“Aquí en el Oeste, cuando la leyenda es más interesante que la verdad, imprimimos la leyenda” El hombre que mató a Liberty Valance, John Ford, 1963
“¿Cómo podemos hacer dialogar el cine y el arte para crear interpenetraciones reales y formas híbridas que vayan más allá de los fuegos artificiales efímeros de las entre-imágenes del pasado?” Adrian Martin, La luz imperfecta: el cine y la galería[1]
Yo también, al igual que Rainer Maria Rilke, prefiero estar con los que conocen cosas secretas; si no, prefiero estar solo… Esta frase la encontré, o ella me encontró a mí, en el muro de Hilario J. Rodríguez de una conocida red social. Fue, bella casualidad, mientras leía su ensayo Nostalgia del futuro. Contra la historia del cine[2]. Es posible, ahora no lo recuerdo, que la misma cita se encuentre también en su libro, pero lo que sí puedo asegurar es que, diligentemente, la copié para utilizarla como arranque del más que probable texto que más pronto que tarde escribiría sobre un ensayo raro que me estaba entusiasmando. Puedo asegurar que en el momento de la iluminación más que del descubrimiento pensé, y lo mantengo, que la cita/pensamiento de Rilke bien podría ser una singular cápsula de tiempo que transportase hacia un futuro que de tan reconocible es puro pasado el ensayo entero de Hilario cifrado en unas pocas y hermosas palabras.
En una compilación de textos sobre Jean-Luc Godard —en concreto sobre sus Histoire(s) du cinema—, la filósofa y crítica cultural argentina expresa con rotundidad que “no hay imágenes sagradas o todas lo son”[3]. En Nostalgia… podemos contemplar muchas imágenes, y casi ninguna tiene un origen cinematográfico. Sí artístico, fotográfico, periodístico, e incluso muchas llegan a nosotros procedentes de un origen soñado, si pudiéramos así catalogar las fantasmales apariciones que podemos ver, como si el oscuro anonimato de gran parte de ellas únicamente se pudiera autentificar con el registro de una alucinación, con el acta notarial de un deslumbramiento o espejismo, o asumiendo el rol de testigo de cargo de su propia seducción. Es muy probable que sin querer queriendo estemos hablando de un ensayo de poesía, no necesariamente visual, que también. De Poesía, tout court, y en ella quedarían tan reflejadas como integradas todas las derivas creativas que estemos dispuestos no tanto a considerar como a pensar. Menos a catalogar que a revelar. Con más voluntariosa pasión a descifrar que a inventariar o archivar, máxime porque la fantasmal condición de muchas imágenes (y que la escritura que realiza su autor no desea otro fin que el de hacerlas reales) se negasen ellas mismas, con no menos pasión, a ser registradas. Como si únicamente desearan ser leyenda y no verdad, tal cual nos dice la frase expuesta al inicio de este texto de la película de Ford, y que innegablemente se encuentra entre las más famosas de la literatura cinematográfica.
Al igual que hay obras artísticas que (literalmente) encierran una inmensidad dentro de los pequeños límites de su territorio expresivo, también Nostalgia… se desborda a sí misma fuera de las poco más de doscientas páginas que la conforman, especialmente por medio de las notas (que no lo son en puridad) y desvíos (que tampoco), y que me han hecho recordar las siempre admirables notas e inteligentes desvíos tan presentas en las novelas, narraciones y reportajes de ese enorme escritor que fue David Foster Wallace. En realidad, estos pequeños y grandes afluentes con que nos encontramos leyendo el ensayo son los elementos estructuradores de sentido de todos los capítulos, temas y subtemas de una trama que al inicio nos parece liosa (hay términos de uso doméstico y popular que son magníficos por su eficacia descriptiva), pero que unas pocas páginas más adelante se comprueba que, tanto los cimientos del ensayo como el armazón externo que permite su lectura, se deben a un irrenunciable deseo de claridad, y que se transforma más luminosa cuanto más se avanza por una, paradójicamente, salvaje senda intelectual y artísticamente muy frondosa, hasta desembocar en el abierto delta del final del ensayo donde el autor, muy generosamente, nos regala a modo de ofrenda afectiva y sentimental una larga lista de pasiones, amores y querencias, que tienen lo visual como elemento más distintivo que aglutinador. Dicho listado se inicia en el año 1878 citando el Race Horsede Eadweard Muybridge y acaba el pasado año con la serie americana (que desconozco) Show Me a Hero de Paul Haggis. Cabe imaginar (y para quienes ya hemos leído el ensayo bien podemos afirmarlo) que en esa rigurosa y sentida secuencia que va del largo periodo con que se inician los albores de la modernidad a finales del siglo XIX hasta el actual presente que habitamos está todo aquello que visual e intelectualmente ha estremecido al autor. No se me ocurre una definición más ajustada y apropiada para este listado del que hablamos que remitirme a un bello verso de Lezama Lima: “El mundo en su actitud de entrega”.
