jueves, 20 de febrero de 2025

Leía desde la urgencia y el miedo, Herta Müller

De calledelorco en febrero 20, 2025

A lo largo de los años, leí tres tipos de cosas. Primero, lo que aparecía en los libros de texto y constituía lectura obligada en la carrera, textos que a mí personalmente no podían decirme nada. Por el hecho de ser lecturas obligatorias ya despertaban mi rechazo. Para conseguir respirar en aquel mundo, a lo que recurrías era a aquellos textos que no existían o que estaban prohibidos. Visto desde la perspectiva de hoy, sí que se puede trazar una línea para llegar —con un amplio rodeo— desde las baladas de Goethe y Schiller o los poemas de Heinrich Heine, que constituyen el canon de los estudios de Filología Alemana, hasta uno mismo, para que te digan algo. Pero para que esos dos puntos se unan y, además, salvando una distancia de cien años o más, los textos tienen que experimentar una transformación. A su vez, para que eso pueda darse, uno mismo tiene que estar en disposición de recibir, necesita espacio en la cabeza. Y yo no lo tenía. Quería algo directo, libros que le mirasen al tiempo en que yo vivía a los ojos. No de manera explícita, evidente, pero sí implícita. Leía desde la urgencia en la que te ponen los miedos, desde una mezcla de miedo a la vida y miedo a la muerte. Los servicios secretos entraban y salían de tu casa, cuando estabas fuera. Si querían que te dieras cuenta, dejaban sillas cambiadas de posición. Te ponías a comer y pensabas si la comida no estaría envenenada. Cuando, ya muy tarde por la noche, sonaba el ascensor, aguzabas el oído, no fuera a pararse en el quinto, en tu piso; no fueran a oírse pasos hacia la puerta. Te preguntabas si venían a buscarte o si tal vez no lo harían hasta el día siguiente, a plena luz del día. Y luego no es para tanto, luego solo te han citado para un interrogatorio, puedes ir al interrogatorio sola, cruzando el parque, de camino incluso puedes contrarrestar el miedo recitando poemas en voz alta al compás de tus pasos. Y cuando el ascensor, gracias a Dios, no se paraba en tu piso, podías seguir en tu casa y ponerte a leer un libro. Y la lectura iba desde las manos hacia la boca; yo leía como si me comiera las frases. A eso se le puede llamar cebarse de miedo. Cuando uno lee así, no adquiere ninguna formación, porque la formación es algo que se construye poco a poco. La formación es un depósito de conocimientos, porque cada cosa enlaza con la anterior. Yo leía despavorida, en una mezcla enloquecida de parar en seco y huir a toda prisa. Para cuando leía un libro, el anterior ya se había consumido por completo y sin dejar rastro en mi cabeza ni en mi estado mental. Leía por motivos que no tenían nada que ver con la literatura. Mientras leía, veía un poquito mejor cómo era posible vivir. En cuanto dejaba de leer, se me había olvidado. Al día siguiente, estaba de nuevo a cero. Los contenidos de los libros se me han olvidado en su mayoría. Lo que sí me quedaba, de quedárseme algo, era la indefensión ante la densidad de un texto. Eso sí es algo que me habla de una forma muy distinta a las palabras. Tampoco aprendí en absoluto cómo es eso de vivir, ni cómo es eso de leer, ni menos todavía cómo es eso de escribir. En mi caso, en lugar de “leer” —lesen—, se podría poner siempre leben, que es “vivir”; al fin y al cabo, solo hay que cambiar una letra. Del mismo modo que de schreien —gritar— a schreiben —escribir— también basta con añadir una letra.

Herta Müller
Siempre la misma nieve 
y siempre el mismo tío
Traducción: Isabel García Adánez
Editorial: Siruela


Mi único y constante consuelo, Charles Dickens De calledelorco en febrero 17, 2025


El resultado natural de un tratamiento semejante y continuado durante unos seis meses o más fue que me volví gruñón, sombrío y taciturno. Influía mucho en ello el hecho de que cada vez trataban de separarme más y más de mi madre. Estoy seguro de que me habría embrutecido por completo a no ser por una circunstancia.

Voy a relatarla. En una habitación pequeña del último piso, a la que yo tenía acceso por estar justo al lado de la mía, y en la que nadie se acordaba de entrar, había dejado mi padre una pequeña colección de libros. De aquella bendita habitación salieron, como una gloriosa hueste, para servirme de compañía, Roderick Random, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe. Gracias a ellos se conservó despierta mi imaginación y mi esperanza sobre algo mejor que aquella vida que llevaba. Ni ellos, ni Las mil y una noches, ni los cuentos de hadas, podían hacerme daño, pues lo que hubieran podido tener de nocivo para mí yo no llegaba a entenderlo todavía. Ahora me sorprende cómo hallaba tiempo en medio de mis sombrías preocupaciones para leer aquello. Y es curioso cómo me consolaban siempre en mis pequeñas pruebas (que a mí me parecían enormes) al identificarme con los caracteres favoritos de esos libros y al poner al señor Murdstone y a su hermana entre todos los personajes malos.

Al menos, durante una semana, fui Tom Jones, un Tom Jones infantil, inocente e ingenuo. Durante más de un mes estuve totalmente convencido de que era Roderick Random; lo creía por completo. También me entusiasmaron los relatos de viajes y aventuras (no recuerdo ahora cuáles) que había en aquella pequeña biblioteca, y, durante días y días, recuerdo haber recorrido mis dominios armado con un trozo de horma de zapato, creyéndome la más perfecta encarnación del capitán X, de la Real Marina inglesa, en peligro de ser atacado por los salvajes y resuelto a vender muy cara su vida. El capitán nunca perdía su dignidad, aunque recibiese bofetones por culpa de la gramática latina. Yo sí la perdía; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas de todas las lenguas, ya fuesen muertas o vivas.

Este era mi único y constante consuelo. Cuando pienso en ello, aparece siempre en mi mente una tarde de verano; los chicos jugaban en el cementerio y yo, sentado en mi cama, leía como si en ello me fuera la vida. Todas las casas de la vecindad, todas las piedras de la iglesia y todos los rincones del cementerio se asociaban en mi espíritu con aquellos libros y representaban alguno de los sitios hechos célebres en ellos. Yo he visto a Tom Pipes escalar al campanario de la iglesia, y he visto a Strap con su mochila al hombro descansando sentado encima de la tapia, y sabía que el comodoro Trunnion presidía un club con mister Pickle en la salita de la taberna de nuestra aldea.

Charles Dickens
David Copperfield
Traducción : Jaime Piñeir