viernes, 19 de noviembre de 2021

Leer es un acto poético, Juan José Saer por calledelorco








Leer es un acto poético, Juan José Saer

por calledelorco

La lectura exige una dosis de inspiración. No se lee todos los días de la misma manera y muchas veces se lee sin inspiración. Leer no es la actividad voluntaria que determinan las necesidades del saber, sino un acto poético que si se realiza en frío no produce ninguna modificación en el sujeto. La lectura requiere casi el mismo talento que el canto o la pintura.

Juan José Saer
Papeles de trabajo, Borradores inéditos
Editorial: Seix Barral






domingo, 14 de noviembre de 2021

El periplo del momento presente Ricardo Pohlenz


Mentiría si partiera de la premisa que vincula la naturaleza con lo mágico. Lo mágico es siempre un añadido que le damos a la naturaleza –o más bien- a nuestra relación con la naturaleza, sea más o menos desviada, busque una cercanía o una comodidad, sea diciéndola, sea mostrándola, desde una cabaña en el borde del bosque o bregando por la cuenca del Amazonas donde –si las fotos satelitales no mienten– el borde es todavía verde. Me viene a cuento Werner Herzog filmando en locación en la Amazonia peruana, atrapado entre el verde y Klaus Kinski, y con ellos, la necesidad exacerbada de una época por llevar a la pantalla –y eso de llevar es tan real como metafórico– la transcripción más literal del paisaje –ir hasta el paisaje para traerlo– que supuso la cumbre de una crisis en el cine a partir de la cual todo será relativo. Quisiera decir que –a partir de esa obcecación- hubiera resultado bastante predecible que Herzog acabaría rindiéndose al cine documental, a matacaballo con las producciones hollywoodense donde sigue insistiendo en la grandeza de esta crisis, convertida en fórmula, rococó inmenso extendiéndose como el ojo retórico de falsas contriciones post-coloniales.

Los medios –y con esto me refiero a los medios audiovisuales- se han transformado de una manera que no podíamos imaginar –como cuando hago vaticinios a posteriori al respecto de Herzog- más allá de la propaganda futurista de ciertas marcas y grupos sociales. La videollamada es una realidad cotidiana, aunque mucho menos glamorosa de lo que se nos hizo suponer, y aunque me recuerda –de bote pronto– la estridencia multi-mediática de alguna película futurista hecha por Wim Wenders al borde del siglo –donde revisaba las posibles actualizaciones de los contenidos de las comunicaciones visuales en el mundo cotidiano por venir– no pudo prevenirnos del desnudamiento a cuadro durante una sesión de zoom (en la que acabas embobado viendo a los demás en el sinsentido de su inmovilidad multi-dimensional, sin hacerle mucho caso a lo que están diciendo).

La velocidad de adaptación y reciclaje de la industria no ha tardado en traer –a partir de estas nuevas formas audiovisuales que tenemos para relacionarnos– producciones en las que se imitan a cuadro el formato y los vicios de tales transmisiones, reflexionando –al mismo tiempo– sobre sus limitaciones y trascendencias. Pienso –por ejemplo– en las equivalencias entre el rococó verista del cine setentero –del que Herzog era un campeón (sin olvidarnos de lo que se ha convertido)– y la transcripción documental de los mosaicos conversacionales hechos en tiempo real a través de zoom como actualidades y distancias que –espero– nos hagan caer –aún más– en cuenta de la verdad relativa de cualquier documento visual. Lo que vemos es lo mismo que ve Fitzcarraldo: una invención. Es algo que traigo a colación desde las continuidades formales del documental –dicho como lo que digo a partir de lo que he capturado por la lente– frente a las actualizaciones que ha tenido el género –si puede llamársele así, todavía– frente a una proliferación y abaratamiento de los recursos y elementos para realizarlos (pienso, por ejemplo, en las precariedades enfrentadas por Diego Enrique Osorno para realizar Vaquero de Mediodía, quien recurrió –en cierto momento- a dispositivos móviles para la grabación de sus materiales) frente a una tradición –si puede llamársele así– del cine documental en México donde puede apreciarse una validación cultural que ha servido –muchas veces como o desde un ejercicio de introspección, un hacia adentro– como brazo o extensión del imaginario de una propaganda nacionalista hacia el exterior, misma que ha tenido diversos avatares, y cuyo paradigma –dentro de esta profusa actualidad de realizadores armados con un mínimo equipo de producción– podría ser Nicolás Echevarría.

Se tiende un puente –o más bien, un camino– entre Maria Sabina, Mujer espíritu, película del 78 donde Echevarría acaba por asimilar el folclorismo tránsfuga de la postguerra para acabar de romper con él –desde un verismo exacerbado– y abrir brecha hacia lo que –en la actualidad– podemos admirar en las producciones de Ximena Cuevas o Everardo González, de Tatiana Huezo o Nicolás Pereda, en lo que ha sido una reflexión sobre el paisaje –las posibilidades de las tomas de campo– y las relaciones que puedan llegar a tener (todo es una suposición, una superposición) con los elementos que se imponen a cuadro, ya sean violentas cabezas parlantes en close-up o mínimos avistamientos que se asoman a la cámara inmóvil, teniéndonos en las butacas como pajaritos que esperan –atisbando hacia oriente– la luz del amanecer.

