jueves, 20 de septiembre de 2018

Andrea Köhler El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera







Traducido por: Cristina García Ohlrich
La vida está tejida por un hilo continuo de acontecimientos y esperas. «Esperar es una lata» –reza la primera frase del libro–, pero esperar es inevitable; es algo que hacemos constantemente: esperamos a que cese el dolor, a que nos respondan, a que se cumpla una promesa o a que estalle la risa después de un chiste; aguardamos en la consulta del médico, en la cola del supermercado o en la estación de ferrocarril.
Los ineludibles momentos de espera nos permiten valorar nuestro pasado pero también configurar el futuro. No hay crecimiento ni auténtico desarrollo sin espera, la recompensa exige siempre cierto retraso, la gratificación inmediata termina por dejarnos insatisfechos. En este ensayo literario, Andrea Köhler recorre pasajes clave de distintas obras del pensamiento y la literatura occidentales para hacernos ver que la espera es, seguramente, la más fundamental de las vivencias humanas. «Sin pretender ser un estudio filosófico de la pausa, este libro se escribe con la esperanza de poder señalar lo gratificante de la lentitud y la espera.»




martes, 18 de septiembre de 2018

Enrique Vila-Matas en diez puntos









1.- La obra entera de Vila-Matas se diría un homenaje a sí mismo, cuando es un homenaje a la mejor literatura. Su complicidad con las formas de autoficción no alcanza a la prevalencia de su complicidad con las obras ajenas.

2.- La materia literaria de su obra no es sino la literatura misma. Vila-Matas entiende mejor que nadie que literatura es connivencia con la literatura y comentario de la literatura. Su obra es un palimpsesto.
3. Su narrativa es un conjunto de historias abreviadas de la literatura, de historias de la literatura y de Historias de la literatura. Funciona como una maravillosa poliantea.
4.- Vila-Matas es hijo primogénito y privilegiado de la Vanguardia, de su ludismo crónico y de sus imprescindibles excentricidades. La bendita broma infinita.
5.- Transmuta su mitomanía literaria en mitografía literaria.
6.- No concibe la escritura sino como el final del alambique que destila sus lecturas. Nadie puede copiar su estilo: solo un genio puede citar sin descansar y que la cita exhiba el valor de su connaissance y no la torpeza del mero alarde huero.
7.- Léanse sus grandes libros como enciclopedias shandys: ontologías de la creación, reflexiones sobre la narración, barruntos sobre el valor infinto de lo que no se ha escrito aún, las virtudes del proceso frente al producto y las cualidades de la potencialidad frente a conclusión. Vila-Matas piensa en su arte. Vila-Matas piensa en el arte.


8.- De la solidez de una obra antojadiza, poliédrica, heteróclita, voluble y fragmentaria. El autor de Bartleby y compañía convierte la cultura en una seductora atracción fatal.
9.- De la escritura como una liturgia. De los géneros como invitación a incumplirlos. De su obra como perpetuo work in progress y como árbol genealógico que, con ramas, contiene todos sus libros. 
10.- Como Don Enrique dijo en una ocasión haciéndose eco de Don Vladimir, lo mejor de la biografía de un autor es la historia de su estilo. Y la historia de su estilo es como la naturaleza de su obra: un tobogán vertiginoso desde el que mientras piensas la literatura la ves pasar a tu alrededor.

Los Baroja en Italia











lunes, 17 de septiembre de 2018

El Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki:








“En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.” (…) “A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás”…






