domingo, 10 de abril de 2022

La exigencia de las bienales de arte Lee Weng Choy


Publicado el 2022-04-10

La crítica de arte estimula el ejercicio del criterio. Sin embargo, la función del juicio en el arte no es lograr la certeza o la corrección; es ayudar a lograr el entendimiento. El crítico de arte escribe en pos de lograr una mejor comprensión del arte y de las ideas sobre el arte. El ejercicio crítico es una prueba de comprensión. El crítico interroga al arte:

¿qué dice una obra de arte y cómo lo dice? Y así sucesivamente. La crítica también se prueba a sí misma, reflejándose en sus propias observaciones e intuiciones –y desafiando sus opiniones e interpretaciones– con la esperanza de alcanzar claridad, un cierto sentido de certeza. La crítica no pide necesariamente a sus lectores que concuerden con el autor. La demanda de la crítica es más bien que comprendamos mejor tanto la obra de arte que se nos presenta como los propios argumentos críticos. Podemos discrepar de dichos argumentos, pero es mediante la crítica reflexiva que tendremos una mejor comprensión de nosotros mismos, de nuestras posiciones en relación a los demás, y sobre las ideas y las obras de arte que nos inspiran o urgen a entablar una discusión apasionada, o incluso a disentir en primer lugar.

En el año 2008, Asia se llenó de bienales y trienales. Solamente en septiembre se inauguraron exposiciones en Singapur, Shanghái, Kwangju, Guangzhou, Taipéi y Yokohama. De ahí que resulte obvio que la tipología de bienal asiática exija una valoración crítica. Durante varios años he participado en gran número de dichos eventos y he publicado al respecto; ahora bien, para ser honesto, no estoy seguro de comprenderlos a cabalidad. Este ensayo es una tentativa de mirar hacia atrás y repensar mis acercamientos críticos. Se titula «La exigencia de las bienales de arte», y lo que me viene a la mente son cuatro demandas de distinta índole.

La primera es que hay un reclamo creciente por parte de los gobiernos y las instituciones de poder por organizar bienales. Ello contrasta con la segunda, a saber, las exigencias que las comunidades locales hacen a las bienales. Fumio Nanjo, director artístico de la primera y segunda bienal de Singapur, ha hecho notar que estos eventos suelen estar más dirigidos hacia las audiencias locales que hacia el conjunto internacional que visita la ciudad con motivo de la bienal (1). De ser así, ¿cómo se articulan estas exigencias locales? ¿Cómo se representan las necesidades y los intereses locales? Lo que suele suceder es que el público –o sea, las comunidades locales en general– no llega a expresar sus opiniones, sino que algunas personas hablan en su nombre. Por tanto lo que se pone en tela de juicio no es sólo lo que realmente piensen y sientan varios públicos sobre las bienales de arte que tienen lugar en su propio medio, sino también cómo ciertos representan tes –desde oficiales gubernamentales y portavoces de relaciones públicas, periodistas, redactores y críticos, hasta los comisarios de arte– asumen su papel de mediadores para esa recepción local.

En tercer lugar, el mundo del arte también hace a las bienales sus propias demandas, lo cual incluye las exigencias hechas por los artistas seleccionados, los reclamos de los curadores invitados a colaborar y de los críticos de arte, entre otros agentes. Y es que últimamente me atrae analizar el comentario de las voces del mundo del arte sobre las bienales, sin que ello implique desinterés por el análisis de las obras en exposición o de las especificidades de una exposición determinada. Dichas voces resultan extraordinariamente elocuentes y persuasivas en la articulación de sus exigencias. Podemos observarlas a través de la comparación de ciertos patrones y tendencias de comportamiento, en los que se evidencia que las exigencias a las bienales «asiáticas» difieren de aquellas que se le formulan a las bienales europeas.

