jueves, 30 de diciembre de 2021

El arte del negativo, Enrique Vila-Matas por calledelorco





6. Muchos años después, encontraría resumida la tarea que, sin ser plenamente consciente entonces, había emprendido con ese breve primer texto de fondo criminal [La asesina ilustrada]. La encontraría en el aforismo que escribió Kafka en Zürau y que poco a poco he ido viendo que ha sido esencial en todo lo que he escrito; de hecho, es el punto clave de mi biografía literaria:
"Hacer lo negativo aún nos será impuesto, lo positivo ya nos ha sido dado."

7. Y también muchos años después yo respondería a un amigo que me preguntaba por mi tendencia a construir reversos de la realidad en mi obra diciéndole, si no recuerdo mal, que ya desde La asesina ilustrada y de forma también acusada en Suicidios ejemplares, en Hijos sin hijos y en Bartleby y compañía, por citar sólo algunos de los libros de mi primera etapa, busqué el revés (À rebours, que decía Huysmans), el negativo de lo que la claridad nos había dado, de lo que la historia de la literatura, con raras excepciones, había venido ofreciéndonos.

8. Precisamente porque ya nos ha sido dado, y también porque ya lo hemos vivido y visto en exceso y ya no da para más, el revelado de la fotografía del mundo ya lo conocemos de memoria. Buscar los intrincados caminos de lo negativo de esa imagen ha de ser nuestra tarea. Tarea que parece excitante, porque no es terreno precisamente muy hollado y podría ocultar —ni lo pongo en duda— las únicas sorpresas posibles, aquellas que ya sabemos que jamás vamos a hallar en lo positivo, que está absolutamente gastado.
Hacer lo negativo me ha venido pareciendo además en los últimos tiempos una tarea urgente, quizás porque corre serio peligro de desaparecer, como la literatura, como el cine.
Lo vio Jean-Luc Godard, buen conocedor del aforismo de Zürau, sobre el que dijo: "No hay que olvidar que las imágenes del vine proceden de negativos y que hoy en día, con los vídeos y la informática, el negativo ya no existe; no tenemos más que el positivo. Pero el positivo lo tenemos ya al nacer. Si nos quedamos sin contradicciones, ¿qué haremos para avanzar?"

9. Quizás cuando se habla de trabajar el negativo se trata, fundamentalmente, de excavar zanjas, de llevar a cabo arduos trabajos e investigaciones en territorios oscuros y subterráneos, vedados muchas veces a la vista de la mayoría, como afirmaba Kafka en una carta a Brod refiriéndose a "los grandes temas y otras zarandajas" que Brod le recomendaba tan toscamente que emprendiera: "¿Qué estoy construyendo? Quiero excavar un subterráneo. Es preciso que se produzca algún progreso. Mi puesto es demasiado alto allá arriba (...) Estamos excavando en el foso de Babel".

10. De algún modo el Cabinet d'amateur, con su empeño en ser el esqueleto de una versión oblicua de mi biografía literaria, reflejó bastante bien mi inclinación como escritor por la meditación, por la indagación, por el revés del fotograma realista; mi tendencia a una tarea de tinieblas que exige salir siempre en busca de la emoción no visible, sino de la emoción emboscada; mi inclinación por ir construyendo "el arte del negativo", por una investigación osada de los reversos.
No hace mucho, mi amiga Liz Themerson me contó que en el hospital, cuando la incertidumbre era máxima y no sabía si moriría o sobreviviría, no era miedo lo que sentía, sino un inmenso vacío. No dormía de noche y esperaba con ansiedad la llegada de la mañana. Como si la mañana fuera a salvarla. Se pasaba las noches mirando por la ventana, esperando las primeras luces. Esa experiencia que yo también he conocido, es un tipo de emoción que surge cuando el realismo se desfonda y aparece en su lugar el núcleo duro de lo esencial, la nebulosa del ser verdadero, la bruma de la identidad profunda que es siempre extraña y extranjera y de la que habló Raymond Queneau para, con su habitual maestría, calificar a esa bruma de niebla sin sentido: "Esta bruma insensata en la que se agitan sombras, ¿cómo podría esclarecerla?"
Y yo creo que en esa experiencia de vacío de Themerson está también la sensación de no haber dado lo mejor de nosotros a nadie, ni haber sabido vivir intensamente. Seguramente Liz Themerson esperaba la llegada de la mañana confiando que ésta le ayudaría a cortar amarras con el vacío y le permitiría trazar pasadizos, tal vez incluso buscar atajos hacia el núcleo incomunicable, es decir, iniciarse en la senda de aquello a lo que cada persona le da un nombre distinto y que yo llamo a veces "el arte de construir el negativo".
Es un arte que seguramente nació a principios del siglo pasado con la carta ficticia en la que Hofmannsthal —en realidad para poder seguir escribiendo— renunciaba a la escritura. Fue una despedida falsa y al mismo tiempo con un fondo de realidad muy verdadero —como la imagen con su positivo y su negativo— que precedió a casos como el de diversos poetas europeos que percibieron pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca plenamente transparente y, conscientes de esto, se fraccionaron ellos mismos en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como sujetos unitarios, compactos y perfectamente perfilados. Era la misma imposibilidad que, discurriendo acerca de los diferentes estados cotidianos de su humor, ya había apuntado el propio Montaigne en sus ensayos. En realidad, es la misma que nos permite hoy precisamente tener confianza en lo que narramos, aunque ninguna acerca de nuestro lugar en el mundo.

Enrique Vila-Matas
Cabinet d'amateurUna novela oblicua





El oído/ reflexiones sobre los sentidos y la pandemia Mariana Mora


Es muy difícil escuchar, en el silencio, a los otros. Otros pensamientos, otros ruidos, otras sonoridades, otras ideas. A través de la escucha, intentamos habitualmente encontrarnos a nosotros mismos en los otros.

Luigi Nono


La mujer de pelo corto y de suéter negro ajustado se sienta con determinación frente al piano. Observamos cómo su espalda mantiene el control corporal de una bailarina. Sostiene entre sus manos la composición de la famosa pieza, 4’33’’, de John Cage. Inicia el concierto. En lugar de voltear las hojas, las coloca por encima del instrumento. Cierra la cubierta del piano para señalar que el primer movimiento está por comenzar. Reina el silencio por un instante antes de ser interrumpido por el llanto de un bebé, quizás su bebé, que llora y llora sin cesar. Un poco más de un minuto transcurre con lentitud. La mujer se mantiene inmóvil hasta que sus manos abren y cierran nuevamente la cubierta del piano para marcar el segundo movimiento. Se prepara para escuchar el silencio, comienza otra vez el llanto del infante y así se repite hasta concluir con el tercer movimiento. 

La versión de la pieza 4’33’’ por Raquel Friera se encuentra exhibida en Maternar, entre el síndrome de Estocolmo y los actos de producción, en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) en la Ciudad de México. La exposición se enfoca en la maternidad transformada en un verbo cuyos actos dotan de sentido lo político en clave femenina y gestan una potencia transformativa a partir de los cuidados y la crianza. El video que registra el performance de Friera realizado en 2019 se encuentra casi a la mitad del recorrido por las salas y ancla una parte del contenido de la exposición. Las interpretaciones inmediatas de este performance tienden a caer en la obviedad. Primero, vemos la reacción empática —pobre mamá, buscaba un momento de sosiego, pero su bebé se lo niega. Enseguida aparece la interpretación que juzga —¿a quién se le ocurre llevar a un bebé a un concierto y romper las normas que permiten escuchar los sonidos musicales? Y, finalmente, la analítica — el performance refleja la posición antagónica entre la creación artística y las exigencias que impone la institución familiar. Sin embargo, cuando regresamos al propósito original de la pieza 4’33’’ de Cage para hacer un relectura en clave maternal, la dominación de lo evidente se desdobla hasta diluirse en una serie de interrogantes. 

Recuerden que la presentación original sucedió en 1952, en la Sala de conciertos Maverick en el pueblo de Woodstock, en el estado de Nueva York, Estados Unidos. Había una gran expectativa generada en torno al concierto anunciado. Sin embargo, después de la función dominó el disgusto y la decepción por parte de un sector significativo del público, pues la obra de Cage, dividida en los tres movimientos que reproduce Friera en su performance, estuvo dedicada al silencio. El piano nunca emitió una sola nota. La composición se basa en el entendimiento de que todo sonido es música, incluyendo el sonido ambiental que en su momento entraba por la estructura del edificio y que de manera accidentada figuraba en la pieza — el viento por las ventanas, la lluvia sobre el techo y el movimiento de las personas en sus asientos. Por lo mismo, insiste en que el silencio como tal no existe. El silencio es una pausa que obliga a afinar la capacidad de escucha, más allá de las clasificaciones basadas en valores diferenciados que divorcian los sonidos humanos de los de la naturaleza y los ruidos accidentados de los sonidos intencionados. Al mismo tiempo, cuando la atención del oído se dirige a lo espontáneo por encima de lo diseñado, la mente es capaz de voltear hacia su interior para escucharse a sí misma. 