Las imágenes, sean o no “sagradas” como apunta Beatriz Sarlo, producen imaginación. Siempre. En un ensayo tan magnífico como fue (es) La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, de Roland Barthes, leemos: “La Fotografía es un arte poco seguro, tal como lo sería (si nos empeñáramos en establecerla) una ciencia de los cuerpos objeto de deseo o de odio”[4]. Es probable que en ese aventurado “poco seguro” que a Barthes le parece la fotografía esté haciendo un nuevo homenaje a la misma persona y obra que dedica La cámara lúcida: Jean Paul Sartre. Dice así escuetamente: “En homenaje a La imaginación de Jean Paul Sartre”. Entiendo perfectamente a Barthes en su educada y sentida dedicatoria. Quien escribe este texto lee este pequeño y juvenil ensayo cada cierto tiempo —que probablemente hubiera sido más correcto traducirlo como “Lo imaginario”—. Estoy convencido de que será de toda su obra lo más perdurable, o “leíble”, en el tiempo, el menos hipotecado, sin duda, por una aplastante Zeitgeist, o lo que es lo mismo, y por utilizar una deliciosa y perfumada expresión francesa, “l’air du Temps”. Escrito y publicado este ensayo en la década de los 30 (supongo que le hubiera resultado muy complicado “pensar” lo aquí escrito después de “visualizar” el horror y la devastación de la guerra, pues lo sucedido expresaba con cruel fiereza lo nunca “imaginable”), es también una crítica muy sutil e indirecta a determinados “excesos visuales” del surrealismo, movimiento artístico que Sartre, desganado espectador en general del arte contemporáneo, nunca llegó a comprender. Haciendo un repaso rápido (y deslumbrante) de los grandes metafísicos de los siglos XVII y XVIII (Descartes, Leibnitz, Hume…), el filósofo francés, y ahí radica el encanto o gracia del ensayo, resitúa la doble dialéctica “imagen/pensamiento” e “imagen/cosa” en una posible constelación del presente, y con ello la redefinición exhaustiva y productora de significado y sentido de lo que cada generación de artistas y creadores pueda entender, o está dispuesta a certificar como tal, y con respecto a su propia obra en tanto que “producto de la imaginación”. Estamos tan entregados a La Imagen, tan de ella prisioneros, tan consustancial a nuestra más natural ontología, que no siempre reparamos en que, cito al autor, “la imaginación, o conocimiento por imágenes, es profundamente diferente del entendimiento: puede forjar ideas falsas, y no presenta la verdad sino en forma trunca y parcial. La imagen es el dominio de la apariencia, de una apariencia a la cual nuestra condición humana presta una suerte de sustancialidad”[5]. Nobles palabras y pensamientos aún más nobles (muy actuales, por cierto, asumiendo incluso una cierta acritud disfrazada de filosofía de la sospecha), y también muy aptas o apropiadas para entender nuestra nada combativa relación con la imagen, como si nos encontráramos demasiado cómodos (o “rendidos”, en un doble sentido: militar y amoroso) en la extraña o perversa condición de que nosotros mismos bien pudiéramos ser, sin “sustancialidad” alguna, pura imagen, frágil reverberación sintomática, o agotado centelleo de una estrella lejana y muerta, de un TODO (eso creemos: “el mundo como voluntad y representación”) que nunca jamás estaríamos dispuestos a asumir que bien pudiera ser una pura NADA. Pues bien, contra esa ausencia de “sustancialidad”, con la pasión y el fervor de mantener “el entendimiento” por encima de cualquier arma defensiva o protectora, y manteniendo “la imaginación” como elemento estructurador, y sobre todo liberador, de un discurso con y sobre la imagen, Hilario J. Rodríguez desarrolla un análisis textual e icónico muy seguro en torno a lo subversivo de la imagen, pues al igual que expresa Barthes en el libro citado, nuestro autor también cree que “la fotografía es subversiva no cuando asusta, trastorna e incluso estigmatiza, sino cuando es pensativa”[6]. La fotografía y el cine, podemos añadir. Lo veremos en el párrafo siguiente.
Serge Daney, unos meses antes de morir, nos confiesa: “Nada me conmueve más que la obstinación siempre deshecha, desalentada y desplegada con la que, sin embargo, cada uno intenta alcanzar un poco de felicidad sobre la tierra”[7]. Tan estremecedora afirmación nos remite a la misma bella y sofisticada condición piadosa con que parecen escritas las páginas de Nostalgia…, pues la defensa y contra-ataque que en ellas se hace (y productivamente se des-hace) de la imagen cinematográfica o fija, y siempre en generoso concubinato con otras disciplinas artísticas, nos plantea que la paradoja constitutiva del cine es la misma que la de la propia modernidad (o la imaginación que la conforma) que lo hizo nacer, en la medida que sólo cuando se asume totalmente (y no como mera fetichización ideológica) como “fábrica de sueños” puede asumir poéticamente la denuncia de sus pesadillas. Es así, bajo este entendimiento, cuando podemos asumir que las imágenes únicamente pueden sustancializarse cuando se encuentran “entre las palabras y las cosas”, y cuyo núcleo es el destino de la constitución simbólica de las sociedades. Yo diría que Nostalgia…, y ayudado por una escritura de belleza considerable, lleva hasta el extremo de su propia devastación (productiva) los argumentos que hemos expuesto en este tramo final. Por lo demás conviene no olvidar que otro de los filósofos de la sospecha, Sigmund Freud, ya dijo que la verdad tiene estructura de ficción. Yo alteraría considerablemente la frase al afirmar que Nostalgia del futuro. Contra la historia del cine nos demuestra que la ficción, y precisamente para seguir siéndolo, está obligada a asumir que indefectiblemente posee siempre estructura de verdad. Pues en arte ya sabemos que entre la verdad y la leyenda…
El conservador Ahmed Saleh, en una de las 12 bibliotecas que hay en Chinguetti.
