueado (como cuando se da un “jaque mate al rey” en el ajedrez) a su hija, la Humanidad, por medio de un insignificante componente de la Naturaleza (Naturaleza de la cual es parte también el ser humano, y comparte la realidad con el virus). Pone en cuestión a la Modernidad, y lo hace a través de un organismo (el virus) inmensamente más pequeño  que una bacteria o una célula, e infinitamente más simple que el ser humano que tiene miles de millones de células con complejísimas y diferenciadas funciones (que llegan a millones). Es la Naturaleza la que hoy nos interpela: ¡O me respetas o te aniquilo! Se manifiesta como un signo del final de la Modernidad y como anuncio de una nueva Edad del Mundo, posterior a esta civilización soberbia moderna que se ha tornado suicida. Como clamaba Walter Benjamin había que aplicar el freno y no el acelerador necrofílico que en dirección al abismo.

Se trata entonces de interpretar la presente epidemia como si fuera un bumerán que la Modernidad lanzó contra la Naturaleza (ya que es el efecto no intencional de mutaciones de gérmenes patógenos que la misma ciencia médica e industrial farmacológica ha originado), y que regresa contra ella en la forma de un virus de los laboratorios o de la tecnología terapéutica. La interpretación intentada indica que el hecho mundial, nunca experimentado antes y de manera tan globalizada que estamos viviendo, es algo más que la generalización política del estado de excepción (como lo propone G. Agamben), la necesaria superación del capitalismo (en la posición de S. Zizek), la exigencia de mostrar el fracaso del neoliberalismo (del “Estado mínimo”, que deja en manos del mercado y el capital privado la salud del pueblo), o de tantas otras muy interesantes propuestas. Creemos que estamos viviendo por primera vez en la historia del cosmos, de la Humanidad, los signos del agotamiento de la Modernidad como última etapa del Antropoceno, y que permite vislumbrar una nueva Edad de Mundo, la Transmodernidad (de la que hemos expuesto algunos aspectos en otros artículos y libros), en la que la Humanidad deberá aprender, a partir de los errores de la Modernidad, a entrar en una Nueva Edad del Mundo donde, partiendo de la experiencia de la necro-cultura de los últimos cinco siglos, debamos ante todo afirmar la Vida por sobre el capital, por sobre el colonialismo, por sobre el patriarcalismo y por sobre muchas otras limitaciones que destruyen las condiciones universales de la reproducción de esa Vida en la Tierra. Esto debiera ser logrado pacientemente en el largo plazo del Siglo XXI que sólo estamos comenzando. En el silencio de nuestro retiro exigido por los gobiernos para no contagiarnos de ese signo apocalíptico… tomemos un tiempo en pensar sobre el destino de la Humanidad en el futuro.

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El término “jaquear” pertenece al mundo del ajedrez y —según el diccionario de la Real Academia de la Lengua— significa dar o poner en jaque. Y más allá del movimiento del ajedrez, “hostigar al enemigo, amenazarlo con un ataque”.

Texto visto en Herramienta

Enrique Dussel es filósofo, historiador y teólogo argentino, nacionalizado mexicano. Reside en México, en donde es catedrático de Ética en la Universidad Autónoma de México y en la Universidad Autónoma Metropolitana-Itzapalapa.

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sábado, 28 de noviembre de 2020

ALGUNAS PALABRAS SOBRE "EL CUERPO LESBIANO" por MONIQUE WITTIG

 




 

Monique Wittig

El cuerpo lesbiano surgió de la necesidad de escribir un libro totalmente lesbiano en su temática, vocabulario, textura, de la primera a la última página, desde el título hasta la contratapa. 

Al comenzar la tarea me encontré con dos espacios vacíos. El que enfrenta cualquier escritor frente a la página en blanco. Pero también el vacío que representaba la inexistencia de un libro semejante. Nunca pasé por un desafío mayor ¿Lo haría? ¿podría hacerlo? ¿cómo sería el resultado? Mantuve el manuscrito encerrado en un armario por seis meses antes de mostrárselo a mi editor.