Las pausas y dimensiones que abre el (no) silencio descansan sobre el acto contemplativo. La contemplación es posible cuando las mismas pausas desaceleran el tiempo, cuando estiran la temporalidad hasta que las cuerdas tensadas del reposo expanden la producción de significados. El tiempo se alarga a partir de los silencios que lo rellenan, mientras que el silencio sigue ampliando la misma temporalidad. 

La interpretación de Friera me recuerda que la maternidad también prolonga el tiempo, lo rellena de pausas, de momentos de espera extendidos en los que pareciera que no acontece nada. Tuve a Camilo en mi cuarta década de vida, cuando yo tenía muy instalado en el cuerpo el ritmo del espacio público, el motor de la productividad, de las exigencias académicas y de las urgencias del mundo de los derechos humanos. Los cuidados asociados a los primeros años de la vida de nuestro hijo le metió freno al frenesí. Se expandió el tiempo, tomó expresiones de pausa que yo había llegado a desconocer, mis días se llenaron de tiempo muerto, un tiempo asociado al desuso, es decir, un tiempo no productivo.

Pero en contraste a la propuesta de Cage, el estiramiento del tiempo a partir de los (no) silencios maternales, lejos de conducir a la contemplación, lleva a un sinfín de actos que responden a las exigencias establecidas por esos sonidos. Así es como el llanto de un bebé, transmite un estado de malestar que requiere ser atendido. Todo sonido en el tiempo pausado de la maternidad es la música que marca los movimientos de una danza de quehaceres sin fin, aún cuando aparentemente no pase nada y no hagas nada.

La maternidad lleva consigo antenas auditivas capaces de detectar los bajos decibeles que marcan los ritmos necesarios para afinar los cuidados y las actividades de la crianza mediante ajustes casi imperceptibles, pero constantes. De ello emergen reflexiones fugaces, conocimientos que no requieren la contemplación para hacerse presente. En ese sentido, la invitación a la escucha es semejante a la obra de Cage, aunque proviene de impulsos distintos, como sugiere el performance de Friera. 

Quizás fue porque mi cuerpo en la maternidad ya registraba la discrepancia entre el estiramiento prolongado del tiempo y el ritmo del (no) silencio que lo supe reconocer en el desacelere pandémico. Cuando inició el encierro, desconocía de qué estaba hecho ese silencio exigente de actos alejados de la contemplación, pero conocía lo suficiente de sus pausas para saber que las debía escuchar e intentar comprender. 

* * *

Una de las primeras cosas que observé con curiosidad fue la transformación del paisaje sonoro de mi entorno. Para los que vivimos en centros urbanos, nuestros cuerpos suelen registrar el ritmo de la ciudad a partir de los sonidos, nos indican cuando es posible cruzar la avenida, o cuando nos debemos detener, cuando un paseo por la banqueta requiere esquivar de manera inesperada una bici en movimiento, o cuando el silencio de una calle solitaria es signo de peligro, mientras el barullo de una transitada ofrece mayor seguridad. La saturación de sonidos vibra con la intensidad de la colonia cuando se aproxima el fin de semana, mientras que el sonido de los cubiertos en las terrazas al aire libre transmite la tranquilidad de una comida dominguera. En marzo de 2020, de un día para otro se desvaneció todo el ruido que marcaba el tempo cambiante de la ciudad, dio paso a los sonidos menos evidentes, se podría decir tenues, incluso a los sonidos de la naturaleza que se suelen esconder entre la maleza urbana, tal como narra José Luis Espejo cuando en esas primeras semanas pandémicas las cotorras se reapropiaron de los aires de su barrio en Madrid. 

El impulso por registrar los cambios sonoros dio paso a distintos proyectos virtuales, incluyendo el Pandemic Silence Sounds, una iniciativa basada en Alemania encabezada por el periodista de la ciencia y productor multimedia, Andreas von Bubnoff. Por medio de su página web, Bunoff y sus colegas extienden la invitación a cualquier persona interesada en compartir los sonidos pandémicos que les produzcan cierta extrañeza. Les piden que envíen una grabación junto con una breve descripción. La propuesta consiste en registrar desde la calle, sus ventanas o lugares de tránsito donde se escuche un silencio inusual o los sonidos que han incrementado en volumen, todos efectos del confinamiento. Dichos cambios abren la posibilidad de grabar las huellas sonoras en negativo, de trazar cómo los humanos modifican e imprimen su ausencia en una ecología de sonidos. Von Bubnoff señala que, “quizás el silencio pandémico es la oportunidad de reaprender a escuchar”, insiste que muchas personas ni siquiera se van a dar cuenta que los sonidos desaparecieron porque no guardan memoria de su presencia. 

La página de Pandemic Silence Sounds contiene un mapamundi con puntos que indican desde donde los y las participantes enviaron grabaciones, la mayoría registradas a lo largo de 2020. Una parte de los audios dan cuenta de los espacios fantasmales que llegaron a ser los puntos de tránsito, por ejemplo los aeropuertos en la India, Estados Unidos y España. Un pequeño video del aeropuerto de Madrid se enfoca en el loop auditivo que explica todas las medidas que deben implementar los pasajeros para prevenir la propagación del virus. El altavoz satura una sala extensa de bandejas de equipaje donde no hay ni un alma, mucho menos una maleta documentada. En Bogotá, Colombia un conjunto musical de tres venezolanos migrantes cantan y tocan el arpa, las maracas y una guitarra en busca de las monedas que requieren para comprar alimentos y pagar la renta. Su público es la calle solitaria, la ausencia de peatones que los pueden escuchar u ofrecer un donativo es interrumpida sólo por el individuo que graba el momento.

La desaparición de los sonidos de mayor volumen condujo a otras personas a prestar atención a los sonidos de la naturaleza. Toma un papel protagónico el canto de los pájaros en lugares como en la costa norte de Egipto y en Singapur, donde el parque del vecindario, que se solía llenar de actividades como el basquetbol y el patinar, se llena de intensas notas musicales de las aves. En otras regiones del mundo, individuos consiguen grabar la presencia de más animales, incluyendo el aullido de los coyotes en un suburbio urbano en las afueras de la ciudad de Boston, Estados Unidos. 

A su vez, los registros dan cuenta de los sonidos que disciplinan los cuerpos de otra forma. El concierto de las aves en Singapur fue el resultado del acordonamiento del espacio público, acompañado de una amenaza de multas severas para los que trasgreden la norma. Los pájaros se apropiaron del parque que las personas tuvieron que abandonar. En Túnez un individuo graba la vigilancia autoritaria del confinamiento establecido mediante un toque de queda que dura toda la noche, desde las 6 de la tarde hasta las 6 de la mañana. Describe que, “el silencio sólo se interrumpe por el ruido de un helicóptero militar y la llamada a la oración desde un casete viejo que tiene la mezquita cercana, por un perro que ladra y el sonido de las sirenas de la policía y de las ambulancias”. En una playa en Las Palmas, Mallorca la gente coloca sus sombrillas de sol a tal distancia del otro que el conjunto genera un diseño geométrico colorido. El paisaje vacacional refleja la atención puesta en la bocina que repite la importancia del metro y medio entre personas. De pronto se escucha la voz de una mujer regañando a un hombre por acercarse demasiado, él responde en tono que raya en lo amenazante, “si no quieres que se acerque alguien, no vengas a la playa.” 

Las modificaciones en el paisaje sonoro fueron tan notorias que los sismólogos detectaron una disminución significativa en las ondas de vibraciones que transitan por la superficie de la tierra. En septiembre de 2020, seis instituciones, incluyendo El Royal Observatory de Bélgica y el Imperial College London en Inglaterra, publicaron en la revista Science los resultados de una investigación que evidencia una disminución de 50% del ruido sísmico producido por los humanos durante los meses de marzo a mayo de ese año. La baja se debe a lo que los científicos llaman ruidos sísmicos ambientales, es decir las vibraciones que genera el conjunto de los medios de transporte —los trenes, autobuses, carros, etc.—   pero también las fábricas y máquinas industriales. Los cambios fueron detectados principalmente en los grandes centros urbanos, por ejemplo en las ciudades de Nueva York y Singapur, pero también en islas poco pobladas como Barbados o en zonas aisladas como el Bosque Negro de Alemania y la región de Rundu en Namibia. 

Los datos fueron recolectados a partir de una red de casi 300 estaciones sísmicas en más de un centenar de países del mundo. En dos terceras partes de esas estaciones se detecta una reducción notoria en las vibraciones que producen los sonidos en comparación a los meses previos al confinamiento. La publicación incluso se refiere a los sensores enterrados cientos de metros bajo la tierra que fueron capaces de identificar los cambios en las ondas en ese periodo. 

