sábado, 1 de diciembre de 2018

Esa batalla perdida que es la infancia, Enrique Vila-Matas









La herencia del horror marcaría el declive de la infancia y de la genialidad. Con mi primer paso en el desierto y el descubrimiento de la realidad, todo fue cambiando, y ya no ha cesado nunca de hacerlo y, además, de empeorar. Avanzar por el desierto de la vida ha servido para constatar que al final apenas queda nada en pie de nuestro mundo, del decorado que nos fue propio, de nuestra entrañable calle Rimbaud, allí donde estaba todo nuestro mundo, y ahora simplemente no está.
Nada, apenas nada queda. Ayer volví al paseo de Sant Joan, regresé al camino que más veces he hecho en la vida, y que tanto me ayudó a construir un mundo literario propio. Lo conozco de memoria, pero sólo sobrevive ahí en mi memoria, en mi recuerdo, ya que ese mítico y fundacional camino de casa al colegio está muy transformado. Lo han cambiado a conciencia, y no precisamente para mejorarlo. Donde estaba el portal de luz submarina, hoy en día sólo hay un portero nuevo que naturalmente no me conoce y pregunta por qué lo miro tanto, a él y al portal. En cuanto a lo que fue mi casa, hoy es lo más parecido -otra metáfora de la infancia- a esa Casa desolada de la que habla Dickens. Queda en pie el misterioso castillo, hoy centro cultural de un banco catalán. Y continúan también las verjas de la iglesia de la escuela, tan afiladas -como si fueran lanzas- hoy como en tiempos de guerra.
Del resto de los elementos claves de mi mapa literario, de mi calle Rimbaud, no quedan ni los vestigios. El cine Chile es hoy un vulgar «parking». La tienda del viejo librero es hoy el obsceno snack-bar Poppys. Y en cuanto a la bolera abandonada, los viejos ecos republicanos han dado paso a un homenaje funeral y hortera al dinero: un soberbio y gris banco provinciano, en crisis.
Un extraño panorama para después de esa batalla perdida en la vida, que es la infancia. Alguien dijo que envejecer tiene su gracia, que es igual que de joven aprender a bailar, plegarse a un ritmo más inexistente que nuestra inexperiencia. Tal vez. Envejecer también tiene sus ventajas -y ya dijo William Carlos Williams que el descenso seduce como sedujo el ascenso- y, por ejemplo, la capacidad de gozar a Cervantes bien puede equilibrar la perdida aptitud para jugar con soldados de plomo. Por otra parte, tampoco vamos ya a la escuela ni nos despertamos en mitad de la noche asustados al oír el seco ruido del viento. Envejecer tal vez tenga su gracia, pero también es cierto que envejecer sirve para comprobar que hemos caminado y que el tiempo ha caminado con nosotros, sirve para comprobar que hemos avanzado por dunas movedizas que no nos han conducido más que al término de un trayecto entrañable y nos han situado en la punta de avanzada de un desierto donde, al volver la vista atrás e intentar recuperar algo de nuestra calle Rimbaud, sólo podremos ver un viejo camino en el que tiempo, a las puertas ya del desierto, ha escrito el fin abrupto de nuestro mundo, del mundo.









jueves, 29 de noviembre de 2018

Rabindranath Tagore







Tulsidas, el poeta, vagaba pensativo, a la orilla del Ganges, por el paraje solitario donde queman los muertos.
Y encontró a una mujer que estaba sentada a los pies del cadáver de su marido, vestida alegremente como para una boda.
Se levantó ella al verle, le saludó, y le dijo: “Dime tu bendición, Maestro, que quiero irme al cielo con mi marido”.
Tulsidas le respondió: “¿Qué prisa tienes, hija mía? ¿No es también esta tierra de Aquel que hizo el cielo?
”El cielo no me importa”, dijo la mujer, “lo que quiero es mi marido.”
Tulsidas le contestó sonriendo: “Anda a tu casa, hija mía. Antes de terminar este mes, Lo encontrarás”.
Y la mujer se volvió a su casa, dichosa de esperanza.
Tulsidas iba todos los días a verla, y le hacía pensar en cosas altas, y le llenó el corazón de amor divino.
Cuando el mes hubo pasado, vinieron los vecinos a su casa, y le preguntaban: “Mujer, ¿has encontrado ya a tu marido?”
La mujer sonreía y decía: “Sí”.
Y ellos quisieron verlo, y le preguntaban impacientes: “¿Dónde está?”
“Mi Señor está en mi corazón, uno conmigo”, dijo la mujer.