Por último, el reclamo en el que estoy más interesado es la exigencia que las bienales mismas demandan de «nosotros» –sus audiencias, consumidores, participantes, patrocinadores, interesados, estudiantes y críticos–. ¿Qué desean las bienales de arte de nosotros? Mi pregunta se inspira en el libro de W. J. T. Mitchell What do pictures want? The lives and loves of images. En palabras de Mitchell, el objetivo de su proyecto es

Examinar las diversas animaciones o la vitalidad que se le atribuye a las imágenes, a su agencia, motivación, autonomía, aura, fecundidad, u otros síntomas que transforman las imágenes en «signos vitales», quiero decir, no  solo meramente signos para analizar entidades vivas, sino signos como entidades vivas.

[…] ¿[Por qué] las personas presentan actitudes extrañas ante las imágenes, los objetos y los medios? ¿Por qué las personas se comportan como si las imágenes estuvieran vivas, como si las obras de arte tuvieran mentes en sí mismas, como si las imágenes tuvieran el poder de influenciar a los seres humanos, exigiendo cosas de nosotros, persuadiéndonos, seduciéndonos y extraviándonos? (Mitchell 2005: 6-7)

No pretendo hablar de las bienales como si fuesen todas similares. Si bien las imágenes son múltiples, resulta productivo referirse a ellas como un todo, como hace Mitchell. Mi premisa es que hace ya algún tiempo nuestras discusiones sobre las bienales han quedado restringidas a una pregunta central: ¿qué deseamos nosotros de las bienales? El «nosotros» es, por supuesto, un término complicado. Es precisamente de la definición de ese «nosotros» de la que depende la pregunta. ¿Se refiere el «nosotros» a los artistas, o a las audiencias, o a los académicos, o a los gobiernos, o a los patrocinadores? Mi proposición es la siguiente: en vez de preguntarnos qué deseamos de las bienales, preguntémonos qué es lo que las bienales exigen de nosotros. ¿Cuáles son sus demandas? Supongo que deseo darle la vuelta al asunto porque siento que hemos llegado a un punto muerto, preguntándonos cíclicamente lo mismo. Para explicar mejor lo que quiero decir me concentraré en la Bienal de Estambul del 2007. Peter Schjeldahl, el principal crítico de arte de The New Yorker, escribía al respecto:

La bienal de Estambul, en su décima edición, es una de las primeras bienales no occidentales, y una de las pocas bienales de los países musulmanes, fuera de las partituras de los festivales de arte contemporáneo que salpican el planeta desde Santa Fe a Gwangju. Como la mayoría de las últimas bienales, refleja una vigorosa diversificación y dedicación, moderada en las venas del nosotros-somos-el-mundo. El curador chino Hou Hanru la ha titulado «El optimismo en la edad de la guerra global: No sólo es posible, sino además necesario». Podríamos decir, en otras palabras: dejemos que todos se animen. Centenares de artistas y colectivos de artistas de unas tres docenas de países entran en escena […]

Cada bienal de arte es una prueba para la crítica, porque evita el compromiso formal con el arte del pasado y no proporciona, por tanto, base alguna para cualquier evaluación comparativa. Es frágil y ad hoc: es presente, aquí y ahora; más tarde el presente se olvida. A pesar de que siempre existe avidez por la tecnología de punta, se mezclan el postminimalismo académico y la estética conceptual, reajustando continuamente el reloj a mediodía –de los años sesenta más o menos–, con una inspiración nebulosamente utópica. Sus temas tienden a ser tópicos disponibles, y sus sentimientos bien revestidos: la guerra y el comercio se maldicen mientras, en cambio, se elogian el amor y el espíritu público. Hou, en el catálogo de la bienal de Estambul, fustiga contra «el poder económico neoliberal» y promueve el ideal «de una esfera pública nueva y mucho más relevante para contrarrestar la tendencia actual a la privatización y el aburguesamiento». En este punto, el bienalismo es una función del establecimiento de una red que puede aparecer como financiada públicamente por administradores y curadores del mundo entero… ¿Es quizá una hipocresía que la mayoría de los aproximadamente ciento setenta patrocinadores de la bienal sean corporaciones? (otros patrocinadores son agencias gubernamentales y fundaciones privadas). Podría ser así si la postura anticapitalista de Hou hubiera sido orquestada para persuadir más que para servir como reiteración parroquial que no incomode a nadie. Tampoco podemos decir que su exposición sea incendiaria. (Schjeldahl 2007: en línea)