Uno de los investigadores y co-autores del estudio, Dr. Stephen Hicks, señala que estos registros permiten identificar qué tanto la actividad humana impacta la materia sólida de la tierra. Al mismo tiempo, la ausencia de los ruidos sísmicos provocados por la actividad humana permite diferenciarlos de los sonidos de la naturaleza. De hecho, los resultados ahora operan como la línea base de medición para monitorear fluctuaciones en la actividades humanas. Algunos investigadores empezaron a referirse al detenimiento de la contaminación sonora de los humanos como la antropausa. En su conjunto, la ausencia de tanto ruido implicó que la corteza superior de la tierra se moviera ligeramente menos.

Lo que los sismólogos identificaron fue en esencia la ampliación del concierto 4’33’. Los sonidos intencionales se detuvieron para dar paso al silencio por medio de la reincorporación de la música de la naturaleza. Fue el performance del silencio enunciado en Woodstock de 1952 repetido y expandido a lo largo de la superficie de la tierra durante los meses de pandemia en 2020. 

* * *

En el verano de 2021 coordiné, junto con mi amigo Pablo, un curso de verano que ofreció el Departamento de Estudios Chicanos de la Universidad de Berkeley. Originalmente el curso iba llevarse a cabo en Barcelona pero dado las medidas de cuidado frente al Covid lo impartimos entre la sala de mi departamento en la Ciudad de México y el estudio de Pablo en la ciudad de Richmond, California. El curso abordaba el tema del “otro lado”, de la crisis humanitaria provocada por la expansión de las fronteras a tal grado que todo México y el Mediterráneo en su conjunto son puestos de control migratorio. Si bien reflejan una tendencia de las últimas dos décadas, la pandemia llegó a agudizar las políticas de control de la movilidad humana. Bajo el pretexto de evitar la propagación del virus y prevenir el contagio, la inmovilidad en los campos de concentración, en lugares como la isla de Lesbos, Grecia, se intensificaron. Mientras el mundo se desaceleraba y el silencio se expandía, para los migrantes y los refugiados la vida se contenía y las violencias proliferaban. 

Pablo no considera que en pandemia los ensayos deben ser una fuente de evaluación, prefiere incentivar a sus estudiantes a participar en actos comunicativos basados en lo que quieren decir para que otros escuchen. Los proyectos finales consistían en podcasts sobre las temáticas abordadas en el curso. El formato auditivo era también una forma de invitar a los alumnos a prestar atención no sólo a la palabra, sino a los sonidos que transitan por el cuerpo cuando éste forma parte de un paisaje sonoro. Por lo mismo, una parte del curso consistió en capacitarlos en cuestiones técnicas y en fomentar reflexiones críticas a partir de la información afectiva que transmiten los sonidos. Invitamos a mi pareja, Luis Felipe, y al artista sonoro Mauricio Orduña a darles una charla al respecto. Con ellos hablamos de los trayectos que emprenden los migrantes a través de los desiertos y la experiencia visceral para los que intentan sobrevivir el trayecto. Los estudiantes, muchos de ellos hijos de migrantes o indocumentados, intentaban dar cuenta del conocimiento corporal que producen los sonidos. El diálogo con Luis Felipe y Mauricio les permitía nombrar sus propias experiencias de vida. Desde esta inquietud uno de ellos preguntó si todos los silencios se parecen, si el silencio del desierto de Sonora es el mismo que el silencio del Sahara y si esos silencios se incorporan de forma similar a los cuerpos de las personas que transitan por sus dunas en búsqueda de oportunidades alternativas de vida.

La pregunta no sólo provocó una ronda intensa de opiniones, sino que me dejó   reflexionando respecto a las tonalidades de los silencios que se imprimen sobre la megatrópolis de la Ciudad de México. En los últimos años han sido dos silencios los que me han dejado huellas profundas —el silencio posterior al terremoto que sacudió la ciudad el 19 de septiembre de 2017 y el silencio de los primeros meses de la pandemia. Ambos son profundamente distintos. 

En cuanto al primero, yo no fui testigo del terremoto de 7.1 en la escala de Richter que muchos dicen se sintió con mayor intensidad que el de 1985, el temblor de hace casi cuatro décadas que destruyó partes de las colonias céntricas de la ciudad. En el momento en que se llevaba a cabo el movimiento telúrico de 2017 yo me encontraba volando por encima del Atlántico, de regreso a casa después de una breve estancia en Barcelona. Me enteré de lo sucedido pasando las diez de la noche, cuando en una escala de Bogotá abrí el whatsapp para avisarle a Luis Felipe que sólo me faltaba el último tramo del trayecto para estar con ellos. Me encontré con un mar de mensajes que saturaron la aplicación. Por unos escasos minutos, que se sentían terriblemente eternos, sólo alcanzaba leer palabras de peligro, de angustia, de llamadas urgentes pidiendo la confirmación de que estábamos bien y con vida. Por suerte nuestro edificio no sufrió daños pero en nuestra colonia y las aledañas se desplomaron varios. No sabía si iba a poder llegar al aeropuerto de la ciudad o si las pistas de aterrizaje iban a estar cerradas, tampoco sabía con qué me iba a encontrar llegando a nuestro departamento. El avión arribó pasadas las 3 de la mañana, hora en que la ciudad se suele encontrar en sus momentos de mayor quietud, sobre todo en un día martes como fue el caso. Y sin embargo el silencio nocturno era diferente al habitual. Era un silencio que no terminaba de desprenderse del shock, pero que ya se encogía frente al duelo inevitable. 

Dos años y medio después, un segundo silencio inusual invadió la ciudad, producto del confinamiento pandémico. Los autos dejaron de circular, los restaurantes y demás locales cerraron, nadie se desplazaba de un lugar a otro a menos que fuera absolutamente imprescindible. Mientras que en los días posteriores al temblor todos preferíamos estar en la calle, alejados de los edificios, en este caso la sensación de mayor seguridad frente al virus se daba en el encierro de los inmuebles. El silencio a inicios de la pandemia fue el   de una ciudad que contuvo su respiración sin saber si debía exhalar de manera pausada, o con la rapidez que requería seguir inhalando más oxígeno para así actuar desde la adrenalina de la sobrevivencia. Fue un silencio que se contrajo ante la incertidumbre.

Tiempo después, le describí a mi amigo Will los distintos registros corporales de los silencios en la ciudad. Él me hizo notar una posible explicación detrás de la diferencia. En el contexto del terremoto ya existía una memoria social, sabíamos lo que se podía esperar, conocíamos la tragedia por venir. No era la primera vez — ni será la última— que los habitantes de la Ciudad de México sentían la tierra sacudirse, existía un registro vivo de los efectos causados. Las vibraciones sonoras activan esa memoria corporal colectiva porque sus secuelas aún existen como huellas en la geografía urbana. Pero este no en el caso de la pandemia. Si bien la conquista de los pueblos originarios inicia en parte con la propagación de enfermedades contagiosas, no permanece un registro corporal de lo que aconteció en esos momentos de la historia. Ningún sobreviviente de esas epidemias en lo que ahora es la Ciudad de México vive en la actualidad, nadie es capaz de transmitir conocimientos encarnados de eventos pasados para dotar de sentido lo inmediato. Esas memorias subyacentes han sido sistemáticamente borradas de un presente que niega sus asentamientos coloniales. Por ello, el silencio del confinamiento obligatorio fue uno que emergió a partir de la ausencia de significados, es el precipicio que se asoma literalmente al vacío. 

* * *

Cuando Camilo era bebé, y sus movimientos se expresaban con sonidos y entonaciones, él no tenía noción de lo que representaba un peligro. Mi tarea como madre consistía en usar mi cuerpo como un suave muro de contención, en colocar almohadas para acolchonar los posibles golpes contra la esquina de un mueble o cerrar el barandal para que no se cayera por las escaleras de una casa. Pronto me di cuenta de que estos contornos, en lugar de restringir sus movimientos, le daban mayor libertad para explorar. Se convertían en los referentes que impulsaban su desplazamiento. Le permitían navegar en lo que era su equivalente al altamar porque no perdía de vista la ubicación de su costa. Así también funcionan los significados en el lenguaje. Sin un referente relacional todo significado se pierde porque flota en medio del océano. Provoca un impulso reactivo de agarrarse de cualquier elemento que permite establecer un norte, sea mediante un acto de desesperación basado en la angustia del oleaje, o manteniendo la calma frente a un horizonte que se asoma entre las tonalidades casi imperceptibles de un azul verdoso. 

