jueves, 13 de enero de 2022

El don de reinventar nuestros pasados, Valeria Luiselli por calledelorco





Un libro abierto no puede callar ninguna evidencia. En su interior están los vestigios concretos de nuestro paso a través de él, todas nuestras huellas, las sábanas después del amor. Y en estos remanentes está la posibilidad de la reminiscencia: principio de una lectura atenta a su historicidad. En los comentarios al margen, en las frases subrayadas y en las notas al pie del lector, comienza la relectura: entre las páginas 42 y 43 de mi edición de Comme un roman, una tira de pastillas Peptobismol caducas; en Manhattan Transfer una postal de la ciudad del insomnio eterno; en la última página de Luces de Bohemia una dirección y un número telefónico; en mi edición adolescente de Rayuelafalta el capítulo 68.

"La soledad no se encuentra, se hace", escribe Duras. Es la primera frase subrayada en Escribir. Queda todavía un eco de su primera intensidad, pero mentiría si digo que sé por qué fue esa frase, y no cualquier otra, la que me cimbró con tanta fuerza en las primeras horas de un largo viaje en tren de regreso a Mumbai. Seguramente descubrí algo, pero ahora lo he olvidado.

Volver a un libro se parece a volver a las ciudades que creímos nuestras, pero que en realidad hemos y nos han olvidado. En una ciudad, en un libro, recorremos en vano los mismos caminos, buscando nostalgias que ya no nos pertenecen. No se puede volver a encontrar un lugar tal como se dejó. Encontramos, en todo caso, mitades de objetos entre el debris, incomprensibles notas al margen que tenemos que descifrar para volver a hacer nuestras.

Los recuerdos que tengo de Mumbai son fragmentarios, efímeros, casi triviales. Conservo imágenes imposibles: hay rostros que sólo consigo recordar en dos dimensiones; me visualizo en tercera persona, vestida siempre igual —vestido largo color amarillo perico, el pelo recogido en una mascada—, caminando por una misma calle que, sospecho, es la superposición de muchas calles. Sé, además, que algunos recuerdos son elaboración posterior: fantasías labradas durante una charla, exageraciones esculpidas en las distintas versiones de ese párrafo que escribimos una y otra vez en las cartas a nuestros familiares y amigos.

Recordar, dicen los etimólogos, significa "traer de nuevo al corazón". El corazón, sin embargo, no es más que un órgano desmemoriado que bombea sangre. Es mejor no recordar nunca nada. También es mejor leer como un lector olvidadizo que, habiendo soslayado temporalmente el final, goza cada momento del recorrido sin esperar la indulgencia de un final que ya conoce. Recordar, releer: transformar el recuerdo: sutil alquimia que nos concede el don de reinventar nuestros pasados.

Valeria Luiselli
Papeles falsos
Editorial: Sexto Piso





martes, 11 de enero de 2022

Borges y sus precursores, Iñaki Uriarte por calledeloro






"Hay trozos de Turner en Poussin, una frase de Flaubert en Montesquieu" (Proust, Sodoma y Gomorra).
Leo esto y recuerdo un «Punto de vista» que escribí en el periódico:

«Hacia 1910, Karl Kraus escribió en uno de sus aforismos sobre literatura: “Hay imitadores que son anteriores a los originales. Cuando dos tienen una idea, ésta no pertenece al primero que la tuvo sino al que la tiene mejor”.

Imaginemos ahora una escena que pudo ocurrir en 1951, en Buenos Aires. Jorge Luis Borges ha pensado dedicar la tarde a preparar su conferencia del día siguiente en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Pero, en lugar de eso, está leyendo a su admirado Leon Bloy. De pronto, en uno de los cuentos de Bloy, Borges cree reconocer la voz de Kafka. Otro “imitador”, se le ocurre. Más tarde, al terminar de leer, se sienta a la mesa y se pone a escribir.

Esa tarde Borges escribe “Kafka y sus precursores”. Un par de páginas en las que explica cómo cada escritor “crea” a sus precursores, cómo él ha tenido la impresión de reconocer la voz de Kafka en Zenón de Elea, en el prosista chino Yan Hu, en Kierkegaard, en Lord Dunsanny, en Leon Bloy, escritores heterogéneos y anteriores a Kafka, pero unidos entre sí por la futura voz de Kafka.