No había ningún libro lesbiano hasta entonces, excepto los escritos de Safo. Al menos así lo veía yo en ese momento (todavía no conocía a Djuna Barnes) Comencé entonces a escribir fragmentos sobre este territorio virgen, sólo con Safo en el horizonte. Estos fragmentos se perdían. No funcionaban. Me acuerdo de haber elegido como posibilidad formal partir de la obra de Safo y escribir alrededor suyo. Es decir, usar a Safo como el texto principal y escribir alrededor, en sus márgenes. Después me di cuenta de que otra posibilidad era intercalar los textos de Safo directamente en mi escritura. No funcionó tampoco. Los poemas de Safo estaban demasiado lejos, hablaban de un lugar, de un tiempo, de personas que yo no conocía. 

Muy pocos versos quedaron de una de las mejores poetas de todos los tiempos. El fragmento más largo que tenemos ha sido imitado como un modelo de lírica, por ejemplo, por Louise Labé, un poeta del siglo 16, y por Boileau, un poeta del siglo 17, autor de un Arte poética. Safo se las ingenió para expresar la pasión con economía de recursos pero logrando una extrema potencia. “Te veo, y me vuelvo verde como el pasto” evoca, por ejemplo, el papel del hígado y la bilis en la pasión carnal, o también la reacción de los órganos al punto de casi morir bajo la violencia de la pasión. La mayoría de los fragmentos sáficos constan de uno o dos versos, algunas veces de sólo dos palabras. En ninguno de estos poemas podemos imaginar que existía opresión de los hombres hacia las mujeres. Más tarde Safo fue comparada con Platón, y su escuela en Lesbos fue comparada con la escuela socrática. Pero nos dejó en el misterio. Ella es un enigma. Si me extendí sobre la obra de Safo es porque la idea de pensarla como EL TEXTO, la Biblia, le livre, y escribir a su alrededor, es una idea recurrente para mí. Pero nunca funciona. 

Siempre me quedo con el espacio en blanco de la página, un espacio que llamo el taller literario. Nunca será suficiente insistir en este espacio, que para cualquier escritor puede convertirse en un abismo, un abismo del que nos arriesgamos a no salir. Encontrar una nueva forma, escribir lo que no se atrevía a decir su nombre, forzarme a hacerlo, ese fue el dilema con el que me enfrenté. Así que la violencia estaba doblemente presente en la tarea. Es necesario hablar de la violencia a la hora de escribir porque siempre es el caso con una forma nueva: amenaza y violenta la forma anterior. Lo haces con palabras, con palabras que se cargan a través de la obra de nuevas formas y nuevos sentidos. Lo haces con palabras que tienen que conmocionar a los lectores. Si a los lectores no les llega el shock, entonces el trabajo no está terminado. Esto es verdad para cualquier obra literaria. Entonces desde el comienzo está la violencia hacia el lector. Un buen lector puede estallar en el proceso. (Así me sentí cuando estaba en la calle leyendo por primera vez Tropismos de Nathalie Sarraute. Después de eso, la escritura y la lectura nunca fueron lo mismo) La segunda clase de violencia de la que debía hablar en ese libro todavía inexistente era la violencia de la pasión. La pasión que no se atreve a decir su nombre –la pasión lesbiana. Ahora debería decir, para aclarar por qué mi libro tenía que ser tan críptico y realista en su expresión, que el amor lesbiano en la literatura existía pero como un tipo de amor suave, diluido, con su máximo exponente en la escritora Colette. La asociación de dos seres victimizadas por los hombres, intentando encontrar juntas algún tipo de consuelo. Siempre dos pobres mujeres que debían ayudarse mutuamente –por compasión– a alcanzar el pico de la pasión –el orgasmo– tal como una hermana de caridad ayudaría a un hombre desfalleciente. La literatura sobre lesbianas empezó con Baudelaire, quien inventó el término. Su libro Las flores del mal iba a llamarse en un principio Las lesbianas. Más tarde Verlaine escribió Paralelamente. Fue un momento de éxito para el lesbianismo como paradigma literario, en aquel entonces en que los hombres gays escondían su homosexualidad bajo la máscara lésbica. No es que desee culparlos ¿dónde estaría yo sin ellos? Cuando tenía quince años me dijeron todo lo que necesitaba saber. Así que volvamos a mi taller literario, donde me encuentro con fuego entre los dientes y sin nada todavía más que la página en blanco. De repente me sorprende la risa (se puede reír en medio de la angustia) Dos palabras aparecieron: cuerpo lesbiano ¿Pueden darse cuenta de lo irónico que resultaba? Así es como el libro comenzó a existir: desde la ironía. Cuerpo, una palabra que en francés es masculina, con el calificativo lesbiano modulando y desestabilizando su significado habitual. Me parece bien remarcar la idea de que el escritor trabaja palabra por palabra, cada palabra en su materialidad y su significado.