Schjeldahl cita luego a Vasif Kortun, el curador de las dos últimas bienales de Estambul: «Las bienales han extenuado su papel. Su trabajo [visibilizar las culturas fuera de Europa occidental y de América] está terminado. Ha llegado a ser casi imposible no saber qué está ocurriendo en el mundo. Somos post-curiosidad». En las conclusiones de su reseña Schjeldahl describe cómo la visita a una mezquita «eclipsó la experiencia de su visita a la bienal, aunque de una manera que tradujo la exposición de lo superficial, lo frenético, y de su entorno social en una experiencia extrañamente inolvidable por su fragilidad».

Las críticas de Schjeldahl suenan demasiado familiares. ¿Quién no ha ofrecido sus teorías sobre una bienal curada, por ejemplo, por Hou Hanru o algún que otro «curador estrella» (2)? Es difícil, sin embargo, no reaccionar al sarcasmo y el desdén de su reseña. Ahora bien, mi intención no es soslayar, a mi vez, las palabras del crítico de The New Yorker. No quiero caer en estereotipos similares –el ataque a los críticos de arte occidentales que malinterpretan las bienales o a los curadores asiáticos–. Lo mismo podría  haber sido dicho por algún crítico de esta parte del mundo. Quizás pueda simplemente imaginarse una crítica diferente, mucho más empática, que no exactamente partidaria de las (nuevas) bienales en Asia. Incluso entonces, sería difícil imaginar que dicha crítica encuentre estos programas impecables. Puedo anticipar mi ensayo sobre la próxima bienal de Singapur, que bien podría titularse «La ausencia de lúcidos errores: Las ruinas de lo contemporáneo»(3). En cualquier caso, no pretendo acusar a Schjeldahl o a cualquier otro de cínico –alguien que lo haya visto todo, esté hastiado, y que sólo pueda quejarse de cuán mala es la situación actual–. Schjeldahl está lejos de eso en muchos de sus escritos. Pero hay algo en su reseña de la bienal de Estambul que ilustra los problemas de los que adolecen las críticas sobre las bienales en general.

Desde Estambul, viajemos a través de un continente hasta el Pacífico. Más que reseñar la bienal de Sidney de 2006 –algo que no podría hacer, puesto que no dispuse de mucho tiempo para ver la muestra–, escribí en su lugar sobre un pequeño libro de reseñas sobre la exposición publicado por Artspace, una organización líder de arte independiente en Sidney(4). Durante varias bienales Artspace ha invitado a un puñado de artistas, curadores y críticos de arte a escribir su valoración crítica de la exposición; luego suele publicar el conjunto durante el primer mes de la muestra, con la intención de estimular la discusión crítica. Mi respuesta a la compilación de 2006 incluyó las siguientes observaciones:

Hay dos tipos de discurso sobre las bienales de arte. El primer tipo, que supuestamente explica las obras de arte y los conceptos curatoriales, es una demostración de objetivos logrados, y a menudo celebra la apertura de nuevos caminos. Uno se ve tentado a decir que este discurso no debe tomarse en serio, porque a pesar de su lenguaje sofisticado y sus numerosas citas teóricas se mezcla con la mercadotecnia y la publicidad. El otro tipo, que de hecho se toma en serio, demasiado en serio, critica la bienal –de lo particular a lo general– y es en última instancia despectivo. De los dos, el segundo tipo de escritura es más desmoralizador para el mundo del arte. En el primero, el espacio entre pensamiento y comercialización colapsa; en el segundo, sin embargo, el colapso se da entre conocimiento y desesperación. El crítico es siempre más listo que el curador de la bienal, quien inevitablemente falla en alcanzar sus propias ambiciones y hace lo contrario de lo que el crítico demanda, y así sucesivamente. Puede que el crítico sea más capaz de ver y decir mejor todo esto, pero luego la crítica se vuelve extrañamente impotente: es un discurso sobre los síntomas de una situación desesperada. (Lee 2006: 35-37)

Se trata por supuesto de una caricatura; estos son solo dos extremos. Puede discreparse de una reseña como la de Schjeldahl. Pero lo que me preocupa no es el desacuerdo, o la diversidad de nuestras perspectivas e interpretaciones. Me preocupa cómo los que realmente creen en el arte –entre los que se cuenta Schjeldahl– hablan a través de discursos inconmensurables. Estos discursos heterogéneos no suelen dialogar entre sí mismos. A lo sumo, hablan el uno al otro, y no parece posible tender puentes entre ellos.

