miércoles, 22 de mayo de 2019

Un mitómano inconstante

MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ


Soy un mitómano inconstante. No colecciono los discos de mis músicos favoritos, no guardo los DVD de las películas que me fascinan ni vuelvo a verlas si no es por casualidad, no tengo todos los libros de mis autores fetiche, no visito todas las exposiciones de los artistas que admiro, ni siquiera me he llegado a interesar demasiado por la vida y milagros de los actores y actrices que me han cautivado. Soy infiel por naturaleza. Mis pasiones duran poco y rápidamente son sustituidas por otras diferentes. Aunque también es cierto que nunca desaparecen del todo. Se acumulan, conviven y se confunden. Lo que he amado permanece latente para siempre. Y en cada nueva pasión reverbera algo de ese pasado nunca explorado del todo. 
Aunque nunca fui demasiado aficionado a los cómics, de pequeño me obsesioné con los superhéroes. Pasaba los días subido a los árboles con una capa hecha de bolsas de plástico intentando volar como Superman -mi preferido, sin duda, por encima de cualquier otro-. Estaba convencido de que algún día mi súper poder oculto sería al fin revelado y podría surcar los cielos. O que tarde o temprano los extraterrestres me regalarían un traje mágico, como al protagonista de 'El gran héroe americano', y el mundo sabría de lo que soy capaz. Esa fascinación por lo extraordinario sigue aún presente. Y, todavía hoy, continúo consumiendo sin criterio alguno películas y series de superhéroes. Y también de extraterrestres. Sobre todo, de extraterrestres. Y es que cualquier cosa que implique la presencia alienígenas me embelesa. Quizá porque creo en su existencia. O tal vez porque con cinco años vi 'E.T.' -la primera vez que fui al cine- y aún sigo traumatizado. Después, llegó 'V' y, más tarde, 'Expediente X'. Y yo comencé a tener un sueño recurrente del que nunca he podido desprenderme: unos platillos volantes aparecen sobre los limoneros de la huerta de Murcia y comienza la invasión. Es la guerra de los mundos. Y nunca ganan los humanos.
Lo más parecido a ese universo mágico y sobrenatural de la infancia lo encontré en el mundo del fútbol. Recuerdo perfectamente el día que, en la televisión en color recién comprada, vi volar a Hugo Sánchez sobre el césped del Bernabéu. A partir de ese momento, el delantero mexicano se convirtió en mi superhéroe real. Después, llegaron otros marcianos -Laudrup, Guti, Zidane, Pirlo, Iniesta, Ibrahimovic-, pero ninguno ha logrado borrar el recuerdo de Hugo Sánchez. Ni tampoco nadie ha conseguido hechizarme como los jugadores de aquel tiempo: Van Basten, Gullit, Francescoli, Matthäus y, claro, el más grande, Dios, Diego Armando Maradona. Aún conservo varios álbumes Panini que nunca llegué a completar.
El final de la infancia coincidió con el despertar del deseo. Mientras mis compañeros del colegio forraban sus carpetas con imágenes de Kim Basinger, Sabrina y Samantha Fox, yo me enamoraba perdidamente de personajes de serie de televisión. Los domingos por la noche, quería ser el detective David Addison para poder respirar la melena rubia de la ex modelo Maddie Hayes en 'Luz de luna'; de lunes a viernes, a la hora de la siesta, envidiaba a Michael Knight por conducir el coche fantástico, pero sobre todo por tener la oportunidad de flirtear con la mecánica Bonnie Barstow; y los sábados por la tarde, lo habría dado todo por convertirme en lagarto para subir a una nave nodriza y presentar mis respetos a la maléfica Diana de 'V'. Más tarde, llegó la agente Dana Scully y acabó de robarme el corazón. Cuando, hace unos años, regresó 'Expediente X', comprobé que a veces el deseo permanece y se readapta. Y que suspiraré por Dana Scully hasta el fin de los días. 
En mi adolescencia, amé la música por encima de todas las cosas. Sin embargo, no tuve mitos musicales propios de mi edad. Me cautivaron Bach, Beethoven y Mozart. También el organista César Franck. Y la vida amorosa de Mahler. Después, me interesé por los contratenores. Y más tarde me sedujo la figura de Glenn Gould, el genio inadaptado en el borde de la locura. Sólo al final, ya bien crecido, me abrí a la música actual. Fue entonces cuando descubrí a Joy Division y me obsesioné con Ian Curtis y su danza epiléptica. Me hice moderno a contratiempo.
Todo lo anterior constituye un mapa difuso de mis mitomanías del pasado. Aunque muchas de ellas perviven, mi presente mitómano se construye sobre el arte y la literatura. Marcel Duchamp, Robert Morris, Eva Hesse o Marina Abramovic son mis ídolos del arte. Supongo que gana Duchamp, que siempre aparece, antes o después, en todo lo que hago y pienso. Como también lo hace, desde la Filosofía, Walter Benjamin, tal vez el mito intelectual más constante de todos los que he tenido. Me fascinan sus ideas, pero también su vida trágica. No pude parar de llorar el día que visité su tumba en Portbou. Y pagaría todo el dinero que no tengo por poseer alguna de las notas manuscritas de sus archivos. 
En los últimos años, la escritura se ha convertido en el centro de mi vida. Borges, Bernhard, Cioran y Beckett fueron los primeros que me hicieron perder la cabeza. Después llegaron Paul Auster y Enrique Vila-Matas. Más tarde, Bolaño, DeLillo, Coetzee, Carrère, Delphine de Vigan y Annie Ernaux. Desde hace unos años, vivo embrujado por Siri Hustvedt. Me gustan todos sus libros. Me gusta todo de ella. Incluso su marido. A veces sueño que me invitan a tomar un café a su casa y hablamos de arte y de literatura. Me cuentan sus proyectos, la conversación fluye y me dicen que me quede a cenar. Auster prepara una pizza. Les caigo bien y me ofrecen dormir en el sofá. A media noche, me levanto, me acerco a su cama y los miro dormir durante un momento. Salgo de allí tras dejar una nota: "Gracias por vuestros libros. Me han hecho inmensamente feliz. La pizza, por cierto, estaba deliciosa." 
Miguel Ángel Hernández es escritor. Su último libro es 'Aquí y ahora. Diario de escritura' (Fórcola)