domingo, 16 de septiembre de 2018

Entrevista Giorgio Agamben: Autorretrato al Óleo del filósofo poeta


Giorgio Agamben, filósofo italiano. AFP ©Leonardo Cendamo/Leemage
Una forma de vida que se mantiene en relación con una práctica poética, cualquiera que sea, está siempre en el estudio”. Así comienza Autorretrato en el estudio, el último libro traducido del filósofo italiano Giorgio Agamben, con dos peticiones de principio que sus lectores reconocen de inmediato. Por un lado, la asimilación de la filosofía a una práctica poética. Por otro, la asunción del estudio como actividad y al mismo tiempo lugar típico del pensamiento: el estudio es a la vez un estado de apertura y un espacio material en el que las cosas -unas lapiceras desordenadas, ciertas fotografías que sobreviven a las mudanzas, un tarjetero de mimbre, la imagen de una niña retratada por Sebastião Salgado, varios libros abiertos en desorden- constituyen las huellas del “laborioso proceso que conduce de la potencia al acto, de la mano que escribe a la hoja escrita”.
En efecto, este libro restituye lo que podría haber sido una autobiografía intelectual a su condición de colección de restos: encuentros decisivos, lecturas que dejan al borde del abismo, rostros inolvidables, caminatas junto a seres expuestos unos a los otros, en una atmósfera rigurosamente pensante y al mismo tiempo amorosa. Todos ellos, signados a través de los materiales aparentemente triviales con los que el autor ha convivido en sus estudios -en Roma, París, Venecia-, cuyo desfile dispara reflexiones que es fácil reconocer como cifras de distintos momentos de su obra. Como si Agamben quisiera mostrar que cada texto estuvo marcado por esas presencias -desde Martin Heidegger hasta Ingeborg Bachmann, pasando por Alfred Jarry, Giorgio Pasquali, Simone Weil, José Bergamín, Jean-Luc Nancy, Robert Walser, Yan Thomas, Patrizia Cavalli, Emile Benveniste-, y de lo que se tratara en este Autorretrato... fuera de bosquejar un nuevo mapa, mitad filosófico, mitad emotivo, de su vida-obra a partir de “documentos irrisorios” que, sin embargo, son las huellas de haber amado. “Amar, creer en alguien o en algo -escribe-, no significa aceptar dogmas o doctrinas como verdaderos, sino más bien mantenernos fieles a la emoción que sentíamos cuando niños mirábamos al cielo estrellado. Y es sin dudas en este sentido en el que he creído en las personas y en las cosas que he evocado; una por una, he tratado de no olvidarlas”.