Borges ha tenido unos cuarenta años después la misma idea que Kraus tuvo hacia 1910. Pero “la ha tenido mejor”. La idea será ya siempre de Borges. “Kafka y sus precursores” será uno de sus escritos más originales y famosos, y el aforismo de Kraus quedará tan olvidado como confirmado».

Iñaki Uriarte
Diarios
Editorial: Pepitas de calabaza




domingo, 9 de enero de 2022

Vasos comunicantes: una revisión crítica Carlos Jiménez


Publicado el 2022-01-09

“Que haya debate estaría bien, pero en este país parece que no se debate”.

Manuel Borja Villel 

Vaya por delante mi reconocimiento a la importancia histórica, el tamaño y la diversidad de los fondos del Museo Nacional Reina Sofía que la mega exposición Vasos comunicantes 1881-2021 pone en escena sin agotar obviamente la riqueza de los mismos. Estos fondos son el resultado de la suma de los esfuerzos de atesoramiento realizados por las administraciones públicas españolas por lo menos desde la fundación en Madrid del Museo Español de Arte Contemporáneo en la primera mitad de los años 70 del siglo pasado. Esfuerzos con frecuencia inconexos y en ocasiones contradictorios debido a las notables discrepancias políticas e ideológicas e inclusive en el terreno de las concepciones del arte existentes entre dichas administraciones a lo largo de todos estos años, que al final se han saldado con el imponente corpus de obras que hoy guarda en sus almacenes y salas el museo Reina Sofía. Si la continuidad del Estado español está hecha de crisis catastróficas, golpes de Estado, guerras e insurrecciones, virajes y mutaciones inesperadas, la perpetuación de estos fondos es una prueba mayúscula de la capacidad de las obras de arte de sobrevivir a los discursos que las han encuadrado, impuesto un sentido y legitimado en cada una de las coyunturas históricas en las que han comparecido como tales obras de arte.   

El Reina Sofia es un museo y es al mismo tiempo un centro de arte, sometido por lo tanto a la tensión entre las exigencias contradictorias que suponen estos dos modelos: la de conservar lo mejor del patrimonio artístico de España y la de actuar como una plataforma de despliegue y promoción del arte contemporáneo, tanto nacional como internacional. Esta tensión ha terminado por afectar el contenido mismo de Vasos comunicantes, que en realidad no es una sola mega exposición sino 8 exposiciones distintas entre sí reunidas bajo un mismo título, que obedecen al propósito común de componer una muestra representativa de sus fondos coherente con la diversidad y heterogeneidad de los mismos. Y de la que es responsable en gran parte la decisión de Jordi Solé Tura —ministro de cultura en el gobierno de Felipe González— de asignarle por decreto al museo Reina Sofia la misión de conservar el arte realizado a partir de 1881, con la única justificación de que fue el año del nacimiento de Pablo Picasso. Una decisión cuestionable que —aparte de intentar resarcir el agravio póstumo infringido al pintor malagueño con la decisión de sacar del Museo del Prado al Guernica con un honor completamente innecesario— enturbiaba el objeto mismo del museo Reina Sofia, su orientación original hacia el arte moderno y contemporáneo. El arte que iniciaron las vanguardias históricas para las que resulta uno de sus hitos fundacionales Les demoiselles de Avignon, el cuadro de Picasso que mostró en la escena parisina de entonces una ruptura radical con las tendencias artísticas decimonónicas. Si en realidad de lo que se hubiera tratado era de hacerle un homenaje a Picasso fijando la fecha del comienzo del arte objeto del museo en función suya habría sido más razonable elegir 1907, el año en él pintó dicho cuadro.  

