viernes, 7 de septiembre de 2018

Rainer Maria Rilke Los apuntes de Malte Laurids Brigge





¡Los versos significan tan poco cuando se han escrito joven! Se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas.
Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen siempre demasiado pronto), son experiencias. Para escribir un sólo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las florecitas al abrirse por la mañana.
Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hacía tiempo se veían llegar; en días de infancia cuyo misterio no está aún aclarado; en los padres a los que se mortificaba cuando traían una alegría que no se comprendía (era una alegría hecha para otro); en enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en las habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en la mar misma, en mares, en noches de viaje que temblaban muy alto y volaban con todas las estrellas -y no es suficiente incluso saber pensar en todo esto-.
Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a la otra; de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes paridas, que se cierran. Es necesario aún haber estado al lado de los moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes.
Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues, los recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que no se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso.




martes, 4 de septiembre de 2018

Texto de Luis Francisco Pérez







Desde que se publicó en Francia a principios de los 70 hay un consenso general en afirmar que los recuerdos de Céleste Albaret es la mejor (por sincera y honesta) información posible sobre los últimos nueve años de vida de Marcel Proust. La que fue primero contratada como criada, para posteriormente ser mensajera, ama de llaves, confidente, amiga y por último insustituible enfermera, consigue una estampa del escritor de tal grado de intimidad como no lo han logrado ninguna de las muchas biografías que existen sobre su vida y obra (yo he leído la monumental, y muy buena, de Ghislain de Diesbach que editó Anagrama) del autor de "En busca del tiempo perdido". Es increíble la información que esta mujer -culta, inteligente, sensible y sobre todo respetuosa- ofrece sobre el que era su adorado y admirado señor. Por supuesto, se llevarán una gran decepción quienes busquen en estos recuerdos infidelidades de criada contando maldades y "cochonneries" de su jefe. Para nada, pues cuando cita a conocidos amantes de Proust, como el compositor Reynaldo Hahn, son siempre "queridos amigos del señor". Y ahí se acaba la indiscrección. Eso sí, posee una forma de recordar que yo calificaría de "proustiana", pues basta con conocer la detalladísima y demorada toilette diaria del escritor para percatarse que vivir con un ser tan obsesivo y maniático no debía de ser nada fácil. Y quien dice aseo matinal dice la forma exacta de ser llevado el desayuno (croissant no magdalenas), o la temperatura exacta del agua para el café, o la inamovible forma de poner las almohadas para mitigar los efectos del asma que padecía, o la posición de las luces en su dormitorio (el piso del 102 del Boulevard Haussmann debía de ser enorme, porque los techos medían más de cuatro metros y cada habitación de las muchas que había tenía una imponente chimenea de alabastro, y en ese exceso burgués de metros habitables solo vivían dos personas), o los imprevistos caprichos a cualquier hora de la noche (dormía por el día), o los preparativos cuando "recibía" (nunca más de una persona a la vez), o cuando salía (al final casi nunca) para asistir a alguna cena o fiesta de entre las ofrecidas por las muchas marquesas y condes que conocía y era amigo. Lo fantástico de este libro es que se lee con auténtico fervor, entre asombrado y maravillado de las cosas (inauditamente domésticas) que cuenta Céleste (murió en 1984 con más de noventa años) de una persona muy enferma y neurótica, esclava de una sensibilidad tirana por exacerbada, y al mismo tiempo sin renunciar a una educación exquisita en el trato con sus servidores (pero sin eliminar jamás a sus caprichos y veleidades a cualquier hora del día). Además de ser un documento magnífico de París durante la Gran Guerra. Muy recomendable para amantes de Proust en general y sobre todo para la legión de "groupies" que tiene por todo el mundo. La introducción de Luis Antonio de Villena es estupenda.