Desde estas dos palabras “cuerpo lesbiano” el libro emergió. No entero, sino pieza por pieza, tal como uno describiría una armadura. Primero el casco, luego la espalda, luego el pecho. Así era mi “cuerpo lesbiano”, una paradoja pero no tanto, una broma pero no tanto, una imposibilidad pero no tanto. De todas maneras, gracias a estas dos palabras, cualquier cosa que dijera se iba a transformar. Toda la ficción de El cuerpo lesbiano se desprende de un rígido vocabulario anatómico. Me formé de un set preciso de palabras con las cuales hablar del cuerpo sin metáforas, manteniéndome en un nivel pragmático sin sentimentalidad o romanticismo. Esto se ajustaba a mi idea de que los lectores debían estar familiarizados previamente con las palabras que usara el escritor. Podía entonces comenzar a escribir en mi página en blanco. El vocabulario anatómico era la base primaria de la construcción. Lo tenía perforando el libro, exhibiendo así su instrumentalidad. Desde este estricto vocabulario podía lesbianizar el mapa entero del amor tal como se conocía (mi modelo era En busca del tiempo perdido de Proust) 

Capa tras capa pude sumar referencias múltiples al amor físico, y mezclar todo para crear lo que llamé la pasión lesbiana. Este vocabulario anatómico es frío y distante; lo usé como herramienta para fracturar las zonas del texto dedicadas al amor. Sentí la necesidad de la violencia textual como metáfora para expresar la pasión de la carne. Robé otros textos e incorporé referencias a Ovidio (La metamorfosis), Du Bellay, Genet, Baudelaire, Lautréamont, Raymond Roussel, Nathalie Sarraute, el Nuevo Testamento, varios poemas homéricos. Podía usarlos con la condición de que remitieran a la violencia en la mente de los lectores. 

Estos textos fueron funcionales a la tensión que busqué entre un “tú” y un “yo”, los protagonistas del libro. Todo el proyecto es una descripción impasible de la pasión lésbica; intenté dejar atrás a Baudelaire, a Verlaine, a Lautréamont. ¿Qué es el éxtasis total entre dos amantes sino una muerte exquisita? Un acto violento (aquí en palabras) que sólo puede ser redimido por una inmediata resurrección. Los grandes amantes de la cultura heterosexual (Don Juan, Otelo, y hasta el dulce Orfeo) son el primero un violador, el segundo un asesino y el tercero un descerebrado. Ahora, por el contrario, cuando los amantes de El cuerpo lesbiano matan, resucitan. Así ilustré la sentencia poética de la Biblia que dice que el amor es más fuerte que la muerte. De alguna manera nos mantenemos todavía en el nivel de la ironía. 

También quería hablar del amor lesbiano desde un punto de vista carnal, donde los sentimientos, el abandono, las lágrimas, todos estos signos sociales pudieran anexarse sólo desde el punto de vista físico, un momentáneo punto de vista. Acá no hay parejas para siempre o el amor que asegura al lector un “para siempre felices”. Sólo describo un momento, un estado del ser que le podría suceder a cualquiera y que no está destinado a durar. No son las bases para un modo de vida. No tiene nada que ver con la vida social, ya que los poemas no son representaciones de la vida real.