En su ensayo, “Nunca vi un sonido”, el compositor R. Murray Schaffer escribe que, “No tenemos párpados en los oídos” por lo mismo, “no existe el silencio para los vivos… Estamos condenados a oír.” El sentido del oído no se puede cerrar de manera deliberada como la vista. Esta imposibilidad de apagar los sonidos nos condena a oír en todo momento. Por lo mismo, el estar inmersos en una ecología auditiva eterna nos obliga a ser selectivos, sea de manera arbitraria o deliberada. En determinado momento existen sonidos que la mente desplaza al trasfondo de lo auditivo mientras selecciona los que quiere o debe escuchar. Cuando ese (no) silencio amplifica una temporalidad sin paréntesis, cuando nos encontramos ante el precipicio, esa selección posibilita transitar del verbo oír al acto de escuchar. En el trayecto empezamos a crear nuestros propios significados y a vincularlos a memorias corporales.

Cage nos demuestra en 4’33’’ que occidente disciplina la mente a privilegiar los sonidos intencionales, los instrumentos que sobresalen en un concierto, lo que tiene el volumen más alto. Por lo mismo, el silencio incomoda, es profundamente inquietante. En muchos contextos surge la pulsión por rellenar de cualquier ruido el vacío, de llenarlo de respuestas rápidas e intentos desesperados. Ante la incertidumbre que provoca el silencio alargado de la pandemia la propulsión social ha sido la sobreproducción, a llenar los días de reuniones en las plataformas virtuales y con un sinnúmero de mensajes de audio por whatsapp. 

Al mismo tiempo, este impulso de occidente va de la mano con la imposición de espacios de calma sonora, que obligan a que todo ruido se diluya para privilegiar sólo los sonidos intencionales. Cuentan que en medio de la selva amazónica de finales del siglo dieciocho, el público de los conciertos del teatro de ópera de la ciudad de Manaos en Brasil se quejaba de que debido al ruido externo no podían apreciar los conciertos. La principal fuente de contaminación auditiva eran las pezuñas de los caballos y el andar de los carruajes. La solución consistió en cubrir de caucho las calles empedradas. Los ruidos se amortiguaban por un exceso de caucho, el caucho de las ruedas sobre las calles forradas de caucho. La música se hizo posible volviendo muda la violencia subyacente, la extrema crueldad asociada a la fiebre de extracción de la goma. Elevar los sonidos deseables por encima de los indeseables, de descartar lo clasificado como sobrante, lo que estorba, descansa sobre el acto violento. 

En su libro, Speaking into the Air, John Durham describe los profundos cambios que surgen con el fonógrafo, cuando la máquina detiene los sonidos para que permanezcan en una grabación. Éstos dejan de ser efímeros, pasan de ser el vapor que se disipa en el aire a habitar el mundo de los espíritus. El sonido grabado es un sonido que no responde, sólo se reproduce, no tiene cuerpo. En contraste, el acto de maternar encarna el sonido, lo integra nuevamente por medio de su capacidad de escucha, incorpora cada oscilación auditiva a la memoria para seguirlos ajustando a partir de los significados creados. Si todo lo que vibra suena, si el sonido es el resultado de las ondas que transitan por el aire o el agua, entonces el acto de escuchar en movimiento activa la potencia de esa propagación. 

Las reflexiones de la maternidad que habita el tiempo extendido alejado de la contemplación me llevan a preguntar acerca del acto de escuchar más allá del contenido de la palabra. Quizás en sus respuestas encontramos claves para transcender las condiciones de la pandemia. ¿De qué vibraciones están hechos los impulsos que surgen de la intuición? ¿Cómo son las ondas de los afectos? ¿A qué suena el cuidado?¿De qué están hechos los sonidos que nos alimentan frente a la incertidumbre? ¿Sobre qué planos descansan sus resonancias?

* * *

El (no) silencio del bebé llorando en el performance de Friera resulta inseparable de los flujos cotidianos disciplinados por la permanencia de la pandemia. El llanto es un sonido que sin duda requiere ser atendido. Puedes calmar el malestar de un bebé, pero durante la pandemia hubo tantos llantos que no tenían bálsamo, tantos llantos desbordados sin posibilidades de arroparlos con algo de calma. Fueron meses de vivir en esa profunda angustia en que los cuidados resultan insuficientes. Un día me alteré de los nervios porque escuchaba un aullido parecido a cuando alguien se está ahogando en un llanto incontrolable. Le dejé un mensaje de voz a un vecino preguntándole quién había muerto, quién estaba en duelo en nuestro edificio. Me explicó que lo que escuchaba eran los sonidos de un perro berrinchudo que quería salir a pasear a la calle con su dueño, no había de qué preocuparse. Yo oía dolor donde no lo había. 

Pasaron las semanas. Una noche me desperté inquieta por un sonido que no lograba descifrar. Me volví a dormir antes de ponerle nombre. La siguiente noche pasó lo mismo. Algún sonido me inquietó tanto que se me evaporó el sueño. En esa segunda ocasión me di cuenta de que lo que escuchaba era la absoluta quietud de la calle. Habían transcurrido tantas noches saturadas por el sonido de las sirenas de las ambulancias que fue su ausencia la que me despertó. Esa noche me costó conciliar el sueño, el silencio me hizo un nudo en la garganta que ni siquiera las lágrimas conseguían aflojar. Empecé a escanear los sonidos de mi entorno para elegir uno al cual dirigir mi atención. Me dejé llenar por el impulso meditativo, me enfoqué en mi propia respiración, pero los sonidos de mi cuerpo que inhalaba y exhalaba se confundían con los de Luis Felipe y los de Camilo, quien se había pasado a nuestra cama y ahora dormía plácidamente entre los dos. Un concierto a tres tempos provocado por el aire transitando de un par de pulmones a otro. Me convertí en sonido en el destiempo sincrónico y desde ese presente por fin pude descansar.

viernes, 17 de diciembre de 2021

Walt Whitman”






“Creo que podría transformarme y vivir con los animales.

¡Son tan apacibles y dueños de sí mismos!

Me paro a contemplarlos durante tiempo y más tiempo.

No sudan ni se quejan de su suerte,

no se pasan la noche en vela, llorando por sus pecados,

no me fastidian hablando de sus deberes para con Dios.

Ninguno está insatisfecho, a ninguno le enloquece la manía de poseer cosas.

Ninguno se arrodilla ante otro, ni ante los congéneres que vivieron hace miles de años.

Ninguno es respetable ni desgraciado en todo el ancho mundo.



Pasaje de

La conquista de la felicidad





jueves, 9 de diciembre de 2021

Solo deseo ser una sensibilidad, Virginia Woolf por calledelorco






La única manera que conozco de arrancar de nuevo la escritura es leer buena literatura. Es un disparate pensar que se puede crear buena ficción a partir de materiales sin elaborar. Una debe salir de la vida, situarse en su borde exterior, y concentrarse en un punto, reunir muchas partes dispersas en un personaje, enseñarle a vivir en tu cerebro. Cuando llega una visita soy Virginia, pero cuando escribo soy apenas una sensibilidad. Claro que me gusta ser Virginia, pero solo cuando mi disposición es sociable. Y ahora solo deseo ser una sensibilidad.

Virginia Woolf
Escenas de una vida: matrimonio, amigos y escritura
(Una selección de los diarios a cargo de Gonzalo Torné)
Traducción: Gonzalo Torné
Editorial: Clave intelectual






jueves, 2 de diciembre de 2021

El deseo de escribir algo, Juan José Saer por calledelorco






Por el gusto de escribir algo: después de muchos día de silencio escritural me ha asaltado en el baño, mientras me lavaba las manos, antes de irme a acostar, el deseo de estar, a la luz de a lámpara, escribiendo. Deseo de escribir; no de decir algo. Pero deseo, también, de escribir en tanto que escritor: sin que ninguna razón, como no sea el deseo de estar a la luz de la lámpara, escribiendo, haya motivado mi acto. Mecerme en el equilibrio infrecuente y perecedero de la mano que va deslizándose de izquierda a derecha, oyendo los rasguidos de la pluma sobre la hoja del cuaderno, victorioso por haber comprendido por fin que el deseo de escribir es un estado independiente de toda razón y de todo saber, liberado de toda exigencia de estructura, de estilo o de calidad, y lleno del silencioso clamor de las palabras que no son de nadie, que nadie puede acumular ni guardar para sí –la voz del mundo y de cada uno que resuena a través de mí en la noche apacible–. Cada vez que este deseo me viene, trae consigo la validez del universo entero y la de esa partícula sin nombre del universo que soy yo mismo.

Juan José Saer
Papeles de trabajo, Borradores inéditos
Editorial: Seix Barral





lunes, 29 de noviembre de 2021

“Gracias, Almudena”, de los lectores

Pablo Ximénez de Sandoval


Almudena Grandes, con sus lectores en la Feria del Libro de Madrid en 2009.