En el corazón arenoso de Mauritania, donde hace siglos florecía la vida y el comercio, varias familias conservan como pueden viejos volúmenes, legajos e incunables. Una veintena de países prestan su ayuda para que no se pierdan los archivos de una cultura milenaria.
SÁBADO 01 DE OCTUBRE DE 2016
EL VIEJO Mohamed Ould Ghoulham saca el libro de un archivador de cartón y lo abre con delicadeza. “Este no se lo enseñamos a los turistas”, dice esbozando una franca sonrisa su sobrino Abdoullah. Va pasando las frágiles páginas escritas a mano en caracteres árabes hasta que encuentra lo que busca, unos grabados que muestran las fases de la Luna y las órbitas de los planetas dibujados hace más de 600 años. Y no es el más antiguo. “Aquí tenemos este otro volumen, una explicación del Corán escrita por el sabio iraní Abu Hilal al Askari en el siglo XI”, explica Abdoullah
Es casi mediodía. Afuera, en las calles de arena de la vieja Chinguetti, una medina medieval en el centro de Mauritania, la vida parece haberse detenido y los pocos que se atreven a transitar se protegen del sol como pueden. Dentro de la gran sala, cuyas paredes construidas con piedras y barro están ocupadas por estanterías que alcanzan el techo, un par de palanganas llenas de agua aportan un poco de humedad al ambiente en un intento de proteger los valiosos manuscritos. La extrema sequedad es uno de sus principales enemigos.
El erudito Sidi Ould Mohamed Habot fundó esta biblioteca a principios del siglo XIX. Nacido en Chinguetti en una piadosa familia de jueces, dedicó su vida a comprar legajos antiguos, dejando a sus herederos 1.400 manuscritos que, según su última voluntad, debían permanecer a disposición de todos los amantes del saber. En la Fundación Habot conviven el comentario al Corán del poeta y lingüista Al Askari, redactado hace un milenio en bella caligrafía oriental sobre papel procedente de China –una auténtica joya, pues solo se conocen tres ejemplares en el mundo–, y un codiciado manuscrito del siglo XVI en el que se transcribe una de las obras completas del médico cordobés Averroes, escrito con pluma de avestruz sobre papel de origen italiano. Impresionan la finura del trazo en polvo de oro con el que se representa la casba en un plano de La Meca del siglo XV y el cuidado con el que se enumeran los nombres de las batallas ganadas por el Profeta, impresos con goma arábiga, piedra para el rojo y hojas machacadas para la tinta verde.
Cerca de la Fundación Habot, en una de las callejuelas junto a la mezquita, una pequeña puerta de madera conduce a la biblioteca de Ahmed Mahmoud, con unos 500 libros manuscritos. El dicharachero Saif al Islam, conservador del patrimonio, usa viejos guantes para mostrar los documentos, muchos en un pésimo estado de conservación. “En la actualidad, Chinguetti cuenta con unas 12 bibliotecas, pero llegó a haber 30”, explica. “Muchas familias se fueron de la ciudad y se llevaron los libros o bien los dejaron aquí y las casas se derrumbaron. Algunos de estos papeles sirvieron de alimento para las cabras o de juguetes para niños. Un desastre”.
Chinguetti fue fundada en 1264 a las puertas del desierto del Sáhara, y se convirtió en un gran cruce de caminos del comercio caravanero y el intercambio de ideas. Aquí se reunían peregrinos que iban o venían de La Meca, un viaje que duraba un año y durante el cual muchos adquirían manuscritos que traían de vuelta. Así floreció el patrimonio de la capital histórica y cultural de Mauritania. De aquel esplendor apenas queda un eco.
Chinguetti se encuentra a medio día en coche desde Nuakchot. Del bullicio y el caos del tráfico habitual en una capital de un millón de habitantes surgida en medio de la nada en los años sesenta se pasa enseguida a un mundo de nómadas, camellos, arena y oasis. La ruta transita por los impresionantes paisajes de los lechos secos de prehistóricos ríos en donde, aquí y allá, dejaron su huella en forma de pinturas rupestres los primeros habitantes del Sáhara. La ciudad fue construida al pie de un oued, el cauce por donde transita el agua en la época de lluvia, y a sus espaldas se elevan las impresionantes dunas de la Gran Travesía, una ruta solo practicable en camellos que llega, 1.000 kilómetros al este y ya en la vecina Malí, a las minas de sal de Taudeni.
Pero no es solo Chinguetti. También en otras antiguas ciudades del desierto mauritano declaradas patrimonio mundial por la Unesco como Ouadane, Oualata o Tidjit se conservan miles de manuscritos que recogen una parte del saber del mundo árabe y que proceden, en buena medida, de Al Andalus. Aunque menos conocidos y mediáticos que los de Tombuctú, que hoy están siendo digitalizados en Bamako tras escapar de las garras de los islamistas radicales que ocuparon la ciudad, su valor es igual de incalculable. Se trata de libros de geografía, astronomía, teología o derecho depositados en viejos anaqueles que un puñado de familias guarda con celo desde hace siglos, amenazados por el paso del tiempo, el calor extremo, las termitas o el pillaje. Son las bibliotecas del desierto.