 Y cuando se dan las coincidencias entre ambos, el texto de la vida y el texto del libro, sólo puede tratarse de un relámpago inexplicable, como esos versos de Rimbaud que todavía me obsesionan: “Au bois il y a un oiseau/ Son chant vous arrête ety vous fait rougir” “En el bosque hay un pájaro/ Su canto te detiene y te sonroja” Tal como dije en mi libro La mente hétero, los pronombres personales son parte de la cuestión acerca del sujeto. Algunas veces considero a El cuerpo lesbiano como el reverso de aquel análisis tan bello de los pronombres je y tu del lingüista Émile Benveniste. La barra en mi j/e es un signo de exceso. Un exceso del “yo”, un “yo” exaltado en la pasión lésbica, un “yo” tan poderoso que puede atacar el orden heterosexual de los textos y lesbianizar a los héroes del amor, lesbianizar los símbolos, lesbianizar a dioses y diosas, lesbianizar a Cristo, lesbianizar a los hombres y a las mujeres.

Este “yo” y este “tú” son intercambiables. No hay jerarquía entre un “yo” y un “tú” que son lo mismo. También ese “yo” y ese “tú” son múltiples. Podría ser el caso de que en cada fragmento fueran diferentes protagonistas. Como en Las guerrilleras, usé en El cuerpo lesbiano una técnica de montaje (de edición) que lo asemeja a un film. Todos los fragmentos fueron dispersos por el suelo y organizados. El libro se construyó de acuerdo a este principio. La organización final produjo una asimetría simétrica. Quiero decir que cada fragmento se duplicó en otro, de forma y sentido apenas diferente. El libro entonces tomó forma en dos partes. Se abre y se cierra sobre sí mismo. Puede compararse a una cáscara de nuez, a una almeja, a una vulva.


Este texto fue traducido del inglés para Baruyeras por Paula Torricella (“Some Remarks on The lesbian body” en On Monique Wittig. Theoretical, Political and Literary Essays California, University of Illinois Press, 2005) Según Namascar Shaktini, editora del libro, Wittig escribió estas reflexiones entre 1997 y 2001. Es decir, casi 30 años después de que fuera publicado Le corps lesbien (1973) y unos pocos años antes de su muerte (2003)

Artículo compartido de la web de Ca la Dona

sábado, 21 de noviembre de 2020

La invención más allá de la enumeración, Georges Perec por calledelorco

 



Esta obra era una imagen de la muerte del arte, una reflexión especular sobre este mundo condenado a la repetición infinita de sus propios modelos. Y estas variaciones minúsculas de copia a copia, que había exacerbado tanto a los visitantes, tal vez eran la expresión última de la melancolía del artista: como si, al pintar la propia historia de sus obras a través de la historia de las obras de los demás, hubiera podido, por un instante, parecer que perturbaba el «orden establecido» del arte, y reencontrar la invención más allá de la enumeración, el chorro más allá de la cita, y la libertad más allá de la memoria. Y tal vez no había nada más punzante ni más risible en esta obra que el retrato de ese hombre monstruosamente tatuado, ese cuerpo pintado que parecía montar guardia ante cada repetición minuciosa del cuadro: hombre convertido en pintura bajo la mirada del coleccionista, símbolo nostálgico e irrisorio, irónico y desengañado de este «creador» desposeído del derecho de pintar, dedicado en lo sucesivo a mirar y a ofrecer como espectáculo la mera proeza de una superficie integralmente pintada.

Georges Perec
El gabinete de un aficionado
Traducción: Menene Gras Balaguer
Editorial: Anagram





 

martes, 17 de noviembre de 2020

LA FELIZ Y VIOLENTA VIDA DE MARIBEL ZIGA de ITZIAR ZIGA. RESEÑA por EDUARDO NABAL

 




"La feliz y violenta vida de Maribel Ziga" por Itziar Ziga.

“Escribo como hablo” me dijo, una vez, Itziar Ziga en una entrevista a propósito de su libro “Transfeministas: una estirpe maldita”, editado por Txalaparta, donde analizaba figuras tan diversas como Silvia Rivera, Valerie Solanas o Louis Michel, unidas por un mismo espíritu de combate. Trataba así de explicar algo la buena acogida que alcanzaron sus primeros libros, como “Devenir perra” o “Un zulo propio”, que repercutieron con fuerza en un amplió grupo de lectores y lectoras, no únicamente de pelaje feminista.