Biblioteca de Giorgio Agamben, estudio en San Polo, 2016.
Biblioteca de Giorgio Agamben, estudio en San Polo, 2016.
En esta entrevista -por escrito-, el autor de la saga Homo sacer se refiere a esta relación siempre íntima y al mismo tiempo necesariamente distante entre obra y vida; habla de la nuestra como una época de decadencia, y aborda la relación con las mujeres: “De lo que los hombres hacemos experiencia con las mujeres es de nuestra propia incapacidad de amar”.
-En este Autorretrato, se presenta a sí mismo como un ser epigonal “que se genera solo a partir de los otros y nunca reniega de esa dependencia”. Uno podría pensar que el libro es tanto un homenaje a esos seres y cosas de las cuales es epígono, como una continuación de Signatura rerum. Sobre el método, en tanto expone los otros presupuestos metodológicos que lo han ido guiando en su camino. ¿Aceptaría esa idea?
-Creo que aquí la noción de método es ciertamente pertinente, y debe ser remitida a su significado original de “camino, sendero”. Solo que a condición de precisar que, contrariamente a la opinión común, algo así como un sendero aparece solo si se mira hacia atrás y nunca hacia adelante. El método, como el camino, es algo que existe solo de forma retrospectiva. Ennio Flaiano, uno de los escritores italianos más inteligentes del siglo XX, dijo que solo hacía planes para el pasado. Es cuando uno comienza a hacer planes para el pasado -una ocupación extremadamente importante, tal vez la más seria de las actividades humanas-, cuando un sendero y un método de improviso se delinean e inmediatamente después se desdibujan. Antes de que desaparecieran para siempre, he querido marcar con nombres y rostros las piedras miliares y las grandes intersecciones de este sendero. El método es, en este sentido, también una arqueología personal.
-La pregunta por el hilo que va desde la “obra” hasta la “vida” y viceversa recorre muchas de estas páginas. Como cuando, a partir de una fotografía de los asistentes al Seminario de Le Thor, que impartió Heidegger y en el que usted participó, escribe: “El pequeño grupo de personas que, en la fotografía de setiembre de 1966, caminaban juntas hacia Thouzon... Aquí no importa la obra sino la vida.” ¿Cuán importante ha sido para usted la relación que se establecía entre la vida y la obra en estas personas que ha amado? ¿Se puede amar o rechazar una obra sin amar la vida -la persona, el carácter, las decisiones- de quien la desarrolló?
-La relación entre la vida y la obra, lo vivido y lo poetizado, dio lugar, como se sabe, a interminables confusiones. Estoy convencido de que su relación debería ser como aquella que, en el Fragmento teológico-político, Benjamin establece entre el Reino mesiánico y la historia profana: son radicalmente heterogéneos y, con todo, pueden actuar el uno sobre el otro solo en si se mantiene esta heterogeneidad. Si la vida permanece fiel a la idea de felicidad y a la inevitable caducidad y casualidad que la caracterizan, entonces puede de alguna manera favorecer la obra. Si, en cambio, la vida se “consagra” a la obra o intenta expresarse o realizarse en ella, entonces se arruina ante todo a sí misma y luego también a la obra. El equívoco está aquí en la idea de “realización”: es preciso cuidarse de querer realizar la vida en el arte o el arte en la vida. Precisamente la confusión de estos dos órdenes, vecinos pero distantes, ha comprometido los experimentos de las vanguardias artísticas y políticas del siglo XX. Con respecto a la vida, somos como el burro que lleva sobre sí los misterios: los lleva a flor de piel, pero no sabe qué dicen. Creo que este será el tema de mi próximo libro, si es que llego a hacerlo, algo así como un tercer volumen de mi autobiografía, después de Polichinela y el Autorretrato...
-Guy Debord ha sido una presencia persistente en su obra. No obstante es en el comienzo de El uso de los cuerpos donde se manifiesta con claridad el lugar que ocupa en su sistema: lo que retoma de él no es tanto su obra escrita o filmada, como su tenacidad para dirigirse, a través de la “clandestinidad de la vida privada”, camino al “noroeste en la geografía de la verdadera vida”. Por cierto, los intentos de reunificar vida y obra recorrieron las vanguardias artísticas y políticas del siglo XX. ¿Cree que es posible y deseable para los movimientos actuales alcanzar esa horizonte?
-Siempre me ha parecido justa la definición de Debord: “El dadaísmo ha querido abolir el arte sin realizarlo; y el surrealismo ha querido realizar el arte sin abolirlo”. Pero incluso su idea de realizar y al mismo tiempo abolir el arte se choca con la misma dificultad. En la perspectiva del Fragmento... de Benjamin, puede decirse que el error de las vanguardias modernas, tanto artísticas como políticas, consistió en haber aplastado el orden mesiánico sobre el orden histórico, olvidando que el Reino, como escribió Benjamin, para mantener su eficacia propia, no debe jamás ponerse como objetivo (Ziel) a realizar, sino solo como término (Ende). Si se lo presenta como algo que debe ser “realizado” en el orden histórico profano, terminará fatalmente reproduciendo en nuevas formas el orden existente. La revolución y la anarquía son, en este sentido, como el Reino, conceptos mesiánicos que no pueden, como tales, convertirse en objetivos sin perder su fuerza y ​​su naturaleza propia. Pueden ejercer un efecto solo a través de su inconmensurabilidad.
-“Me convertí en filósofo -escribe- para medirme con una aporía poética a la cual de otra manera no llego a encontrarle solución. Tal vez, en ese sentido, no soy filósofo sino poeta, así como muchas obras que se adscriben a la literatura pertenecen, por derecho propio, a la filosofía”. ¿Cuál era esa aporía?