Al noreste, a apenas unas dos horas de Chinguetti y sobre un promontorio rocoso, se alza la espectacular Ouadane, fundada por tres familias en 1142. Descendiente de una de ellas, Mohamed Cheikh Ould Ahmed Hammed, imam de la mezquita, conserva en una habitación de su casa y en medio de un notable desorden una veintena de manuscritos, entre ellos un libro de historia escrito sobre piel de gacela obra de Aboul Hasan Ali Massoudi, gran sabio iraquí del siglo X. “Desde siempre los alumnos de la escuela coránica han venido aquí para aprender a leer el árabe, sin embargo muchos de los libros se han perdido por las filtraciones de agua cuando llueve”, lamenta.
En los últimos 20 años, varios proyectos con apoyo internacional –de Alemania, Italia, Estados Unidos y España, entre otros– se han puesto en marcha para tratar de proteger este legado. Existen iniciativas como la biblioteca de Oualata, construida con financiación española. Sin embargo, buena parte de los manuscritos sigue almacenada en penosas condiciones y sin ser digitalizada.
El problema es el mismo que en Chinguetti. En palabras de Sidi Ahmed Habot, presidente de la Fundación Habot: “Se han construido inmuebles para conservar los documentos, dotados con aparatos para la digitalización, pero estos proyectos han tenido poco en cuenta a las familias propietarias de las bibliotecas”. Ahora, un proyecto de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) dotado con 85.000 euros pretende retomar el trabajo y formar a personal técnico en la ciudad para que los manuscritos más deteriorados se puedan restaurar, digitalizar y conservar de manera óptima. “Es un proyecto piloto. Si funciona, podemos extenderlo a otros lugares como Ouadane, donde también hay documentos que necesitan de medidas urgentes de protección”, asegura Juan Ovejero, técnico de la AECID en Mauritania. “La idea es centrarnos en los libros, en su salvaguarda”. Asimismo, la cooperación española y la alcaldía de Chinguetti, socio local, confían en que la posibilidad de asomarse a este saber antiguo genere el interés suficiente para atraer visitantes a la zona.
El turismo se percibe como el gran maná que no acaba de llegar. Chinguetti y Ouadane soñaron un día con recuperar su esplendor, frenar el éxodo de sus habitantes e insuflar un nuevo ritmo a sus calles gracias a los extranjeros. En los años noventa y en la primera mitad de la década pasada, hasta tres vuelos chárter semanales llegaron a aterrizar en Atar, la capital regional, cargados de franceses ansiosos por vivir una aventura en las rutas del desierto, descubrir oasis, subirse a las dunas a contemplar el atardecer o perderse entre los restos de la muralla de piedra de Ouadane. Se construyeron decenas de albergues, se dio formación a guías locales. “Vivíamos en un 95% del turismo”, asegura Mohamed Amara, alcalde de Chinguetti.
La amenaza del terrorismo yihadista que se extiende como una enredadera por el Sahel echó por tierra todos los planes. El asesinato atribuido a radicales de una familia de turistas franceses en diciembre de 2007 en Aleg, en el sur del país, y la creciente sensación de inseguridad motivaron que, al año siguiente, el Rally París Dakar decidiera mudarse a Sudamérica. La puntilla llegó con el secuestro de tres cooperantes catalanes en 2009, lo que hizo que Francia y con ella el resto de países europeos pusiera a Mauritania en la lista roja.
“Desde entonces este país ha hecho notables esfuerzos en seguridad”, asegura Naha Mint Hamdi Ould Mouknass, ministra de Turismo, Comercio, Industria y Artesanía. Y se nota. Se ha reforzado la vigilancia y puesto en marcha un sistema de identificación biométrico en las fronteras, especialmente con la inestable Malí, y se ha reforzado el presupuesto de las Fuerzas Armadas. Pero aunque en los últimos seis años no haya habido ningún atentado o ataque en Mauritania, el miedo sigue presente. Y al turismo que llegaba de forma habitual hace una década le está costando volver.
El próximo mes de diciembre, Ouadane acoge una nueva edición del Festival de Ciudades Antiguas, el último esfuerzo del Gobierno de llamar la atención sobre estos cruces de caminos en el desierto que han visto pasar los siglos sin apenas inmutarse. Mientras tanto, sus habitantes y manuscritos siguen ahí, esperando, como han hecho siempre. “Vendrán tiempos mejores, a eso nos aferramos”, remata Barakallá, un guía local.
I don’t know how many Dylan LPs, then tapes, then CDs I have worn out.
When I had a car, I sometimes forced myself to play something else, but I always went back to that music. It never palled.
I belong to the “Blowin’ in the Wind” generation, and those lyrics define it.
But I also love the “Woman” songs—“Rainy Day,” “Just Like A”—and all of us, my boomer girl cohorts, however independent or fiercely feminist and ambitious we were, also secretly wanted to be Sara, the bard’s enigmatic muse.
There is a fairy tale—I forget which one—in which a girl is taken captive by a witch. The canny child fills her apron pocket with flour and pricks a hole in it so the flour will mark her escape route as it trickles out.