Siri Hustvedt, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2019

martes, 14 de mayo de 2019

Ramón Irigoyen: “Los insultos de Catulo son dignos de ‘Sálvame”



El poeta de Pamplona publica su versión de ‘Poesía completa’ de Catulo



¿Qué libro le hizo querer ser poeta?Las gramáticas de la infancia en las que memoricé muchos versos. Ya en la juventud, los libros de ocho poetas griegos del siglo XX que traduje, durante tres años, en Atenas. La traducción —la imitación de excelentes modelos— me hizo poeta.
¿Qué poema ajeno le habría gustado escribir? ‘Pandémica y celeste’, de Jaime Gil de Biedma.
¿La situación actual le inspira una segunda parte de Los abanicos del Caudillo? La situación es buena para escribir, por ejemplo, El Caudillo busca tumba. Un proyecto que aparco para mi segunda reencarnación, cuando tenga más experiencia de la muerte.
¿Cuál es su verso favorito de Catulo? “Glubit magnanimos Remi nepotes” (poema 58). “Se la mama a los magnánimos nietos de Remo”. Es un insulto de Catulo contra Lesbia, la amante que lo ha abandonado. Es un verso precursor de los insultos que se oyen en Sálvame de Telecinco.
¿Por qué tantos poetas han tenido necesidad de traducir a Catulo? La poesía de Catulo es dinamita pa los pollos, para los poetas y, sobre todo, para los niños que tanto disfrutan saltando en los charcos. Catulo arrasa con su extrema pasión, con su exquisito perfeccionismo y con su humor salvaje.
¿Qué nos perdemos por no saber griego y latín? Es una pérdida equiparable a no haberse acostado con 500 millones de chinos.
De no ser escritor, le habría gustado ser… Rentista.
¿A quién le daría el próximo Premio Cervantes? A Dios, el único escritor que sabe escribir derecho con líneas torcidas. ¡Y eso es escribir!





