sábado, 3 de noviembre de 2018

Un bárbaro en el jardín_Zbigniew Herbert



Zbigniew Herbert fue, además de poeta, un ensayista de gran densidad.
Un bárbaro en el jardín nos hace viajar a la vez por las tierras de Europa.
Junto a los premios Nobel Czeslaw Milosz y Wislawa Szymborska, Zbigniew Herbert es tal vez la cumbre de los poetas polacos del siglo XX. 

viernes, 2 de noviembre de 2018

Jorge Luis Borges: La biblioteca total





El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes.

Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen cargadamente casi veinticuatro siglos de Europa). Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929) el doctor Theodor Wolff juzga que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.

El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita conjunción de los átomos. El escritor observa que los átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición. En el tratado De la generación y la corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.

Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye: «No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, también podrá creer que si se arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podrá hacer que se lea un solo verso(1).

La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo diecisiete, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principio del dieciocho, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma que es un museo de lugares comunes como el futuro Dictionnaire des idées reçues de Flaubert.

Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los «caracteres de oro» acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum [bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal]. Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año de 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. «Muy pronto (dice) los literatos no se preguntarán ¿qué libro escribiré? sino ¿cuál libro? Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.

La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. A fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar: en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodor Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible).

Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas del Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrían decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.

Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, son articulados en un solo organismo...

Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.


1. No teniendo a la vista el original copio la versión española de Menéndez y Pelayo (Obras completas de Marco Tulio Cicerón, tomo tercero, página 88). Deussen y Mauthner hablan de una bolsa de letras y no dicen que éstas son de oro; no es imposible que el «ilustre bibliófago» haya donado el oro y haya retirado la bolsa

martes, 30 de octubre de 2018

HOMENAJE A DJUNA BARNES _Luis Antonio de Villena




Mi amiga Clara Pastor que lleva en Barcelona la editorial Elba, acaba de sacar un librito de Djuna Barnes (la gran conocida y desconocida) titulado “Mi Nueva York. 1913-1919” y es un conjunto de artículos y crónicas, sobre la entonces más novedosa ciudad de los rascacielos, escritos por una joven Barnes, que hacía en su ciudad de nueva, ágil y muy activa periodista, colaborando en revistas varias y  periódicos. Hace bastantes años -en 1989- ya salió en español  “Nueva York” de Barnes en una extinta Mondadori. Pero la edición de Elba es mejor, más selecta y mucho mejor traducida . Lleva un prólogo también de Mª Ángeles Cabré.  Es el perfecto comienzo de una mujer atractiva, lesbiana, buena y novedosa escritora, que viviría muchos años en Europa (sobre todo en París) como tantos americanos de la “generación perdida”, y que terminó regresando a Nueva York, para apenas salir en sus últimos cuarenta años de su ciudad y aún de su apartamento de Patchin Place. Djuna Barnes (1892-1982) murió con 90 años.Casi olvidada y a la par, de nuevo, tremendamente prestigiosa. Barnes dijo poco antes de morir: “La vida es horrible, espantosa y breve”. Luego se corregía enseguida: “En mi caso lo único que no ha sido es breve.” Algún vecino que la conocía le solía gritar, ya vieja, desde la otra ventana: ¿Estás viva, Djuna? Y por toda respuesta ella dejaba ver su mano anciana. Vivió elegante, bohemia y lésbica el Paris de Gertrude Stein, de la millonaria americana que escribía en francés, Natalie Barney o de la activa periodista y narradora (entre tantos y tantas, como Dolly Wilde) Kay Boyle. Djuna vivió un apasionado y una tanto destructivo amor con la escultora, norteamerica también, Thelma Wood. Según muchos críticos, eso está detrás de la más importante novela de Djuna Barnes (publicada  en 1936 con prólogo de su siempre protector T. S. Eliot) “El bosque de la noche”, en inglés “The Nightwood” , como el apellido de Thelma.
La vida literaria de miss Barnes había comenzado, a la par del periodismo que podemos leer ahora, con “El libro de las mujeres repulsivas” en 1915. Djuna Barnes siempre jugaría en buena literatura, con el lesbianismo, la sátira, la autobiografía, más o menos camuflada, y un cada vez mayor apetito intelectual. En 1921 se fue a París de donde sólo regresaría a fines de 1939. Ahí está su novela  “Ryder” de 1928, donde cuenta que a los quince años la viola un jardinero, con el consentimiento de su padre. Quizás el padre mismo. El estupendo libro de relatos, “Una noche entre los caballos” (1929)  Y, además de alguna obra de teatro, “Humo y otros relatos tempranos”, versos bastantes herméticos,  o el drama en verso “The Antiphon” (La Antífona), 1958, en el Barnes trabajó años y que terminó estrenándose en un circuito meramente universitario -los editores decían que era muy aburrido- con la  presencia, otra vez, de Eliot.  Lesbiana, elegante, escritora moderna, vieja culta y algo perturbada, Djuna Barnes (tan refrescante y lúcida en “Mi Nueva York”) terminó siendo un mito de la libertad, la modernidad y la transgresión. Un personaje fascinante. Paul Bowles decía que, alguna vez en Europa, Djuna Barnes se maquillaba con color verde…