I think of Dylan’s lyrics—and he won the Nobel for his lyrics—as the flour in my apron pocket, marking the escape route from a forest of conventional expectations and authority.—Judith Thurman
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As the story goes, my father arrived in America with a wristwatch, a scholarship to study physics, and an enthusiasm for classical music. He lived in an old boarding house where a neighbor blasted Dylan nonstop. Day and night, a reedy, nagging, muffled voice wafting through the walls, rising from the floorboards: “The answer, my friend, is blowin’ in the wind.” Irritation eventually gave way to familiarity, curiosity. He added a Dylan record to his Columbia House Record Club order, and then another after that, until, a couple of decades later, all those Dylan LPs, their sleeves stamped with my dad’s Chinese name, were what made each house feel like a home. The classical-music collection languished in a closet. I, too, found his voice trying, especially when “Blowin’ in the Wind” or “The Times They Are a-Changin’ ” or “Hurricane” would kill the vibe of my dad’s road-trip mixtapes, otherwise dominated by euphoric sixties pop or virtuoso power ballads. But Dylan’s voice was about as rough-hewn and unrefined as my father’s, wondering alongside him, “How many years can a mountain exist/ Before it is washed to the sea?” Sometimes my dad would ask me what these lyrics meant, and I presumed he had an answer in mind. Later, I would ask him about his relationship to Dylan’s lyrical genius: What did these words mean to him, then and now? He said he loved these songs not for the lyrics but for the voice.
Maybe I’ve misremembered some of this, or maybe it’s slightly embellished. Then again, Dylan was never the singer’s real name but a gesture of reinvention, arriving in a new land and telling a sideways story about where you came from.—Hua Hsu
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As a teen-ager, in the nineteen-eighties, I taught myself to touch-type by listening to and transcribing Bob Dylan lyrics, which is another way of saying that Bob Dylan taught me a vocabulary for a range of emotions—ecstasy, jealousy, love, lust—at the precise age when I started to need their expression. I’m glad to say that it’s been a while since I felt a personal identification with “Idiot Wind,” but the furious castigation and the reeling pain conveyed by that song have spoken for me more times than I care to recall. Critics will argue about Dylan’s place in the canon, or about the rightness of bestowing a prize upon a writer whose celebration doesn’t particularly help the publishing industry. But, for my money, anyone who can summon, as a bitter valediction to a lover, the line “I can’t even touch the books you’ve read,” knows—and captures, and incarnates—the power of literature.—Rebecca Mead
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Little red wagon, little red bike I ain’t no monkey but I know what I like.
If I knew why I liked this couplet, it wouldn’t be art.—John Bennet
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When I was twelve or thirteen, I bought a cassette tape of “Highway 61 Revisited,” and quickly settled on “Desolation Row” as my favorite Dylan song. There were two unfamiliar names in one of its verses: “And Ezra Pound and T. S. Eliot / Fighting in the captain’s tower / While calypso singers laugh at them / And fishermen hold flowers.” Who were Ezra Pound and T. S. Eliot? A faint aroma of the absurd clung to their names. I consulted the World Book Encyclopedia, where it said that they had something to do with literature, which seemed antithetical to the wildness of Dylan’s music.
And so that was the end of my inquiry, until only a few years later, when, in a rite of passage familiar to so many bookish kids, I read “The Love Song of J. Alfred Prufrock,” a poem about a timid nerd with sexual hang-ups: that I could relate to! Suddenly Eliot, until then only a name in my favorite song, became an obsession, a way of understanding my own specialness, a mark of difference from my friends and family and immediate world. Dylan and Eliot (Pound less so) were my touchstones, exemplifying, in their different ways, what could be done to passing time by building into it unforeseen swerves of mind and language. Who knew what Pound and Eliot were doing fighting, or who the captain was supposed to be, or why the calypso singers laughed at them? And who cared? Their spirit endorsed what was beautiful in Dylan, even though in the song he seemed to be dissing them. To me, only Dylan and Eliot knew how to hold strange, evasive particulars in a web of beauty; to “understand” these songs and poems seemed so far from the original inspired acts of writing them that I stopped asking literal-minded questions and learned to appreciate for its own sake the tuneful difficulty they both embodied.