Almudena Grandes, con sus lectores en la Feria del Libro de Madrid en 2009. / CRISTÓBAL MANUEL

Manuel I. Lalín, librero de O Carballiño (Ourense), se fue con su pareja hasta la Feria del Libro de Madrid en 2016 e hizo la cola para poder conocer a su admirada Almudena Grandes. Estuvo 20 minutos con ella, se dieron abrazos y se llevaron libros dedicados. “Poco más puedo decir. Mientras la emoción me aprieta y arrebata por dentro”, escribe este lunes. Lo cuenta hoy en una carta al periódico. Isabel Lorenzo, profesora de instituto de Madrid, la vio un día por la calle Churruca. En otra ocasión, ella le firmó Inés y la alegría. Y en la noche del 15-M pudo intercambiar unas palabras con la escritora. “Tus lectores te vamos a echar infinitamente de menos”, escribe. Guillermo Piquero Jiménez, de Avilés, se presenta como “humilde lector” y dice: “Como miles que hoy estarán desolados, quiero darle las gracias por su brillante legado literario”. Y José Francisco Tomás Bernal, de Elche (Alicante), escribe: “Dejas huérfanos a miles de lectores, y a mí, con las ganas de darte un beso, un abrazo, agradecerte que me hicieras sentir. No te conocí personalmente, pero a través de tus palabras siento que sí lo hice un poquito. Gracias, Almudena”.

Son unos pocos ejemplos de las cartas que los lectores de Almudena Grandes han enviado a la redacción. La escritora falleció el sábado 27 de noviembre víctima de un cáncer. Había anunciado su enfermedad a los lectores a principios de octubre en su columna fija de El País Semanal: “Todo empezó hace poco más de un año. Revisión rutinaria, tumor maligno, buen pronóstico y a pelear”. Su muerte apenas mes y medio después deja un vacío inmenso en la literatura contemporánea española y en las páginas de EL PAÍS, donde colaboraba regularmente (todas sus columnas están en este enlace). En este boletín recogemos hoy, aparte de las cartas emocionadas de sus lectores, algunos de los artículos con los que sus amigos y compañeros de profesión han despedido a Almudena Grandes estos días:

Marta Sanz escribe Almudena: “Aún no puedo creer esto que nos ha sucedido ni sé medir la dimensión de esta pérdida, pero estoy segura de que a ella le habría gustado vernos felices”.

Felipe Benítez Reyes escribe Almudena Grandes: nuestra Almu: “Lo mismo remataba una novela memorable que improvisaba en su casa, en un abrir y cerrar de ojos, una comida para una multitud, por la simple celebración del estar juntos”.

Juan Cruz escribe Una historia de amor: “Almudena Grandes le dio literatura al periodo más grave y delicado del siglo XX”.

Pepa Bueno escribe Almudena Grandes: compartir la alegría: “Si Almudena te quería tenías la impresión de estar a salvo. Su afecto era algo casi material que se levantaba ante ti como un muro que te protegía de las inclemencias de la vida”.

Lola Pons escribe Almudena es nombre de novela: “Aterrizo aquí un lunes sobrecogida por el doloroso hueco que deja la escritora madrileña. Para mí, su nombre sonaba al aire fresco y vital de Rota y su escritura me removía como una ventolera”.



viernes, 26 de noviembre de 2021

Se crea únicamente hacia el futuro, Marina Tsvietáieva por calledelorco




"Amo el arte, pero no el arte contemporáneo" — éstas no son las palabras que únicamente puede pronunciar un pequeñoburgués sino que, a veces, también pueden ser las de un gran artista, pero en ese caso se refieren invariablemente a una esfera del arte que le es ajena, por ejemplo, las palabras de un pintor acerca de la música. En su misma esfera el gran artista es inevitablemente contemporáneo, el porqué — lo veremos más adelante.

No amar una obra de arte es, en primer lugar y principalmente, no reconocerla: no reconocer en ella lo ya conocido.

El primer motivo para no aceptar una obra de arte es la falta de disposición hacia la misma. La gente de pueblo, en la ciudad, tarda mucho en comer nuestros platos. Al igual que los niños que no comen los guisos nuevos. Giran la cabeza automáticamente. No veo nada (en este cuadro) y por eso no quiero mirar — pero para ver, precisamente hace falta mirar, para ver algo en él hay que observarlo atentamente. Es una falsa esperanza del ojo, que está acostumbrado a ver desde la primera mirada, o sea, como antes, la huella de unos ojos ajenos. No llegar a saber sino reconocer. En los ancianos el cansancio (que es también el retraso), en el pequeñoburgués el hecho preestablecido, en el artista, que no ama la poesía contemporánea — es una obstrucción (de la cabeza y de todo el ser). En los tres casos el miedo al esfuerzo, es algo que se puede perdonar —  hasta que no se emitan juicios.

El único caso digno de respeto, o sea el único motivo legítimo de no aceptar una obra, es no aceptarla con pleno conocimiento. La conozco, sí, la he leído, sí, la reconozco pero prefiero (supongamos) a Tiutchev antes que a otro, quiero mi sangre y mis pensamientos, es más afín a mí.

Cualquiera es libre de elegir a sus preferidos; mejor dicho, nadie es libre de elegirlos: sería feliz, supongamos, amando mi siglo más que el siglo pasado, pero no puedo. No puedo y no estoy obligada. Nadie está obligado a amar, pero todo aquel que no ama está obligado a conocer: primero —  aquello que no ama; segundo —   por qué no lo ama.

Tomemos el más extremo de los casos, la aversión del artista por su propia obra. Mi época me puede desagradar, yo me puedo dar náuseas a mí misma, ya que yo soy ella (mi época), y diré más (¡ya que suele ocurrir!): una obra ajena, de un siglo que no es el mío puede serme más querida que mi propia obra —   y no por su fuerza, sino por su afinidad. Para una madre un hijo ajeno puede ser más querido que el suyo propio, que se asemeja a su padre, o sea a su época, pero yo estoy condenada a mi hijo —  al hijo de mi tiempo —  por más que quisiera no podría engendrar otro. Es la fatalidad. No puedo amar a mi propio siglo más que al precedente, pero crear otro siglo diferente al mío tampoco puedo: lo creado no se puede crear y se crea únicamente hacia el futuro.

Marina Tsvietáieva
"El poeta y el tiempo"
Traducción: Reyes García Burdeus
Editorial: Ellago




lunes, 22 de noviembre de 2021

Si me repito no me divierto, Italo Calvino por calledelorco






Ya ve usted que venir a entrevistarme sobre el tema del éxito es un poco como llamar a la puerta equivocada porque el escritor de éxito es el que cree intensamente en sí mismo, en su propio discurso, en la idea que lleva en la cabeza y que sigue adelante por su camino seguro de que el mundo le seguirá. Por el contrario, yo siempre siento la necesidad de justificar el hecho de que escribo, el hecho de que impongo a los demás algo que extraigo de mi cabeza y de lo que siempre estoy inseguro e insatisfecho. Ahora no hago una distinción moral: el escritor seguro de su propia verdad también puede ser moralmente admirable e incluso heroico; lo único que no es de admirar es explotar el éxito y seguir yendo al encuentro de las expectativas del público de la manera más fácil. Yo esto no lo he hecho nunca, aun sabiendo que en mis lectores podía provocar desconcierto y que podía perder una parte de de ellos por el camino.

Ahora que tengo sesenta años ya he comprendido que la misión del escritor es hacer sólo lo que sabe hacer; para el narrador es contar, representar, inventar. Hace muchos años que dejé de establecer preceptos sobre cómo se debería escribir. ¿De qué sirve predicar un cierto tipo de literatura u otro si luego las cosas que se te ocurre escribir a lo mejor son completamente distintas? He empleado un poco de tiempo en comprender que las intenciones no cuentan, cuenta lo que uno realiza. Así, este trabajo literario se convierte también en un trabajo de búsqueda de mí mismo, de comprensión de lo que soy.

Me doy cuenta de que hasta ahora he hablado poco de la diversión que se puede sentir al escribir: si uno no se divierte al menos un poco, no puede salir nada bueno. Para mí hacer cosas que me diviertan quiere decir hacer cosas nuevas. Escribir es en sí misma una ocupación monótona y solitaria: si uno se repite, es presa de un desaliento infinito. Claro, hay que decir también que la página que parece haberme salido más espontánea me cuesta una fatiga enorme; la satisfacción, el alivio suelen llegar después, a obra terminada. Pero lo que importa es que se diviertan los que leen, no que me divierta yo.

Creo poder decir que he logrado llevarme conmigo al menos una parte de mi público, aun escribiendo cosas nuevas; he acostumbrado a mis lectores a esperar de mí siempre algo nuevo. Mis lectores saben que las recetas ya probadas no me satisfacen y que si me repito no me divierto.