Vasos comunicantes responde, como no podría ser de otro modo, a la política expositiva de Manuel Borja Villel, director del museo y centro de arte Reina Sofía desde hace 14 años. Política en la que ha primado un concepto amplio de lo que es una colección de arte moderno y contemporáneo, inspirada en el ejemplo de Alfred J. Barr en el MoMA, quien fue el primero que se atrevió a reunir en un museo la pintura, la escultura, el grabado y el dibujo, con la arquitectura, el diseño industrial y la fotografía. Borja Villel ha añadido a esta lista el cine, el video, las performances y las instalaciones y ha concedido tanta importancia a los documentos y las publicaciones que las mismas se han convertido en marca de fábrica de las exposiciones realizadas en el museo durante su gobierno. Cabe considerar éste como uno los medios que utiliza para situar histórica y políticamente las obras y las exposiciones que ha programado, incluidas desde luego las que integran Vasos comunicantes. Sólo que su lectura de la historia se empeña en marcar diferencias con la historia comúnmente aceptada. Las historias políticas españolas suelen subrayar estos hitos de la historia del siglo XX: la derrota de España en la guerra contra los Estados Unidos de América que trajo consigo la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, la Semana trágica en Barcelona, el golpe de Estado Primo de Rivera, la Guerra Civil española, la dictadura de Franco, etcétera. Y las del arte y la cultura hablan de la Generación del 98, el noucentisme, el estridentismo, el realismo social, el informalismo y relacionan a sus artistas más destacados como Dalí, Miró, Picasso, Oteiza o Tapies con el cubismo, el surrealismo, la nueva objetividad, la abstracción lírica y la geométrica, etcétera. Borjal Villel cuestiona estos esquemas de periodización histórica agrupando las centenares de obras reunidas en Vasos comunicantes en episodios: 1/ Territorios de vanguardia: ciudad, arquitectura y revistas; 2/ El pensamiento perdido: la autarquía y el exilio; 3/ Campo cerrado; 4/ Doble exposición: el arte y la guerra fría; 5/ Los enemigos de la poesía: resistencias en América Latina; 6/ Un barco ebrio: eclecticismo, institucionalidad y desobediencia en los 80; 7/ Dispositivo 92: ¿puede la historia ser rebobinada? y 8/ Éxodo y vida en común. 

En esta taxonomía borgiana gravita evidentemente la concepción posmoderna de la historia como la de un relato sugestivo que puede ser reescrito a voluntad y que a la temporalidad lineal de las historias clásicas opone el uso de los anacronismos, los ritornelos y las yuxtaposiciones del pasado y del presente o las intromisiones de un período histórico en otro. Podría ser calificada de “vanidad de autor” o de “licencia poética”, lícitas en el caso de un curador de una exposición de arte contemporáneo pero inadmisibles en el caso del director de un museo nacional que no puede tomarse a la ligera las clasificaciones y periodizaciones históricas comúnmente aceptadas. 

El otro rasgo sobresaliente de la política de Borja Villel consiste en internacionalizar tanto el programa expositivo como las colecciones del museo. Internacionalización que tiene antecedentes en la gestión de quienes le antecedieron en el cargo, pero a las que él ha impuesto un sesgo específico representado en el reconocimiento del arte de América Latina. En este aspecto su gestión ha sido sobresaliente y aunque cabe citar al MoMA de Nueva York una vez más como antecedente, lo cierto es que el compromiso de Borja Villel con el arte latinoamericano ha sido aún mayor y desde luego coherente con la importancia de los vínculos históricos entre España y los países de dicho continente. Que son tanto políticos, religiosos y lingüísticos como artísticos. Durante el siglo XX y la parte que llevamos del siglo XXI la presencia de los artistas de América Latina en la península ha sido constante, hasta el punto de que no puede escribirse la biografía de muchos de ellos omitiendo su período español ni escribir la historia del arte español omitiendo a ciertas figuras claves del arte latinoamericano. En Vasos comunicantes abundan los ejemplos de este entrelazamiento, desde el primer episodio hasta el último. Un notable porcentaje de los 75 artistas latinoamericanos incluidos se formaron vivieron y trabajaron en España o aún lo hacen, conformando una lista que incluye desde figuras indiscutibles de las vanguardias históricas como Rafael Barradas, Joaquín Torres García, Diego Rivera o Wilfredo Lam hasta artistas destacados de las últimas décadas como Alberto Greco, Marcia Schvartz, Humberto Rivas, María María Acha Kushner, Sandra Gamarra Heshiki, Patrick Hamilton o Daniela Ortiz.  Y no faltan tampoco los artistas españoles que han hecho una parte importante de su obra en América Latina como de Luis Buñuel, Maruja Mallo, Remedios Varo, Josep Renau o Julio Plaza. E inclusive artistas como el alemán Mathías Goeritz, quién cumplió un papel sobresaliente en la formación en los años 50 del siglo pasado del grupo Altamira antes de marcharse a México donde hizo su obra de madurez. O el austríaco Wolfgang Paalen que realizó la parte más relevante de su arte igualmente en México.  