When I became a writer, I wanted my own work to reflect their soundscapes of surprise, suspense, and wonder, as well as their air of having read everything and metabolized everything in utterly idiosyncratic ways. Eliot won the Nobel Prize for Literature in 1948; Dylan won the 2016 prize today. When I heard the news, I thought of another passage, from “Desolation Row”: “All these people that you mention / Yes, I know them, they’re quite lame / I have to rearrange their faces / And give them all another name.” Listening to Dylan has been a lifelong exercise in strenuous rearrangement, estrangement, disavowal, and change: virtues to be prized for their own sake in the artists I love the most. Literary virtues in the extreme. He got the right prize.—Dan Chiasson
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A great many people, including my fellow-Swedes, appreciate Bob Dylan more than I do. When I was a kid, the way Dylan sang, and the way he sang about women, made me glare at the speakers, and I have never quite stopped. But I admire his best stuff, and I’m very fond of several songs on “Highway 61 Revisited”—especially “It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry” (“Well, I ride on a mail train, baby / Can’t buy a thrill”) and “Just Like Tom Thumb’s Blues,” which always grips me by the heart, even though much of it is Dylan singing angrily about prostitutes. In college, I spent a semester in New Mexico, taking classes in adobe buildings and making day trips to ghost towns and border towns, including Juárez, Mexico. Autumn in Albuquerque was almost imperceptible—no glorious colors, just a new severity, a dead leaf or two blowing around, a hint of loneliness. I always think of that climate and mood when I hear “Just Like Tom Thumb’s Blues”:
When you’re lost in the rain in Juárez, when it’s Eastertime, too And your gravity fails and negativity don’t pull you through Don’t put on any airs when you’re down on Rue Morgue Avenue They got some hungry women there and they really make a mess outta you
Much has been written about Dylan the poet, Dylan the observer of political and social injustice; good for him with the Nobel Prize. But many of Dylan’s songs give me the sense of a crabby, selfish guy complaining, inexplicably, about situations he has got himself into, and “Just Like Tom Thumb’s Blues” is no different. It does, however, sound different—the urgent, wistful piano, the earnest attempt at singing, a bit of melodic sweetness. I was gratified when, around that same time in the early nineties, its moving final section turned up, wholesale, near the end of the Beastie Boys song “Finger-Lickin’ Good”:
I’m going back to New York City I do believe I’ve had enough.
There, I thought, was a sentiment we could all agree upon. Here’s to you, Bob, you old Greenwich Village grump.—Sarah Larson
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Come writers and critics Who prophesize with your pen And keep your eyes wide The chance won’t come again And don’t speak too soon For the wheel’s still in spin
—“The Times They Are A-Changin”
I love lines about time, and I love the sensibility here of time not only turning but spinning. And so the question is: How do you stand upright, while the world spins? I love that.—Jill Lepore
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My first encounter with Bob Dylan and his lyrics came courtesy of the “Forrest Gump” soundtrack, which included “Rainy Day Women #12 & 35,” the opener to “Blonde on Blonde,” and led me to ask my dad, at the age of seven, if “getting stoned” meant getting pelted with rocks. (It was a good introduction to double entendre, too, though I didn’t know that then.) My dad had recently thrown out all his records in anticipation of the digital future—my birthright packed up in a cardboard box and left out on the curb to wait for the garbage man—but hadn’t yet replaced them with CDs. Eventually, he got a new copy of “Blonde on Blonde,” which rewired my pre-adolescent brain. Here’s the beginning of “Visions of Johanna”:
Ain’t it just like the night to play tricks when you’re tryin’ to be so quiet? We sit here stranded, though we’re all doin’ our best to deny it And Louise holds a handful of rain, temptin’ you to defy it
It’s a classic Dylan one-two punch: first you try to picture the handful of rain, and then you try to figure out what it might mean to defy it. Meanwhile, the character of Louise has slipped into the imagination fully formed. Lots of surreal images are to come—jelly-faced women sneezing, jewels and binoculars hanging from the head of a mule—but I especially love the rest of that first, concrete verse, which casually conjures an atmosphere of ennui and heartache: the room musty from the rain, the sad radio, friends in love, your own lover far away:
Lights flicker from the opposite loft In this room the heat pipes just cough The country music station plays soft But there’s nothing, really nothing to turn off Just Louise and her lover so entwined And these visions of Johanna that conquer my mind.
To my kid’s mind, that loft seemed as mysterious as anything else Dylan sang about, but later I got what he meant.—Alexandra Schwartz
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Dylan is often evoked as a political songwriter, a trickster—and he is both of those things—but I really like when he writes about relationships. “You’re an idiot, babe,” from the barrelling chorus of “Idiot Wind,” is perhaps the pithiest synopsis of post-breakup indignation in the whole American songbook—though by song’s end the lyric has shifted to “We’re idiots, babe,” perhaps the pithiest synopsis of love in the whole American songbook. Snide Dylan, of course, is Peak Dylan. His discography contains some of the finest kiss-offs I know—little couplets to keep tucked away in your pocket, deployed only when you’ve been freshly wronged: “When you asked how I was doing, was that some kind of joke?” he seethes in “Desolation Row.”
I’m especially enamored with the first verse of “Things Have Changed”—a song from the film “Wonder Boys,” based on the novel by Michael Chabon—which was first released in 2000, after “Time Out of Mind” but before “Love and Theft.” It was an era in which Dylan seemed especially aggrieved: taken by love, suddenly and against his will. On both of these records, he sings often of feeling helpless. Unsurprisingly, he finds it distasteful: “I’m sick of love but I’m in the thick of it,” he sings in “Love Sick.” “I’m sick of love, I wish I’d never met you.”