Italo Calvino
"Entrevista de Felice Froio. Detrás del éxito"
Ermitaño en París
Traducción: Ángel Sánchez-Gijón
Editorial: Siruela




domingo, 21 de noviembre de 2021

Tocar/ reflexiones sobre los sentidos y la pandemia Mariana Mora


Pocos meses antes de la pandemia, los periódicos publicaron fotos satelitales tomadas por la NASA que a primera vista parecían registrar la ubicación luminosa de los grandes centros urbanos esparcidos por el sur del continente americano. Pero los puntos de luz carecen del tono frío blanco característico de la concentración eléctrica en las ciudades, por el contrario su tono rojizo se aproxima a las brasas de una fogata. Ciertamente evidencian mundos en llamas, regiones enteras de Amazonas que entre agosto y septiembre de 2019 fueron consumidas por incendios, muchos provocados por ganaderos campesinos buscando ampliar sus potreros de la manera menos costosa para ellos. Los mapas son el registro visual de una exacerbación de prácticas que ya tienen tiempo imprimiendo sus huellas en la selva.

Poco después, desde el auto-aislamiento pandémico en su aldea al lado del Río Doce en el estado de Minas Gerais, el filósofo, escritor y ecologista del pueblo Krenak, Ailton Krenak, publica un ensayo titulado, Amanhã não está à venda [El mañana no está a la venta]. Señala que la presencia del virus es una profunda llamada de atención que la madre tierra le hace al hijo cuyos actos están provocando un desbalance tan extremo que desde el espacio son evidentes. Escribe que nos damos cuenta de ello porque el virus no está afectando a todos los seres de la tierra. “El melão-de-são-Caetano continúa creciendo al lado de mi casa. La naturaleza sigue. El virus no mata pájaros, ni osos, ni ningún otro ser, sólo a los humanos”.  Es a nuestra especie que el virus quiere detener quitando nuestro oxígeno, de la misma forma que la humanidad mediante su acelere mecánico está vaciando al planeta del elemento que hace cientos de millones de años liberaron los estromatolitos, lo que a su vez produjo la atmósfera que desde entonces posibilita la vida terrenal. 

Los efectos que detona el virus espejean las acciones de la humanidad, no sólo a partir de su principal afectación en el cuerpo, la respiración, sino también a partir de una esfera menos evidente, el aislamiento social que evita el contagio. Krenak señala que el confinamiento involuntario que pretende contener el virus no es algo novedoso. Su pueblo ha vivido una distancia forzosa y deshumanizada desde que los blancos llegaron, les arrebataron sus territorios, y los apartaron en una reserva de apenas 4,000 hectáreas. Imponer alejamientos para impedir el contacto entre humanos forma parte de las conquistas prolongadas cuyo andamiaje etiqueta como un peligro para la civilización a pueblos catalogados como más próximos a los animales. “Ahora ese organismo o virus parece estar cansado de la gente, parece que quiere separarse de la gente [y separar a la gente] de la misma forma que la humanidad se quiso separar de la naturaleza”. En su ensayo, Krenak señala que la atomización de individuos para evitar la propagación del Covid-19 es tanto un efecto como un reflejo de las profundas rupturas de las relaciones entre seres que provocó que la enfermedad circulara por el mundo humano. 

La pandemia vino a resaltar estas rupturas desde lo más minúsculo de lo cotidiano, en la carencia de abrazos, en la ausencia de todo contacto físico entre las personas, salvo en las pequeñas comunidades rurales que se auto-aislaron y en la reducida esfera de la familia nuclear o de pequeñas agrupaciones de individuos que formaron “burbujas” en centros urbanos. El filósofo insiste que la Madre está siendo amable, no nos está ordenando como humanidad, sólo nos está pidiendo un poco de silencio, una pausa para reflexionar sobre el camino emprendido y sus consecuencias colectivas. 

¿Si la pandemia generó la imposibilidad de acercarnos con-el-tacto, con qué tacto reestablecemos los vínculos entre nos?  

* * * 


El escritor francés, Jean Genet filma en 1950 su única película, Un chant d’amour [una canción de amor] cuya trama se centra en el confinamiento solitario que viven distintos presos varones, incluyendo los que provienen de las colonias francesas en el magreb y en la región sub-sahariana del continente africano. En cada celda de la prisión desértica los presos están inmersos en fantasías eróticas mientras acarician sus propios cuerpos. Dos de ellos intentan atravesar un muro casi impenetrable para así trascender la imposibilidad de una expresión amorosa al prójimo. El primero, un hombre argelino frota su cuerpo contra la pared que lo separa del objeto de su deseo, su cachete raspa el adobe, su puño golpea el muro para llamarle la atención al que vive del otro lado. El segundo, un joven francés baila solo, marca los pasos de una canción que sólo él es capaz de escuchar. Mantiene los ojos cerrados. Por momentos seduce con las yemas de sus dedos una imagen tatuada en el hombro o extiende su brazo por la ventana en búsqueda de un ramo de flores que su amado tras-celdas lanza desde la suya. Después de numerosos intentos fallidos, ambos logran establecer un vínculo (in)directo por medio de un hoyo minúsculo en el muro. El preso argelino inhala el humo de un cigarro, lo sopla a través del pequeño hueco en el adobe. De su lado, el francés introduce una paja vacía alargada para poderlo recibir. Llena sus pulmones con el aire que hace escasos segundos flotaba en otra boca. Sostiene el humo hasta acostarse en su cama, con lentitud lo exhala y observa sus rastros mientras el aire denso se eleva lentamente por encima de su cuerpo, repasa los contornos de su piel como lo haría un amante. 

A pesar de ser censurado por años debido a su contenido explícito homosexual, Un chant d’amour, nos recuerda que en situaciones extremas la búsqueda de formas de tocar al otro y de dejarnos tocar por el otro ha sido muchas veces la única forma de sobrevivir. Es lo que evita temporalmente la muerte y la hace más tolerable. Quizás el impulso se debe a esa misma porosidad que caracteriza el tacto, extiende lo finito más allá de los límites que marca nuestra propia piel. De hecho, sentir ligeramente la presión de otro ser con el que queremos tener contacto emite señales a un nervio cerebral conocido como vago. Cuando este se activa las ondas cerebrales se relajan, e incluso la frecuencia cardíaca y la presión arterial disminuyen. De esa manera los vínculos que establecemos tienen implicaciones directas sobre cómo las enzimas y las hormonas transitan por nuestros cuerpos. Al mismo tiempo, el conjunto de lo que aparece ser una simple respuesta biológica influye en cómo moldeamos el entorno a partir de los movimientos de nuestros cuerpos. Diluye el entendimiento tantas veces repetido en occidente de que el individuo termina donde acaba nuestra piel y nos lleva a comprender que somos el efecto de las pulsiones afectivas que nos traspasan. 

El verbo tocar expresa la misma multi direccionalidad. Tocar proviene de la palabra en latín, tangere, que significa el acto de alcanzar algo o alguien. Pero la misma palabra se refiere a la posibilidad de ejercer una influencia sobre las cosas y sobre otros seres. Tocas a alguien y algo te toca, te afecta, deja una huella en tu ser independientemente de si tocó físicamente tu piel. Como parte de esta doble posibilidad de afectación, el español tiene una versión del latin tactus, que significa proceder con un sentido de prudencia frente a situaciones delicadas, pero que también se refiere al sentido del tacto. Durante la pandemia, cuando dejamos de poder tocar al otro se irrumpe el vaivén del tangere, nos quedamos sólo con la posibilidad de afectar nuestro entorno y a los que queremos, sin poder alcanzarlos. Nos transformamos en el humo que atraviesa el muro de adobe y une las celdas del confinamiento solitario. 

Al mismo tiempo, toda comunicación afectiva queda flotando en un sinsentido cuando el acto de cuidar se encuentra desarraigado del verbo tocar, cuando compartir la palabra con cariño carece de la posibilidad tangible de pasar los dedos por la piel de la otra persona, sentir su pelo, llevar su cabeza al doblez de tu cuello, entrelazar dedos. Aunque no soy médica y no lo podía salvar del virus que atacó sin piedad el tejido de sus pulmones, quería salir corriendo al hospital para tomar a mi tío Pepe de las manos, permitir que sintiera la sangre que corre por las venas de mis brazos, dejar que ese calor sobre su piel le diera algo de tranquilidad, algo de certeza de que no estaba solo, no lo dejaríamos solo. No encontraba otra forma de decirle lo tanto que lo queremos. Mi único recurso fue una serie de mensajes torpes y escuetos por el whatsaap. Nuestro hijo, Camilo, que aún está aprendiendo a escribir, enviaba a su abuelo Pepe emojis de corazones y de unicornios envueltos en un arcoíris. Ya nunca lo pudimos volver a tocar, pero su partida nos tocó tanto que las lágrimas escurren por mis cachetes mientras escribo esta frase.