Cierto, esta lista es incompleta porque faltan otros nombres importantes en este sentido como los de David Alfaro Siqueiros, Armando Reverón, Edgar Negret, Fernando Botero, Gabriel Orozco o Teresa Margolles entre los latinoamericanos. Y entre los españoles el nombre que más se echa de menos es el de Santiago Sierra, que tanto debe a México.  A estas omisiones hay que añadir un sesgo: el predominio de los artistas de Argentina, Brasil, Chile y Perú en detrimento, si así puede decirse, de otros países latinoamericanos entre los que sobresalen los casos de Colombia, de Cuba y en alguna medida de México. Países con una tradición de arte moderno y contemporáneo que quizás no pueda equipararse en volumen y diversidad con las de Argentina o Brasil, pero que no por eso resulta desdeñable. Y tiene consecuencias en el contenido de estos episodios que, en lo que respecta al arte latinoamericano dejan de lado a artistas que sin embargo tienen o han tenido una notable presencia en la escena artística internacional. Me refiero tanto a los antes mencionados —Negret, Botero, Orozco o Margolles— como a los artistas cubanos contemporáneos, cuya omisión resulta elocuente. ¿Por qué cómo narrar la historia de este arte sin contar con las obras de José Bedia, Marta María Pérez Bravo, Tania Bruguera, Belkis Ayón, Los Carpinteros, Carlos Garaicoa o Alexis Esquivel?  ¿O sin contar con Doris Salcedo, Regina José Galindo o Rafael Lozano Hemmer, para citar solo a unos cuantos nombres? 

Estas exclusiones podrían justificarse desde la potestad que le permite al director del museo seleccionar a unos artistas y a unas obras y excluir otras, incluso tratándose de los fondos del museo, porque una muestra de los mismos es por definición eso: una muestra. Que, además, se selecciona en función de la orientación política e ideológica de quien la que con frecuencia se sobreponen a los juicios y valoraciones puramente estéticas. Estas consideraciones abstractas hay que situarlas en este caso en el contexto de un museo en el cual su director debe someter sus acciones y decisiones las exigencias dictadas por el carácter estatal y nacional del mismo. En lo que respecta a la adquisición o incorporación de obras de arte para los fondos del museo, lo deseable es que ambas decisiones no se adopten respondiendo a la primera impresión por positiva que sea, sino que tomen cuenta el consenso o por lo menos un grado de reconocimiento significativo del mundo del arte, expresado en exposiciones realizadas según en qué instituciones, reseñas y críticas, publicaciones generales y especializadas etcétera. No hay que olvidar que las adquisiciones de un museo, aunque esté consagrado al arte contemporáneo, se esfuerzan por salvar en lo efímero y transitorio lo que es duradero, aunque se equivoquen en casos concretos. Las exposiciones temporales por el contrario son un campo abierto a la innovación y la experimentación, un instrumento importante para tomar el pulso de la actualidad artística protagonizada por los artistas más audaces e incisivos. 

Borja Villel confunde ambos planos cuando incluye en Vasos Comunicantes artistas y obras de escaso o nulo reconocimiento en el mundo del arte que, por lo tanto, deben esperar para obtenerlo y ganar así su derecho a ingresar en las colecciones del museo. En cambio, excluye a artistas que sí pueden acreditar dicho reconocimiento, como es el caso de los citados antes. Por este motivo no les falta del todo razón a quienes le critican por no haber incluido a artistas como Guillermo Pérez Villalta, Jaume Plensa o Francesc Torres que, independientemente de lo que él piense sobre su arte, se han ganado el derecho a estar en las colecciones del Reina Sofía. El artista y crítico cultural Tomás Ruiz Rivas afirmó, en un comentario dedicado a esta populosa exposición, que Borja Villel tiene dificultades para distinguir entre historia y periodismo. 

Cabe, por último, anotar que es perfectamente legítimo que Borja Villel haya procedido a seleccionar las obras incluidas en función de su preferencia por las obras que critican al patriarcado, el racismo, la xenofobia y al mismísimo capitalismo. Tiene todo el derecho de hacerlo. Pero no por eso se entiende que en Vasos comunicantes falten dos obras de arte político más destacadas producidas en los últimos años en España. Me refiero al No de Santiago Sierra y a Order del colectivo Democracia. Ambas son  alegatos en contra de un orden mundial dominado por el capital realizados, eso sí, con el arte que no debería faltar nunca en las obras que se reclaman del arte político. No es una fascinante epopeya visual y Order, cine operístico en grado superlativo.  

Conviene no olvidarlo nunca: el Reina Sofia es antes que nada un museo y un centro de arte.