martes, 4 de septiembre de 2018

Texto de Luis Francisco Pérez







Desde que se publicó en Francia a principios de los 70 hay un consenso general en afirmar que los recuerdos de Céleste Albaret es la mejor (por sincera y honesta) información posible sobre los últimos nueve años de vida de Marcel Proust. La que fue primero contratada como criada, para posteriormente ser mensajera, ama de llaves, confidente, amiga y por último insustituible enfermera, consigue una estampa del escritor de tal grado de intimidad como no lo han logrado ninguna de las muchas biografías que existen sobre su vida y obra (yo he leído la monumental, y muy buena, de Ghislain de Diesbach que editó Anagrama) del autor de "En busca del tiempo perdido". Es increíble la información que esta mujer -culta, inteligente, sensible y sobre todo respetuosa- ofrece sobre el que era su adorado y admirado señor. Por supuesto, se llevarán una gran decepción quienes busquen en estos recuerdos infidelidades de criada contando maldades y "cochonneries" de su jefe. Para nada, pues cuando cita a conocidos amantes de Proust, como el compositor Reynaldo Hahn, son siempre "queridos amigos del señor". Y ahí se acaba la indiscrección. Eso sí, posee una forma de recordar que yo calificaría de "proustiana", pues basta con conocer la detalladísima y demorada toilette diaria del escritor para percatarse que vivir con un ser tan obsesivo y maniático no debía de ser nada fácil. Y quien dice aseo matinal dice la forma exacta de ser llevado el desayuno (croissant no magdalenas), o la temperatura exacta del agua para el café, o la inamovible forma de poner las almohadas para mitigar los efectos del asma que padecía, o la posición de las luces en su dormitorio (el piso del 102 del Boulevard Haussmann debía de ser enorme, porque los techos medían más de cuatro metros y cada habitación de las muchas que había tenía una imponente chimenea de alabastro, y en ese exceso burgués de metros habitables solo vivían dos personas), o los imprevistos caprichos a cualquier hora de la noche (dormía por el día), o los preparativos cuando "recibía" (nunca más de una persona a la vez), o cuando salía (al final casi nunca) para asistir a alguna cena o fiesta de entre las ofrecidas por las muchas marquesas y condes que conocía y era amigo. Lo fantástico de este libro es que se lee con auténtico fervor, entre asombrado y maravillado de las cosas (inauditamente domésticas) que cuenta Céleste (murió en 1984 con más de noventa años) de una persona muy enferma y neurótica, esclava de una sensibilidad tirana por exacerbada, y al mismo tiempo sin renunciar a una educación exquisita en el trato con sus servidores (pero sin eliminar jamás a sus caprichos y veleidades a cualquier hora del día). Además de ser un documento magnífico de París durante la Gran Guerra. Muy recomendable para amantes de Proust en general y sobre todo para la legión de "groupies" que tiene por todo el mundo. La introducción de Luis Antonio de Villena es estupenda.







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