Después de haber hecho callo como cámara en reportajes producidos para diversas agencias de noticias, Oscar A. Sánchez se aboca a la realización de su primera película, para la cual se lanza a una zona rural en Oaxaca, atraído como nuevo descubridor a una realidad siempre próxima y siempre distante, con una intención no sólo de documentar esta experiencia –convertida en un tránsito que se ha vuelto destino turístico obligatorio para cineastas y otros gremios afines después de que María Sabina se volvió un fenómeno mid-cult (para citar a Eco) a raíz no de la película de Echevarría sino a Raúl Velasco, micrófono en mano y acompañado de un crew televiso, invadiendo con luces y preguntas una realidad aparte– sino de crear vínculos con y a partir de la misma. El realizador –consciente de la naturaleza invasiva de la cámara– no llega para tomar testimonio de una realidad y llevársela a otra parte, sino se sienta –en un sentido metafórico– para vincular sustratos y realidades –esos nombres tan rimbombantes que usamos para nuestra relación con el entorno- no en los términos del descubrimiento –esa vocación compartida por Cristóbal Colón y André Breton– sino en el “estar ahí”, no dando fe sino transcurriendo; en los términos en los que puede tener una estancia, en los términos en los que puede detenerse, no tanto el transcurso y la estancia, sino los medios –que se tienen a la mano– y su velocidad. No es detener el tiempo sino darle –parece ser que el cine es, en ese sentido, su último remanso– al tiempo un lugar donde esté sucediendo, sin más.

Oscar A. Sanchez no llega a la Mixteca cámara en mano para el redescubrimiento sino para vincularse, como un igual, tratando de conjurar las extensiones coloniales que ha tenido el documento visual en los diálogos entre la metrópoli –sus códigos y sus convenciones– y lo remoto; revestido siempre con ese exotismo decimonónico del buen salvaje que se impone como tara cultural. No quiero decir que esté dándole la vuelta al hotcake, tratando de romper sus propios esquemas –y de paso, rompiendo los del de junto, como Herzog, parábola y paradoja del posmo poscolonial– sino presentándose como un igual frente a quienes serán los protagonistas incidentales de un fresco que construye el camino recorrido como una experiencia multisensorial, en los términos en los que emula el título mismo de la película: el hongo como lugar, el hongo como evidencia, el hongo como cultura, el hongo como préstamo, el hongo como dádiva, el hongo como visión.

Esa doble naturaleza del hongo, a mitad de camino entre el reino vegetal y el reino animal o como reino aparte, que surge y se manifiesta como los elementos, como mirada o cutícula que se impone –como la de la cámara– a la selva, al bosque, en tiempo de aguas. Una invasión en sí misma, como la de la cámara, diciendo al bosque, diciendo a la selva, como quienes la habitan, como Lázaro y Estebania, quienes los recolectan, para su consumo y su venta o trueque. El estilo de vida –o las costumbres– de la región no ha cambiado frente a las diversas modernidades que se la han impuesto a la nación, esas modernidades que llegan como usos y que brillan como pequeñas ventanas de neón a lo largo del entramado de las carreteras. Y supongo que no ha cambiado porque no ha tenido necesidad de cambiar, que ha cambiado en la medida de sus necesidades, a partir de una percepción del mundo –todo ese afuera y todo es adentro– que transcurre según el lugar de las nubes y el sol en el cielo, tan estoico, parco y florido como se quiera. Las palabras siempre sirven para acomodar todo lo demás.

Lázaro y Estebania hablan a la cámara sin saberla, sin darle importancia. Lo que vemos en una conversación que fluye desde una cordialidad entablada con el realizador y el equipo de grabación que desarrolla –o más bien, continua– una conversación que se sabe más allá de los asumidos y convenciones que se tienen –por ejemplo– para el reportaje y que suponen una naturalidad a medio camino entre lo impuesto y lo inventado. Una naturalidad que rompe con lo documental y se impone –en tanto conversación– como una ventana a la que nos asomamos, como convidados, a una casa. Siguiéndolos en sus afanes diarios, la cámara capta la mirada impávida de alguien que, como un actor profesional, la ignora, mirando más allá, mirando hacia otra parte. La cámara busca emular esa mirada que la ignora, que mira hacia otra parte, como un acto extremo de contemplación que no tendríamos sin el micrófono que lo grabe y nos lo trae para invocarlo, para evocarlo, en todo el estruendo de su ruido, que, a fin de cuentas, es una forma de silencio.

Las visiones –si me permiten llamarlas así– que construyen a Hongo como documental –y como experiencia sensorial– no invitan al espectador a sorprenderse por un entorno y sus habitantes como para relacionarse con ellos, en aquello que nos une más allá que aquello que nos distingue, nos lleva por un camino –recorrido igual por el realizador y su equipo– que vincula, rindiéndose y tratando de comprender una experiencia del mundo que –rompiendo atavismos y propaganda– resulta cada vez más cercana. Es cosa de subirse al camión y luego a la camioneta, es cosa de seguir el sendero a pie, y deslumbrarnos frente a un cotidiano como debería deslumbrarnos nuestro propio cotidiano. Si algo busca aprehender Oscar A. Sánchez en este breve periplo visual es la maravilla del momento presente.