Tuvimos que aprender a expresar los afectos alejados del con-tacto y a comprender que actuar con tacto implica evitarlo. Sin embargo, me sentía congelada por dentro. En la pandemia, durante mucho tiempo mis sueños recurrentes han sido de abrazos. En ellos encuentro a un amigo querido en un restaurante. Me dirijo inmediatamente a su mesa para poder envolverlo en mis brazos. O estoy en un coctel al aire libre justo a la hora del crepúsculo, cuando los tonos anaranjados iluminan los rostros de amigas, a quienes abrazo con singular alegría y unas cuantas carcajadas. Después de este tipo de expresiones de descontrol espontánea siempre me siento profundamente culpable. Hasta mis sueños son invadidos por el pavor de que por una necesidad vital mía pude haber contagiado a alguien. Tal ha sido mi temor que cuando vi a mis papás por primera vez en mucho tiempo pasaron semanas sin que yo me atreviera a siquiera tocarlos, mucho menos abrazarlos. 

Después de una serie de ataques de pánico le pedí a mi vecina Marcela que me acompañara a hacer ejercicios de relajamiento. Cada una abrió la puerta de su departamento que da a dos balcones separados por un cubo interior. A través de los tres metros de aire que nos separaban, Marcela dirigió nuestros estiramientos. Yo la seguía con la disciplina que tiene cualquier persona que quiere escapar de una prisión emocional. Poco a poco sentí mi cuerpo suavizarse por dentro, entró en un deshielo pausado, soltó las cuerdas tensadas. Lloré en parte de alivio pero sobre todo porque en realidad lo que necesitaba era su abrazo. 

Durante los peores meses de confinamiento, una anciana de 96 años le pide con urgencia una cita a un terapeuta porque no sabe cómo comunicarle a sus familiares lo que para ella es indispensable. ”Necesito que me vengan a visitar, los necesito tocar”. Se queja de que no la entienden, ni le hacen caso. Ellos responden que no la pueden ver porque la están cuidando. Lo que no entienden, insiste ella, es que “con estos cuidados me están matando”. 

* * * 


El filosofo coreano, Byung-Chul Han argumenta en su libro, La Salvación de lo bello, que el momento contemporáneo se define por una superficie lisa, sin costuras, ni rasguños. El mundo actual no es el muro de adobe rasposo que el preso argelino intentaba atravesar en la prisión desértica de la colonia francesa. Lo nuestro, argumenta Han, es un mundo sin textura, es la pantalla touchless de un Iphone que usamos para interactuar con los demás. En contraste a las cartas escritas sobre papel que tuvieron que pasar por muchas manos para llegar a su destino, desde el celular no tocamos nada que en cadena haya sido tocado por otra persona. Dejarse tocar desde lo touchless, reduce lo sorpresivo a un ¡wow! carente de profundidad. Para recalcar el punto, Han retoma a Roland Barthes cuando escribe que el tacto es el más secular de los sentidos. En contraste a la magia de la vista, el tacto es terrenal, desmitifica la existencia. El tacto es incapaz de asombrarse. Cuando leo sus palabras no puedo dejar de pensar en el deseo masculinizante que se erotiza frente a lo inaccesible, mientras que el acto de tocar lo vincula a los impulsos de poseer y de dominar. Sin duda, desde está expresión lo terrenal pierde su esencia mística. 

La pandemia nos ha mostrado un sin número de contraejemplos. En respuesta a una petición colectiva urgente de recuperar el tacto, las enfermeras en el asilo de ancianos Viva Ben en São Paulo, Brasil, diseñaron una “cortina de abrazo”, una cobertura lisa hecha de bolsas de plástico que envuelve a las personas. Fue la manera en que Rosa, una señora de 85 años, logró sentir un abrazo por primera vez en cinco meses, en este caso, de su enfermera Adriana. La foto de Mads Nissen, ganador del premio World Press foto 2021, capta el momento del encuentro. El fondo, hecho del mismo tipo de bolsa negra que se utiliza en la cortina inventada, resalta en un primer plano las expresiones de ambas. El cuerpo de Rosa se funde en el de Adriana, mientras que el gesto de la enfermera comunica un cariño explosivo. La magia del encuentro es una respuesta a los argumentos que descansan en la secularización del tacto. ¿Qué puede ser más asombroso que comprobar con un abrazo la existencia? 

El encuentro entre Rosa y Adriana insiste en que a pesar del virus, a pesar de una superficie lisa plastificada, es posible reestablecer el contacto. Al mismo tiempo resalta que aún en pandemia los cuidados no se pueden ejercer alejados del acto de tocar, ni mucho menos desvinculados de los afectos. Por eso Silvia Federici nos recordó décadas atrás de la imposibilidad de mecanizar las actividades del cuidado. El trabajador se puede liberar de la obligación laboral de ensamblar un auto en la fábrica cuando él es reemplazado por un robot, pero un robot no puede atender las necesidades de un enfermo, ni limpiarle la herida a la niña que se raspa su rodilla a la hora del recreo. Millones de niñes pasaron por lo menos un año escolar pandémico frente a la computadora, pero ninguna aplicación puede sustituir la enseñanza de una maestra o de un maestro en el aula. 

Los cuidados fueron un tema que por teléfono conversé a fondo con Vicky, una amiga que vive en las afueras del pueblo de Ocosingo en el estado de Chiapas. La busqué para saber cómo estaban viviendo en las comunidades Tseltales la pandemia. Vicky explicó que durante los tiempos de encierro, “algunas mujeres empezaron a criar pollos y así tenían huevos para repartir y nadie tenía que ir al mercado. Otras regalaban comida para la gente que lo necesitaba. Nos dedicamos a sembrar verduras en el solar de la casa. Así podíamos tener algo de alimentos, sin tener que salir a ningún lugar.” Me contó que estas medidas se activaron porque fueron los mecanismos que las comunidades implementaron para protegerse de las acciones de contrainsurgencia del ejército mexicano en su guerra contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) después de 1994. En ese entonces, al igual que ahora, recordaron las abuelas que cuidarse empieza con la salud, con el intercambio recíproco de alimentos tan básicos como el huevo y la tortilla, pero también compartiendo plantas medicinales y curaciones en los baños de temazcal. Esas plantas, esos alimentos, junto con la tierra y sus nutrientes que las dan vida enlazan a las personas independientemente de si el vínculo es directo. Sostienen las conexiones más allá del tacto. 

Por mi parte le compartí que los cuidados tuvieron como nodo central nuestro pequeño territorio casero que fue tomando formas inesperadas tras el ir y venir de nuestros pies. Me di cuenta de tanto movimiento por los cambios de textura y temperaturas que sentía al pasar de la duela de la sala al frío del azulejo del baño, regresar a lo templado del piso de madera de las recámaras para después transitar a lo fresco del cuarto de lavado. Dicha circulación por el espacio reflejaba las tareas sin fin de cocinar, lavar platos, comer, lavar la ropa, tenderla, recoger los juguetes y libros esparcidos por el espacio, cocinar de nuevo, lavar trastes de nuevo, y a momentos sentarse frente a la computadora para intentar cumplir con responsabilidades profesionales. A su vez, el ir y venir en pocos metros cuadrados se extendía a redes densificadas que se interconectaban entre sí. Cruzábamos el pasillo para intercambiar con los vecinos verduras, pan, y a veces algún guiso que nos había salido particularmente bien. Caminábamos kilómetros para entregarle alimentos preparados a amigas cuyos bebés nacieron en pandemia. Se los dejábamos en la entrada de sus casas para así mantener la distancia en el gesto de cercanía. 

Los cuidados en casa integraron a las plantas y a los animales. Compramos lo menos posible en el supermercado para ir a los tianguis de agricultores que venden frutas y verduras cultivadas y cosechadas cerca de la ciudad. Luis Felipe contagió a Camilo del gran amor que le tiene a las plantas, a tal grado que hasta la fecha padre e hijo trabajan juntos en podar, trasplantar y regar todo lo verde que vive con nosotros. También le propuso a algunos amigos que Camilo fuera el niñero de sus perritos. Fue así como NdaA tnoA (1) , Nayo y Cali llegaron a quedarse en casa o a pasear con él por la glorieta. Durante días, una tortolita herida vivió entre las macetas del departamento, engordó tanto que por fin salió volando a instalarse en las ramas de una jacaranda. Hasta un gusanito que llegó a nuestra casa enterrado en la cáscara de una toronja se volvió huésped. Durante meses Camilo decía que seguía viviendo entre la basura orgánica. Lo saludaba por las mañanas y me preguntaba cuándo su amigo gusano se iba a convertir en una mariposa para poder acariciarle sus alas.  