¿Cómo se puede pedir algo más a las bienales cuando estas solo pueden posicionarse desde la corrección política, cuando solo pueden dar a conocer diferentes culturas para el consumo global, cuando ya han consumido su papel? ¿Cómo, cuándo hemos dejado atrás el punto de curiosidad por culturas distintas a la nuestra?

Pero no quiero terminar así la discusión sobre la bienal. Mi propuesta es ir más allá de este callejón sin salida. Permítanme retomar la pregunta inicial: ¿Qué desean las bienales de nosotros? ¿Cuáles son sus exigencias?

Sin duda, las bienales demandan nuestra atención. Son celebraciones de lo visible –de ver y de ser visto–. Estos acontecimientos visualmente espectaculares son el primer ingrediente en la mediatización de lo hype – ocasiones para toda clase de demandas grandiosas sobre cómo el arte puede curar al mundo, o en un sentido retórico y algo más modesto, sobre cómo el arte contemporáneo representa lo más avanzado del disfrute. Las bienales y otras exposiciones de naturaleza similar son instancias ejemplares de la sociedad del espectáculo.

Muchas exposiciones tipo bienal, como la Documenta 11 curada por Okwui Enwezor, o la bienal de Sidney Zones of Contact, curada por Charles Merewether, no sólo exigen nuestra atención: son además emocionalmente exigentes. En el prefacio al catálogo de Documenta, Enwezor escribía: «Casi cincuenta años después de su fundación, Documenta aún se enfrenta al espectro de tiempos turbulentos e incesantes fricciones culturales, sociales, y políticas, transiciones, transformaciones, fisuras y consolidaciones de las institucionales globales. […] Las perspectivas para el arte contemporáneo […] no podrían ser más desalentadoras y exigentes» (Enwezor 2002: 40). Una de las cosas que Documenta 11 parecía exigir de sus espectadores era culpa. Una culpa peculiar –culpa como reflejo defensivo, una afirmación de no saber o poder enfrentar nuestras cargas históricas; la culpa como síntoma de la autorreflexividad derrotada del siglo xx.

Si se tratara solo de nuestra atención y nuestra culpa, las bienales no estarían exigiendo demasiado de nosotros: no mucho más que los telediarios nocturnos. Vemos nuestra tele, vemos atentamente el desfile de las catástrofes del mundo ante nosotros, nos sentimos terriblemente mal, y luego vemos algún otro programa como Crime Scene Investigation o Desperate Housewives. Pero una de las cosas que creo que las bienales realmente quieren de nosotros, y que las noticias no exigen, es nuestro tiempo. Los telediarios reconocen que poco después de media hora dejaremos de atenderlos, y de sentirnos mal por cómo va el mundo. Las exposiciones tipo bienal quieren mucho más tiempo que ese. Una exposición típica, por ejemplo, presentará varias obras audiovisuales: algunas breves, otros de horas. La magnitud de estos eventos supone que exigen mucho, muchísimo del tiempo de uno. Y eso es algo que difícilmente le dedicamos a Documentas, bienales o trienales. Por lo general echamos un vistazo rápido, y luego incluso algunos de nosotros escribimos sobre ellas. Rara vez las vemos una y otra vez, a lo largo de todo el tramo de exposición, en un compromiso sustancial de nuestro tiempo. Si los críticos de arte dedicaran más de su propio tiempo a las bienales, tal vez tuviéramos una mejor crítica. A menudo los críticos apuntan a las ambiciones de los curadores. Pero irónicamente, aunque no es sorprendente, la retórica generalizada que utilizan los curadores de bienales para defender sus exposiciones se deriva de críticas anteriores a las bienales. Ese discurso curatorial es en buena medida crítica refractada, procesada e incorporada. La crítica sobre las bienales es tan repetitiva y predecible como su objeto de crítica. Es por eso que si los críticos desean criticar la vanidad de los curadores, deberían reconocer también su responsabilidad. Quizás pudiéramos tener mejores bienales si nuestro discurso crítico sobre ellas fuese también mejor.