-He repetido muchas veces -pero no es fácil hacerlo entender- que la filosofía y la poesía no son dos ámbitos distintos, sino dos intensidades que recorren el campo único de la lengua y quizás todo el campo de la expresión. Y las intensidades son mucho más interesantes que la sustancia y tienen su propia lógica, que es la analogía. Es por esto que el filósofo se encuentra siempre confrontado con una tarea poética, así como el poeta se encuentra ante una tarea filosófica. Ellos no hacen otra cosa que retomar y llevar al extremo el gesto del otro. Si el poeta se pregunta de dónde le viene la lengua y coloca su origen fuera de sí en la voz de la Musa, el filósofo interviene para tratar de aferrar a la propia Musa, el origen mismo de la palabra. Ambos se remontan a través del lenguaje hasta el evento antropogenético, en el que se ha producido aquella escisión de la voz animal, que hizo decible al mundo. Ambos, cada uno en el modo que le es propio, intentan dominar/ realizar el lenguaje en la dirección de la voz. Esto no significa que los filósofos deben escribir poesía y los poetas, tratados filosóficos. Muy por el contrario. La tradición cuenta que Platón, para devenir filósofo, para plantear el problema de la poesía que el poeta inspirado no estaba en condiciones de proponer, tuvo primero que quemar sus tragedias. Escribió así los diálogos socráticos, no para criticar la poesía trágica, sino para llevar a la palabra la propia palabra poética. Es por eso que pudo escribir, en el Fedón, que la filosofía es la “música suprema” (megiste mousiké). En este sentido, podría decirse que la filosofía es poesía de la poesía, a condición de añadir que la poesía es pensamiento del pensamiento.
-Menciona a Benjamin como “el único autor cuya obra he deseado continuar, en la medida de mis fuerzas pero sin reservas”. Y agrega: “Lo que hace tan especiales sus libros es que Benjamin rompió con toda herencia y con la idea misma de cultura”. ¿Es todavía necesario romper con la idea de cultura, ahora que la cultura es indistinguible del turismo y de internet?
-Desde la crítica a la industria cultural de la Escuela de Frankfurt hasta la sociedad del espectáculo de Debord, el diagnóstico sobre el estado de la cultura es claro. Naturalmente, sería necesario incluir en el dossier, no sin embarazo, también el famoso chiste de Goebbels: “Cuando escucho la palabra cultura, saco el revólver”. Lo que quizá caracteriza hoy nuestra situación es el creciente proceso de museificación, que concierne no solo a las obras de arte, las iglesias y las fábricas mismas sino incluso a los seres humanos y las ciudades, gentrificados y transformados en centros históricos. Todo aquello que alguna vez tuvo un decisivo significado vital –el arte, la religión, la filosofía, la política, en nombre de los cuales los hombres actuaban y luchaban–, viene siendo vaciado de todo significado y transferido a un museo. El problema hoy no es tanto el de producir cultura, sino, como sugería Hugo Ball, el de dedicarse a esfuerzos intensos de reanimación de uno mismo. O mejor: nada es más urgente que aprender a lidiar con los espectros y con todo aquello que del pasado parece muerto, para descubrir que justamente cuando una cosa ha cumplido su tiempo, es posible extraer de ella nueva vida y nuevas verdades.
-Dice de Claudio Rugafiori que quizás sea “la única persona que haya ejercido la función de un maestro, acaso porque era el único que parecía no venir de ningún lado ni estar yendo a ningún lado”. Dice también de él que “ante las perspectivas abiertas por Claudio, yo solía tener la impresión de su riqueza sin precedentes y, a la vez, el sentimiento de la imposibilidad de afrontarlas”. Desprende de ello esta idea: “Tal vez las épocas de decadencia, al contrario de lo que puede parecer, sean esto: un exceso de posibilidades respecto de la capacidad de realización”. ¿Es la nuestra una época así?
-Benjamin ha recordado muchas veces que no hay épocas de decadencia y creo que tenía razón. Si se entiende, en cambio, la decadencia como un exceso de posibilidades con respecto a la capacidad de medirnos con ellas, entonces ciertamente la nuestra es una época de decadencia. Nicola Chiaromonte ha escrito que la nuestra no es una época de fe ni tampoco de incredulidad, sino de mala fe, es decir, de creencias mantenidas por la fuerza, en ausencia de otras genuinas. Hoy esto se ha vuelto tan evidente que ninguna creencia se mantiene, excepto, tal vez, la creencia en el dinero, que como es bien sabido, no es otra cosa que la forma pura del crédito desvinculada de cualquier contenido (aquí es bueno recordar que “crédito” proviene de “creer”). En esta pérdida de toda fe todo podría volverse posible y, sin embargo, por ahora, las posibilidades permanecen inexploradas.
-Usted ha hecho de la inoperosidad, la potencia-de-no pasar al acto, la potencia que excede su puesta en acto en cada realización, uno de los temas cruciales de su vasta obra. ¿Qué vislumbra hoy, en retrospectiva, como lo que resta de esa larga puesta en obra, lo que la excede? ¿Puede verlo (o, como les respondió Heidegger en Le Thor, ese es su límite)?
-La inoperosidad no es algo pasivo o inerte, como me reprochan los filósofos de la política que nunca lograron emanciparse de la centralidad capitalista del trabajo. El concepto de inoperosidad debe ser leído en correlación con el concepto de uso. Lo que se ha vuelto inoperoso, ha sido abierto a un nuevo uso posible. Se trata, contra el primado aristotélico del acto sobre la potencia que aún domina nuestra cultura, de un principio interno a la potencia, de un resto que no se extingue, no se cumple enteramente en el acto y empuja a la potencia a volverse sobre sí misma, a convertirse en potencia de la potencia. La obra inoperosa, que resulta de esta suspensión de la potencia, expone en el acto la potencia que lo ha llevado a ser: si es una poesía, expondrá en la poesía la potencia de la lengua; si es una acción, expondrá en la acción la potencia de actuar (y no de actuar). Solo en este sentido podrá decirse que la inoperosidad es poesía de la poesía y praxis de la praxis. Volviendo inoperosas las obras de la lengua, de las técnicas, de la política y de la economía, ella muestra qué cosa pueden el cuerpo y la mente humanos. Por cierto, también con respecto a uno mismo existe este momento contemplativo, que Spinoza llamaba aquiescentia in se ipso, y que definía como el momento en el que nos contemplamos a nosotros mismos y a nuestra potencia de actuar. Esto significa también, como me preguntás, contemplar el propio límite. Pero ya sea que se alcance o no a percibirlo, aun en este caso, la inoperosidad no va separada del uso, y la contemplación de sí solo es fecunda si se traduce en un uso de sí.