Cuidarnos y cuidar-entre-nos emerge de los hilos que tejen lo cotidiano. Las telarañas, más que una evidencia de acumulación de polvo y de desatención del tiempo, son la vitalidad que habita nuestro entorno. Saberse parte de redes minúsculas, muchas de ellas imperceptibles, que en su conjunto balancean la vida-existencia suavemente en el aire es quizás uno de los principales aprendizajes que me ha otorgado la pandemia. Dado que no podía abrazar a los demás estuve muy consciente de todo lo que sí podía tocar, de lo que me tocaba, de todo lo que llegaba a nuestra casa después de haber pasado por una cadena de tierras, de caminos, de manos y de pies. ¿Es posible que estos gestos de tocar lo que nos cuida y cuidar tocando permiten remendar las heridas que nos ha dejado la pandemia? ¿Podrían ser una forma de acariciar y suavizar todo lo que duele?

* * * 

Lo pregunto porque la pandemia también ha tenido su lado B, todo lo que no queremos tocar y sin embargo nos toca enfrentar.

En medio de los peores momentos del encierro recordé una conversación que tuve hace mucho tiempo con un amigo después de que él navegó en un velero alrededor del mundo. Tras semanas de contemplar en un loop sin fin el mismo horizonte que fundía los tonos de azul del cielo con los del agua marina, él empezó a soñar despierto en altamar. La falta de estímulos externos hizo que sus sentidos se volcaran hacia dentro, que tocara sus paisajes interiores. Por supuesto salieron sus fantasmas y demonios. Pero se encontraba en un barco en medio del Atlántico, no había por dónde escapar, ni como salir nadando a tierra firme. Se tuvo que acostumbrar, acomodar y transitar por esas presencias. 

Algo parecido me sucedió entre las cuatro paredes de nuestro departamento. Temores hasta entonces desconocidos se colaron entre el silencio y el aislamiento social. En su momento, intuía que no había otra opción salvo transitar por la caída libre que implicaba la proliferación del virus, la multiplicación de sus afectaciones y el contagio de la incertidumbre absoluta. ¿Pero qué tocar ante el vacío? ¿Cómo dejarnos caer, tomadas de qué manos, agarradas de qué certezas? Experimenté una sensación de fragilidad que en su momento asociaba con la debilidad, con la duda, con el parálisis. El conjunto de miedos tomaron formas de apariciones que se hacían presentes en los momentos menos oportunos. Eran un estorbo que insistía en entrar por nuestra puerta, me sacaban el mal humor que se expresaba en las intolerancias y reacciones cortantes frente a las peticiones cotidianas de Camilo y Luis Felipe. Por meses fui capaz de evadirlas hasta que me enfrenté con ellas en la obra de la pintora, Magali Lara, “Toda historia de amor es una historia de fantasmas”, en la Galería 526 del Seminario de Cultura Mexicana en octubre de este año. 

La obra de Magali me interpela sin que el motivo pase por la palabra, quizás se debe a la invitación que nos hace de entrar en contacto con los paisajes interiores propios, no como espacios fijos de contemplación, sino como esferas desdobladas por las alteraciones que emergen de lo efímero, de lo maleable, y poroso. En una entrevista que le hace Carlos E. Palacios admite que a una edad temprana quiso ser escritora pero,  “lo que yo quería decir se llenaba de erratas como síntoma de un cuerpo que no controlaba, o no sabía qué decir. De ahí que las imágenes, o la simple visualidad de esos errores, me proporcionaran un lenguaje.” Por lo mismo, admiro en sus obras la textura a partir de los intentos por encima de sus resoluciones, de lo que toma forma a pesar del propósito, de lo que emerge entre los roces que provoca la acaricia al lado de la herida, de lo que el tacto rasguña en los pétalos traslúcidos de la amapola.

Las obras en esa exposición resaltan la presencia fantasmal de todo ello que somos aunque lo hemos perdido, de todo ensayo que se imprime sobre la piel y que posibilita la metamorfosis del cuerpo. Son imágenes que ocupan el espacio sin generarle peso. A momentos flotan, respiran el vacío. Se extienden, invaden y al mismo tiempo seducen. 

En otros momentos se expresan en formas de tonalidades tenues que se aproximan entre sí, generan una ligera presión sobre los contornos de otra forma sin diluirse y sin embargo los puntos de contacto modifican el entorno en su conjunto. 

Con Magali conversamos acerca de esos fantasmas que se asoman en la maternidad, en particular los conflictos que mi generación tiene frente a la imagen aún tan potente de la mujer abnegada. Tan peleadas estamos con ella que asumimos más de lo que somos capaces de soportar – en algunos casos no sólo la maternidad elegida, sino el involucramiento compulsivo en la crianza, a la par del cumplimiento de las exigencias profesionales y una vida social plena. Por lo mismo acabamos arropadas de nuevo en la fragilidad que buscábamos escapar. Cuidamos tanto que nos descuidamos y esto se agudizó durante la pandemia. En estos casos los fantasmas se asoman como la presencia sombría de las expectativas depositadas sobre nuestros cuerpos, en lo que pudimos haber sido pero no fuimos, de lo que fuimos y ya no somos, o lo que no soltamos como aspiración de lo que aún podemos llegar a ser. Nos acompañan no sin voluntad propia. De cierta forma estamos atadas a ellos porque difícilmente sabemos vivir sin su compañía, aunque intuimos que eso nos puede llegar a espantar. Están tan presentes que no nos damos cuenta de su existencia, son imperceptibles porque ocupan nuestro espacio, son las huellas que nos siguen tocando a pesar de los intentos de marcar distancia.

Cuando un carpintero pasó por la entrada de la casa colonial en la que yo vivía en el centro de San Cristóbal, Chiapas él anunció de inmediato, “está casa está llena de vida”. Conocía las leyendas que circulan por el pueblo y por lo mismo di por hecho que se refería a espíritus perdidos y desolados. Pero su comentario no provenía de un sentido esotérico, sino, como buen carpintero, de un sentido estrictamente matérico. 

“Está casa está hecha de adobe, es un material maravilloso porque cada ladrillo es tierra, y toda tierra contiene material orgánico. Durante mucho tiempo, incluso siglos, aunque el ladrillo se mantenga aparentemente quieto, por dentro se sigue acomodando, se sigue moviendo. Sigue viviendo. Lo mismo ocurre con la madera, se expande con las lluvias, se retrae en épocas secas. La casa tiene un movimiento interno, se sacude, se ajusta. Las casas respiran”. 

Ese día me quedé dormida imaginando mi propia respiración dentro de las inhalaciones y exhalaciones de mi hogar. Me preguntaba si al acompañarnos llegábamos en algún momento a entrar en una especie de sincronía, si llegaríamos a habitar las respiraciones del otro y cómo nos transformaría a lo largo de la noche. ¿Puede la presencia de los fantasmas ser la sombra vital que se aloja en un hogar? ¿En algún momento seré capaz de encontrar una simbiosis con los fantasmas que se asoman, se transforman y me transforman en pandemia? ¿Formarán parte del restablecimiento de los contactos perdidos? 

* * *

Los fantasmas también nos recuerdan, no sólo lo que habita en los muros de una casa, sino todo lo que habita por debajo de la superficie y de todo lo que se toca sin que seamos capaces de verlo. Desde hace décadas la bióloga Suzanne Simard empezó a indagar sobre las conexiones que se gestan entre las plantas, los árboles y los hongos en el bosque. Su curiosidad surgió al notar que cuando otras especies de árboles eran talados, morían o se enfermaban las especies de árboles que permanecían, aún cuando tenían más que suficiente luz y agua para sí mismos. Descubrió que bajo la tierra se dan conexiones complejas mediante una telaraña densa tejida por medio de los hilos de los hongos que se fusionan con las raíces de los árboles y las cubren. Forman una red de micorrizas que puede llegar a ser tan extensa que conecta a casi todos los árboles en un bosque. Por medio de está red se establece un intercambio constante, los hongos le ayudan a los árboles extraer agua, fósforo y nitrógeno, y los árboles le dan azúcares ricos en carbono que generan a través de la fotosíntesis. Los árboles más viejos y que tienen más acceso a luz pasan el carbono que producen a los árboles más jóvenes que habitan en sus sombras. Son intercambios recíprocos que no se reducen al flujo de nutrientes sino también permiten comunicar peligros, como una plaga, mediante alarmas químicas. Por medio de estas cadenas de contactos se establece un cuidado mutuo que posibilita la vida en su conjunto y rompe con el imaginario establecido por Darwin de la competencia individual entre los árboles. 

Quizás debajo de la tierra del bosque es donde encontramos algunas claves para remedar la tela vital deshilada que, como nos sugiere Ailton Krenak desde su casa al lado del Río Doce, posibilitó la propagación del virus. Quizás los hongos y las plantas son los que nos pueden enseñar a recuperar el impulso de tocar al otro y de dejarnos tocar por el otro como única forma de supervivencia colectiva. Y nos pueden mostrar cómo reestablecer el vaivén del tangere para no sólo alcanzar sino afectar todo lo que vive en nuestro entorno. Así es la mística de la simple existencia.


—————————

Imagen de portada: Magali Lara, tres oh, 2012.

(1) Frijol en chatino, una de las lenguas que se hablan en Oaxaca.