The opening lines of “Things Have Changed,” though, positions love (and heartache) as a blurry, liminal space in which pain enables a certain kind of possibility:
A worried man with a worried mind No one in front of me and nothing behind There’s a woman on my lap and she’s drinking champagne Got white skin, got assassin’s eyes I’m looking up into the sapphire-tinted skies I’m well dressed, waiting on the last train
Everyone knows that when you are feeling terrible in a contained and specific way—when someone has hurt you—the world takes on a more dramatic hue. It is a pain we cling to, sometimes, for its endless narrative possibility. It works for Dylan. Never has waiting on the last train felt so deeply, beautifully auspicious. —Amanda Petrusich
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My favorite for lyrics is “Forever Young.” Every verse is a beatitude:
May your hands always be busy May your feet always be swift May you have a strong foundation When the winds of changes shift May your heart always be joyful May your song always be sung And may you stay forever young
That was the spirit of the generation—my own—that grew up with Dylan.—Louis Menand
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In my adolescence, Dylan was on the AM radio, which, with the exception of Motown, the Beatles, the Stones, and the Byrds, who were covering Dylan songs, mostly played music that was insipid. Hearing a Dylan song was like having a small moment of good luck, since you usually heard the radio in the car, and you weren’t guaranteed to hear a good song before your ride ended. Other bands played music; Dylan was a voice. He said things that you felt or thought about. I was a sullen, high-strung, and prideful boy, awkward, even inept, and I took private refuge in songs. I liked everything I heard Dylan sing, even though I was too young to understand the bulk of it, but the lines that stirred me most came at the climax of “Positively Fourth Street,” Dylan’s rebuke of a hypocrite, which I first heard when I was about thirteen.
I wish that for just one time You could stand inside my shoes And just for that one moment I could be you Yes, I wish that for just one time You could stand inside my shoes You’d know what a drag it is To see you
For an oversensitive adolescent who dreamed of having the upper hand, it was exciting to hear someone speak with impunity, never mind the beautiful melody it was set to. Borrowing his sentiments, I could feel righteous, even if still lonesome.—Alec Wilkinson
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The best way to listen to any great musician is in concert. I saw Dylan live in 1974, at the Nassau Coliseum, and his performance has burned what is perhaps his most familiar lyric into my brain with a heat from which smoke is still rising. I hope that I’m not the victim of a phantom memory, but, if I am, it’s a beautiful one that I’m happy to have invented. The concert was part of Dylan’s reunion tour with The Band (commemorated in the double album “Before the Flood”), but the most ecstatic shock was what Dylan did in his solo spots, accompanied only by his own guitar: his plan, evidently, was to make as much noise and raise as many spirits on his own as he did with the group, and when he played “Like a Rolling Stone” it was with a shout, a roar, a fury that blasted the well-produced album version out of mind. When he howled, “How does it feel?,” it was with a self-scourging cruelty that seemed to sum up the very idea of his life’s work in four words, the holy terror and mighty calling of trying to write, to play, and to sing how it actually feels, whatever it might be.—Richard Brody
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I’m not one of those guys who picks apart the lyrics to a song. I seldom even know what a song is about—if it’s one of those songs that aren’t fairly obvious. I go in for the attitude and language of certain lines, where the only mediation is the voice that delivers them, the musical setting, and whatever semiconscious, probably misguided, self-absorbed orientation my listener-brain brings to them. “Visions of Johanna”: it is one of my favorite compositions, in all creation. I never tire of it, and yet I’ve never even tried to decipher it. Many others have, but I’m not really interested. (Or at least I’ll do my best to deny it.) Instead, I savor the way certain lines and verses twist and strike, and the way Dylan (and, to be honest, one of his most avid interpreters, Jerry Garcia) utters them, in the song’s gloomy, schizo melody (or do I mean vocal dynamics?). One such fragment: “The ghost of electricity howls in the bones of her face.” Yes, yes, but what? Beats me. (O.K., in the verse there are two women, a presumably male narrator, a mirror metaphor, and a shifty pronoun or two, so maybe it summons up the tricks and riddles of Shakespeare’s sonnets.) But every time I hear it, it evokes untold layers of perception and pain, a world within the world, and also wonder and delight over the simple pleasure of well-wrought syllables put to music, which is what it all comes down to, in the end. Nobody chooses better syllables, or spits and hisses them out better, than Bob.—Nick Paumgarten
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A particular favorite is “Early Roman Kings.” It’s from “Tempest,” his thirty-fifth album, which was released in 2012. I mention the date because a mark of the great artist is surely his capacity to stay the course. I’m certain that’s one of the components the Nobel committee is rewarding with today’s announcement:
All the early Roman kings In their sharkskin suits Bow ties and buttons High top boots Drivin’ the spikes in Blazin’ the rails Nailed in their coffins In top hats and tails
Here Dylan rather brilliantly combines a version of the Roman empire with the railroad and steel moguls who provided the infrastructure of the American empire, as well as a version of a Puerto Rican gang from the Bronx, as well as a self-portrait of the artist in his natty stage gear! This is the artist who continues to fiddle while America burns, not out of negligence but out of sheer need:
Bring down my fiddle Tune up my strings I’m gonna break it wide open Like the early Roman kings
—Paul Muldoon
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Now they asked me to read a poem At the sorority sisters’ home I got knocked down and my head was swimmin’ I wound up with the Dean of Women Yippee! I’m a poet, and I know it Hope I don’t blow it.