En “La feliz y violenta vida de Maribel Ziga” la autora recuerda su compleja vida junto a su querida madre, una mujer carente de prejuicios, sin grandes oportunidades laborales, que sufrió malos tratos por parte de su marido. El momento de la muerte de su madre, que falleció en un hospital escuchando a Jimmy Somerville, tras un largo deterioro físico en su hogar, le abre a Ziga un espacio de reflexión y creación sobre la vida de esa mujer inmensa y también sobre la suya propia, contraponiendo y a la vez fusionando épocas,  lugares de tránsito y personalidades diferentes.

La autora, entre Iruñea y Donosti, recuerda a su hermana y su relación con su “ama” que enseguida la catalogó , sin moralismos, como una muchacha “juerguista, bisexual y respondona” se acaba convirtiendo en una inmersión de los laberintos de la violencia de género, su historia y sus formas de perpetuación desde la medieval “caza de brujas” hasta las formas más actuales, sutiles o violentas,  de acoso, desprecio y humillación.

Pero la época en la que Itziar y su hermana volvían a casa temiendo por la integridad física de su madre, casada con un “macho maltratador”, al que intentan comprender sin mucho éxito, es la época franquista, cuando el divorcio estaba prohibido y las víctimas eran doblemente estigmatizada. Cuando, tras un largo periplo de temor y golpes, su madre se deshace de su esposo, para el que tiene que trabajar dentro y fuera del ámbito doméstico, la autora no se ha librado de las pesadillas de la violencia heteropatriarcal que, en uno de sus muchos arrebatos de ironía, compara con las viejas películas de terror y zombies que veían por televisión. Pero ya desde entonces las mujeres, con mayor o menor fortuna, encontraban apoyo unas en otras, en vecinas, compañeras de clase y la llegada del feminismo a la vida de la autora supone un cambio decisivo y terapéutico sobre todo aquello que ha vivido en el miedo y el ocultamiento. Visitando las primeras librerías LGTB de Bilbao en busca de apoyo y frecuentando los primeros grupos de mujeres, la autora nos embarca en un periplo que no deja de ser una liberadora “toma de conciencia”, un viaje interior en el que la propia narradora nos acerca a sus propios  enfrentamientos con  machos maltratadores, en el transcurso de  noches etílicas.

Maribel Ziga. Imagen interior libro

Ziga denuncia la alianza de los poderes eclesiásticos, médicos, judiciales y policiales a la hora de infravalorar la violencia o el estigma que sufren muchas mujeres, entre las que se encontró su propia madre, una luchadora y vividora nata que transitó de unos refugios a otros, en compañía de sus dos hijas. Esta escritora, sin pelos en la lengua y de pluma afilada, no abandona los recuerdos tiernos o líricos de su entorno juvenil ni de una mujer intrépida sometida a los dictados de su tiempo y a la herencia del heteropatriarcado.

Ziga, una periodista poco convencional que transita por los terrenos de la literatura feminista y queer, cuestiona cosas como la institucionalización del “amor romántico”, la masculinidad dominante y la evidente desigualdad salarial entre hombres y mujeres, sin dejar de cuestionar la arbitrariedad de ambas categorías. Será gracias a la ayuda de su amiga transexual Verónica Arauzo y de los primeros grupos de empoderamiento femenino cuando comprenda que no debe aceptarse ningún tipo de violencia, física o psíquica, y que ésta, en muchas ocasiones, viene motivada por una organización heteropatriarcal de los afectos y los roles sexuales.

Una hermosa, lúcida y estremecedora mirada al difícil periplo vital de su madre, que a pesar de su mente abierta, también fue educada, como muchas mujeres de su generación, en la renuncia y el sometimiento. La autora confiesa que no le resulta más difícil escribir sobre el estigma de “puta” que sobre el de “víctima” (indirecta) de violencia de género, lo que no deja de ser para ella una lacra estructural que marca, de un modo un otro, la vida de muchas mujeres de generaciones diferentes.


"La feliz y violenta vida de Maribel Ziga" por Itziar Ziga. Editorial Melusina
Reseña por Eduardo Nabal