Seminario LeThor, 1966: Dominque Fourcade; François. Vezin; Ginevra Bompiani; Martin Heidegger; Jean Beaufret y Giorgio Agamben.
Seminario LeThor, 1966: Dominque Fourcade; François. Vezin; Ginevra Bompiani; Martin Heidegger; Jean Beaufret y Giorgio Agamben.
-En Autorretrato aparecen mujeres significativas en su vida: Ginevra Bompiani, Elsa Morante, Ingeborg Bachmann... ¿Cómo piensa su relación con las mujeres? ¿Qué aprendió de ellas?
-Creo que aquello de lo que los hombres hacemos experiencia con las mujeres es de nuestra propia incapacidad de amar, de nuestra inadecuación con respecto al amor.
-La vida académica, tanto como estudiante cuanto como profesor, no aparece prácticamente mencionada en Autorretrato. Pareciera que su relación con el mundo académico, si bien no imposible, no ha sido particularmente importante. ¿Ha sido así?
-La universidad europea ha estado muerta por muchos años y no está claro qué puede reemplazarla en el plano de las instituciones. Ya a principios de la década de 1930, en el umbral del nazismo, en un debate en el que participaron en Alemania los intelectuales y los académicos más inteligentes, se había identificado que una de las causas de esa muerte era su transformación en escuelas profesionales. Y no solo vale para las facultades humanísticas, sino también para las científicas, que dependen hoy en medida determinante de las exigencias de los grandes grupos industriales. Precisamente al contrario de lo que se querría ahora, una universidad solo puede permanecer viva si se mantienen claramente distinguidos el estudio y la profesión, si no se olvida que el estudio tiene en primer lugar que ver con la libertad de la mente y con la relación vital con el pasado, sin los cuales el presente no tiene ninguna capacidad para resistir el dominio de la economía y de la técnica.
F.Costa es investigadora Conicet y doctora en Ciencias Sociales y docente (UBA).