Podríamos tener mejores bienales si prestáramos más atención a lo que ellas exigen de nosotros. Como el lector recordará, la pregunta central de mi presentación está inspirada en el libro de Mitchell. ¿Qué desean las imágenes? Lo que demandan las imágenes es la demanda de una tradición de imágenes –o más bien, de tradiciones de imágenes: tradiciones pictóricas, fotográficas, fílmicas, publicitarias, televisivas, y así sucesivamente.

Tenemos, como decía el crítico norteamericano Harold Rosenberg, una «tradición de lo nuevo» (5), pero Rosenberg se refería entonces al arte moderno de mediados del siglo xx: al expresionismo abstracto de Willem de Kooning y Jackson Pollock. ¿Qué pasa con el arte contemporáneo –con la bolsa y el comercio de la bienal de hoy? ¿Tenemos una tradición del ahora? A pesar de la moda de la construcción de museos en Asia y en otros lugares, el sitio global del arte contemporáneo es la exposición tipo bienal, y no el museo. El museo es, posiblemente, una entidad irrevocablemente moderna. La bienal, en comparación, se describe mejor no como postmoderna, sino como un fenómeno global (señala el advenimiento de una narrativa diferente de la trayectoria moderno-postmoderno). La tradición del ahora, de lo contemporáneo, sería por consiguiente una tradición de lo global. El filósofo Arthur Danto (1997, 1998) ha descrito el arte global de hoy como posthistórico, porque al ser tan radicalmente diverso ya no podemos encontrar para él un marco histórico unificado. ¿Está diciendo Danto que nunca más tendremos una tradición del ahora, una tradición del arte posthistórico global y su plataforma paradigmática, la exposición tipo bienal? ¿O sencillamente sostiene que no hay una única tradición, que el arte global es irreductiblemente plural?

¿Qué tenemos entonces? La bienal, más allá de su diversidad, como lamentan sus críticos, se ha convertido en convencional. Y una convención no es una tradición. Las convenciones se caracterizan por sus patrones y predictibilidad; las tradiciones, en cambio, son notables por su densidad reflexiva: artistas relevantes que dialogan con artistas relevantes del pasado, y así sucesivamente. La convención dominante de las bienales es la representación de la etnicidad como geografía, y viceversa; para acuñar un término, digamos que representa una forma de etno-geografía. Como decía (según  Schjeldahl) el curador de la pasada bienal de Estambul: el trabajo de las bienales es visibilizar las culturas no occidentales.

El historiador de arte Terry Smith parece más optimista sobre el papel de las bienales cuando afirma que su objetivo es mostrar «los últimos progresos del arte contemporáneo internacional». Smith se pregunta: «¿Por qué la bienal ha llegado a ser tan importante para las artes visuales inter- nacionales? […] ¿Nos comunican más las bienales sobre el estado del arte contemporáneo que los textos de críticos e historiadores?» (Smith 2005: 408). Durante una discusión sobre la bienal norteamericana de Whitney del 2004, Smith hizo notar que uno de los críticos encontraba que los fracasos del arte provenían de los fracasos de la sociedad norteamericana. Pero como atinadamente se pregunta Smith, ¿no es acaso la función del arte contemporáneo ir más allá de un simple reflejo de la realidad? Cuando el arte solo pretende ser un reflejo, el resultado es reductivo. Ahora bien, ¿no es precisamente este el problema que define a la bienal convencional? Su objetivo es presentarnos lo último en arte contemporáneo, pero lo que principalmente define lo «nuevo» en el arte internacional es la representación geográfica –un nuevo rincón del mundo que aún no ha sido colonizado por completo por la fascinación global. La proliferación de las bienales no ha hecho más que intensificar esta convención del arte contemporáneo, cada vez más cargado por la representación del lugar. Y de todos los lugares, al menos por el momento, Asia es posiblemente el signo y el sitio ejemplares de lo «nuevo» y lo «futuro».

