viernes, 13 de julio de 2018

JAVIER MARÍAS, FIRME REY DE REDONDA (PERSONAJES AL SOL) Luis Antonio de Villena



Javier Marías (Madrid, 1951) afirma que le gusta poco viajar. Así es que sus vacaciones no son playeras -una vulgaridad- y tienen lugar en sitios cercanos y tranquilos. Antaño fue Soria -lugar de sus veraneos infantiles- ya no. Las fiestas populares (y lleva razón) son en exceso ruidosas.  Javier al que conozco y trato desde que éramos muy jóvenes, dicen que tiene ahora un permanente aire huraño, como si los demás -el vulgo municipal- lo molestara no poco. Javier -como su padre don Julián, el gran discípulo de Ortega- siempre ha parecido serio a quienes le conocen poco o mal. Obvio que tiene un lado serio, y cuando uno lo ve llegar a una cena en que estaremos los dos, mano a mano, podría pensar (sin conocer) ¿qué le habrá pasado a Javier, parece que viene enfadado? Pero llega, nos saludamos con cordialidad y enseguida empieza la charla, nunca falta de ironías o aún de bromas. Pues ¿quién se lo diría a sus hoy múltiples detractores, como múltiples admiradores?, a Marías le gusta reír y dice que es una de las cosas que, inteligentemente, más aprecia. El lema del literario pero real Reino de Redonda (un islote deshabitado en el Caribe) es “Ride si sapis”. En latín: si sabes, ríe, porque la buena risa -como en Erasmo de Roterdam- es signo de inteligencia.
La carrera literaria de Javier Marías empezó en 1971 -como la mía- con una novela titulada “Los dominios del lobo”. Teníamos aún diecinueve años. Admirador y amigo, en España, de Juan Benet (siempre “don Juan”) Marías aspiraba a ser un gran autor de minorías o de élite, porque eso era entonces lo brillante, lo distintivo. Benet solía decir en aquellas perdidas noches del pub Dickens -y Benet tenía enorme prestigio- “soy el novelista que menos vende de España.” Eso, en alturas, ni mucho menos quedaba mal. Y Javier Marías (lector dos cursos en Oxford) fue ese buscado autor de minorías, hasta la novela que cambia su trayectoria y su éxito, ya en crecida, “Todas las almas” -1989- la novela que precisamente narra el Oxford que conociera bien. Luego todo ha sido un éxito cada vez mayor (y quizá más fuera de España, en traducciones que mima cuanto puede) lo que se complementa hoy -llegando a la popularidad discutida- con sus artículos semanales en “El País”, que termina recogiendo en libro, el último, “Cuando los tontos mandan” (2018), una buena imagen de su pensamiento -y no sólo en política- sobre la vida actual.  A Marías le molestan las feministas radicales (él es feminista), que se prohíba fumar de modo tan tajante, y que los niveles de excelencia caigan y se deterioren en todo, proclamando el reino obtuso de la chusma y la turba irredentas. Estoy muy de acuerdo, en términos generales, excepciones hay, aunque pocas: Políticos bobos, no importa el ala, y un pueblo cada vez más vulgar, más llamativamente inculto y que suspende a menudo incluso en la más elemental urbanidad o civismo… Un mundo malo.  Que no es el ducado de Malmundo, con el que me obsequió como Rey de Redonda, un juego literario de origen británico, que como la literatura es cierto del todo y no del todo. “Ride, si sapis”. Gruñón, contento y seguro de su éxito internacional, denostador de la vulgaridad contemporánea, Marías andará tranquilo, saliendo a cenar a las terrazas (porque se puede fumar) satisfecho e insatisfecho de sí mismo. Creo que es un muy notable escritor de estilo fluido pero denso, soltero y de fieles amigas, que desdeña lo popular innoble. No al buen pueblo. Vamos, sencillamente el querido Javier Marías -buen bibliófilo- es un ilustrado, en tiempos se sombra. Después de cenar toma siempre una coca-cola, fría y sola.

martes, 10 de julio de 2018

"SÁTIRAS" de ARTURO DÁVILA_ Luis Antonio de Villena

A veces salta la novedad de lo desconocido. No sé cómo llegó a mis manos (en lío de mudanzas) el tomo “Sátiras” del poeta mexicano Arturo Dávila, profesor desde hace años al parecer, en una Universidad de EEUU. Sabía que este, para mí, desconocido Dávila ganó en el ya lejano 2003 el premio “Juan Ramón Jiménez” en Moguer, por un libro titulado “Poemas para ser leídos en el metro”.  Obviamente el título de Dávila comporta un guiño -hay mucha y buena intertextualidad en estas “Sátiras”- al en su día moderno y capital libro del argentino Oliverio Girondo, “20 poemas para ser leídos en el tranvía” (1922). Pero en realidad Dávila recupera muy bien la tradición satírica y epigramática, que viene de latinos como Catulo, Marcial o Juvenal, especialmente, y la renueva y mezcla con lo contemporáneo, el amigo Dávila, entrando también el la poesía española -y mexicana- del Siglo de Oro con Quevedo (inevitable) o Sor Juana, enmedio de la rica tradición del epigrama en aquellos siglos áureos. También Góngora. Así es que los poemas de Dávila, que aluden al puro hoy, se llenan de resonancias clásicas  donde tampoco faltan Ovidio o Alfonso Reyes, pasando Baltasar del Alcázar o fabulistas como el ilustrado Iriarte…  En fin, un sabroso festín el de Dávila muy de ahora mismo, El tomo “Sátiras” (Hiperión) recoge sus tres libros de esa línea: “Catulinarias”  (1998, el título lo dice todo), “Poemas para ser leídos en el metro” (2003) y el último -de 2015- “La cuerda floja”. Me ha encantado la soltura y el buen decir picante del poeta/profesor Dávila, que demuestra dominar el género satírico y comprender que vivimos un mundo necio  (con muy necios y toscos personajillos) que merecen sin interrupción las sátiras de Arturo Dávila.  Se podrían poner muchos y buenos poemas como ejemplo, pero elijo uno, casi al azar:
“Miramos hacia arriba,
Ricardo,
miramos hacia abajo,
miramos hacia los lados.
Arriba se estrella el cielo,
abajo se estrellan los hombres,
a los lados se estrella el destino.
Miro estrellarse el espejo
y despejo la realidad de mis estrellas:
la figura se desfigura
como el agua en el agua,
sueño sombras de viento,
el espacio se hace lento
y crece el fuego en mi pecho.
Las arrugas son más claras
y vienen con los años:
son las cicatrices del tiempo.
El universo se expande,
estrellas nacen y mueren,
y la vida es pura energía.
El tiempo y el espacio  no existen,
según el filósofo de Königsberg
y son categorías de la mente.
Pero las arrugas sí existen.
El rostro se estrella en el espejo
y se hunde en el fondo del reflejo.
Sí,
somos los hombres estrellados,
los años nos estrellan contra la muerte.
La muerte nos deja viendo estrellas.”
Me gusta Dávila.