—“I Shall Be Free No. 10”
My favorite Dylan lyric? That’s the sort of absurd question he used to giggle at or mock ruthlessly when he was just a kid in his twenties, and had already rearranged our world with his voice more times than you can wrap your mind around. I mean: which Bob Dylan? The high hilarious Dylan, the weird surrealist Dylan, the score-keeping lover Dylan, the angry fighting Dylan, the mystic shaman Dylan, the sweet seducer Dylan, the wise, the foolish, the Chaplinesque Dylan, the rabbinical Dylan, the goofy prankster, the lounge singer, Las Vegas Dylan, beatnik Dylan wearing the Dylan mask, white-faced Dylan, holy roller Dylan, Nashville Dylan, the Dylan who looked the last time I saw him, a few years ago, just like my old grandmother if she’d done vaudeville dressed as a riverboat gambler? Robert Zimmerman of Hibbing, Minnesota, took a rib from his own side and created Bob Dylan to contain more multitudes than Walt Whitman could imagine, and as he wrote of Lenny Bruce, “He was an outlaw, that’s for sure / More of an outlaw than you ever were.” Dylan is to word and voice like Picasso was to picture and form, not just some wondrous genius but a wondrously prodigious genius of inexhaustible abundance and variety, furiously resistant to any attempt to analyze or categorize him.
You lose yourself, you reappear You suddenly find you got nothing to fear Alone you stand with nobody near When a trembling distant voice, unclear Startles your sleeping ears to hear That somebody thinks they really found you
—It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)
Sure, like those more limited American masters, Eliot and Hemingway and Faulkner and Steinbeck, whom he grew up on and now joins as a Nobel laureate, he wrote a lot that fell short, he made mistakes, and wrote pulp, and sang schlock, and staggered along the edge of self-parody at times—but you don’t get the Dylans you like and want and need without the Dylans you don’t. For instance, I’ve heard too many Dylan-spinners say they could do without the album “Street-Legal.” That means doing without this:
I fought with my twin, that enemy within Till both of us fell by the way Horseplay and disease is killing me by degrees While the law looks the other way.
—“Where Are You Tonight? (Journey Through Dark Heat)”
No, no, no—you can’t do without that any more than you can do without a more perfect, if more obvious, lyric like this from “Another Side of Bob Dylan”:
Ah, my friends from the prison, they ask unto me “How good, how good does it feel to be free? And I answer them most mysteriously “Are birds free from the chains of the skyway?”
—“Ballad in Plain D”
Or this from “New Morning”:
I went down to the lobby To make a small call out A pretty dancing girl was there And she began to shout “Go on back to see the gypsy He can move you from the rear Drive you from your fear Bring you through the mirror He did it in Las Vegas And he can do it here.”
—“Went to See the Gypsy”
Or check out this from “Infidels”:
Well, the Book of Leviticus and Deuteronomy The law of the jungle and the sea are your only teachers In the smoke of the twilight on a milk-white steed Michelangelo indeed could’ve carved out your features Resting in the fields, far from the turbulent space Half asleep near the stars with a small dog licking your face
—“Jokerman”
No, it’s a mug’s game—impossible—picking my favorite of his words as if that meant I could do without the rest. Don’t listen to me, man. Listen to him.—Philip Gourevitch
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At the risk of sounding clever, my favorite Dylan lyric is from “Brownsville Girl,” an eleven-minute song he wrote with the playwright Sam Shepard, which appeared on “Knocked Out Loaded,” an album from the mid-eighties—clogged with drum reverb, gospel choirs, and mariachi horns—that most everyone dislikes: “Now I know she ain’t you but she’s here and she’s got that dark rhythm in her soul.” It’s a good line—there’s a whole story there of love, lust, and regret. But, like most of Dylan’s words, these are mostly inert on the page, inseparable from his performance of them. His lyrics are best when they are on the move, at speed, with Dylan’s voice just keeping pace, and somehow finding just enough space to fit them all in. There are examples in the expected and unexpected places, the beloved songs and the unmentioned ones, of his dexterity, precise diction, and clever and unexpected vocal turns: “The pangs of your sadness shall pass as your senses will rise,” from “To Ramona”; “And your longtime curse hurts / But what’s worse / Is this pain in here,” from “Just Like a Woman”; “There’s a babe in the arms of a woman in a rage / And a longtime golden-haired stripper onstage,” from “Where Are You Tonight? (Journey Through Dark Heat).” People who say he can’t sing have never really been listening.—Ian Crouch
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May your heart always be joyful And may your song always be sung May you stay forever young Forever young, forever young May you stay forever young.
I saw Dylan once, a surprise guest at a concert at Cleveland Stadium for the opening of the Rock and Roll Hall of Fame. He sang “Forever Young,” and it is my favorite wish for everyone.—Mary Norris
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Take me disappearing through the smoke rings of my mind Down the foggy ruins of time Far past the frozen leaves The haunted frightened trees Out to the windy beach Far from the twisted reach of crazy sorrow Yes, to dance beneath the diamond sky With one hand waving free Silhouetted by the sea Circled by the circus sands With all memory and fate Driven deep beneath the waves Let me forget about today until tomorrow
The first time I heard “Mr. Tambourine Man,” or remember hearing it, I was maybe eight, riding in the back seat of my dad’s Oldsmobile. He told me it was by a great songwriter and that I should listen closely. I did. And still, all these years later, in moments when nothing else comforts, when I look around and everything is sad, strange, or scary, I put on that song. The lines are a better prayer than any I learned in Sunday school. “Silhouetted by the sea, circled by the circus sands,” amen.—Carolyn Kormann