Hay, sin duda, comparaciones constantes cuando se trata de las bienales –escuchamos cosas como «esta exposición no es tan buena como aquella»–. Pero estas comparaciones se enmarcan dentro de los imperativos de «lo nuevo» y «lo futuro», incluso cuando median años entre las exposiciones en cuestión (porque aquellas exposiciones fueron «nuevas» en su día). Lo que falta son comparaciones hechas con el cuidado y el rigor de un historiador. No le dedicamos nuestro tiempo a las bienales, y no vemos las bienales en el tiempo, en su tiempo histórico.

¿Y que pasaría si, en vez de estar siempre decepcionado con estas representaciones convencionales, de querer más de lo que desfila en una ciudad tras otra, escuchásemos realmente las exigencias que nos plantean las bienales? ¿Qué ocurriría si reconociéramos que esas etnogeografías están marcadas por densas y reflexivas geografías históricas? ¿Qué tal si reconocemos que lo que las bienales realmente quieren de nosotros es que las veamos no en un instante, sino lentamente? Y que las veamos como tradiciones emergentes –o cuando menos, que esa posibilidad se contemple como horizonte.

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El presente texto forma parte del volumen Trazos discontinuos. Antología crítica sobre las bienales de arte en Asia Pacífico, coordinado por Danné Ojeda & Rubén de la Nuez, Leiden, Almenara, 2021.

Imagen de portada: Deniz Aktas, detail of drawing. Photo: Sahir Ugur Eren. Istanbul Biennial.

(1) Vea la entrevista a Fumio Nanjo a cargo de Alan Cruickshank en Broadsheet

35, no. 3 (2006): 137-139.

(2) 2 Durante el taller Tobias Berger cuestionó el mito del «curador estrella».

(3) Agradezco a Jaspar Lau haber llamado mi atención sobre la reseña de Jerry Saltz sobre la Bienal de Venecia de 2007 de Robert Storr: «Think with the senses– Feel with the mind: Art in the present tense». La valoración de Saltz sobre el esfuerzo es que «lo que falta […] son los errores brillantes» (Saltz 2007: en línea).

(4) Bullock & Keehan 2006.

(5) La frase es el título de uno de sus libros más conocidos, The tradition of the new (1959).

Bibliografía

Bullock, Natasha & Keehan, Rueben (eds.) (2006): Zones of contact 2006 Biennale of Sydney. A critical reader. Sydney: Artspace.

Danto, Arthur C. (1997): After the end of art: Contemporary art and the pale of history. Princeton / New Jersey: Princeton University Press.

— (1998): «Art after the end of art». En Horowitz, Gregg M. & Huhn, Tom (eds.): The wake of art: Criticism, philosophy, and the ends of taste. Amsterdam: G&B Arts International.

Enwezor, Okwui (2002): Documenta 11 Platform 5. Ostfildern: Hatje Cantz. Lee, Weng Choy (2006): «The appreciation of criticism». En Eyeline 61: 35-37. 

Mitchell, W. J. T. (2005): What do pictures want? The lives and loves of images. Chicago: University of Chicago Press.

Rosenberg, Harold (1959): The tradition of the new. New York: Horizon Press. Saltz, Jerry (2007): «The alchemy of curating». En Artnet Magazine, 17 de Julio: <http://www.artnet.com/magazineus/features/saltz/saltz7-17-07.asp>.

Schjeldahl, Peter (2007): «All together now: The Istanbul Biennial». En The New Yorker: <https://www.newyorker.com/magazine/2007/10/08/all-together- now-4>.

Smith, Terry (2005): «Biennales in the conditions of contemporaneity». En Art and Australia 42 (3): 408.