Modo Cézanne_ENRIQUE VILA-MATAS



'La Montagne Sainte-Victoire du bosquet du Château Noir' (1904), de Cézanne.
'La Montagne Sainte-Victoire du bosquet du Château Noir' (1904), de Cézanne.
Nacemos, y la insistencia ya está ahí. Es algo que, por ejemplo, el cine constató desde el momento mismo de ser inventado: a los Lumière no les convenció su primera versión de Salida de los obreros de la fábrica y, conscientes de que en aquel nuevo arte repetir sería ineludible, rodaron dos veces más la misma secuencia, perfeccionándola.
Y, hablando de repetir, me acuerdo de cuando una dama le preguntó a John Banville en un coloquio cuándo dejaría de ser tan reiterativo con el tema de la identidad, y él respondió: “Lo dejaré cuando por fin me salga bien”. Es probable que aquella señora tuviera un prejuicio hacia la insistencia en el arte. Prejuicio antediluviano, por cierto, pero de gran raigambre entre nosotros: no nos faltan carcamales que censuran que se insista en un tema, y ya pronto criticarán que alguien se demore en el párrafo de un libro, o en la visión de una pintura sobre una montaña (pongamos la de Sainte-Victoire, que Cézanne pintó 80 veces), etcétera.
Aún así, la insistencia sobrevive. No hace mucho la encontré en la asombrosa secuencia inicial de quince minutos de El hombre de Londres, el film de Béla Tarr. El cineasta húngaro hizo que me sintiera de pronto en la misma atalaya portuaria en la que él había situado el ojo de la cámara y de su protagonista: un observador tenaz de los alrededores de su torre vigía, como si éstos fueran el mayor enigma del mundo.
Aunque el arranque del film era magistral, nunca pensé que me resultaría imposible olvidarlo y que no tardaría en desear con locura volver a sentirme involucrado en él. Tal fue el ansia que me entró por regresar a la visión desde la atalaya que, la otra noche, creí que volvía a aquella secuencia cuando en realidad me estaba sumergiendo en la atmósfera gris y portuaria del libro de Sergio Chejfec que ha publicado Jekyll & Jill y cuyo escueto título es un número, 5. En sus páginas hay una ciudad lenta que se despliega en un territorio que va en sentido contrario al del agua, toda una metáfora de lo que es el espacio mismo del libro, compuesto por dos piezas: una novela publicada por el autor en 1995 (entonces titulada Cinco), seguida de un comentario sobre ella (Nota).
Leyendo la prosa excepcional de Nota, llegué a sentirme de nuevo en el mundo de Tarr, aún sabiendo que estaba en el de Chejfec y que la historia que éste contaba —casi inasible, aunque lo que allí importaba era el estilo— era bien distinta de El hombre de Londres. Porque en su libro que parece que pensó en llamar El asomado— Chejfec hablaba de lo que podía verse desde la ventana alta del joven del 95 que escribió Cinco: un principiante invitado a una “Residencia para escritores” de una ciudad muy extranjera.
Entre secuencia y libro, en cualquier caso, había un parentesco creado por los puntos en común: ritmo moroso, “instantes Simenon”, personaje gris con panorámica de atalaya, niebla, humo, tensión portuaria. Y, de fondo, la gran fuerza de la pasión de la insistencia. Y el viento que siempre vuelve. El modo Cézanne, pensé. Pintar ochenta veces la montaña.

martes, 7 de mayo de 2019

ACERCA DE JOAN MARGARIT (texto de Luis Antonio de Villena)














A Joan Margarit, (80 años ya) quizá con diferencia el mejor poeta catalán en este momento, le han dado el Premio Reina Sofía de Poesía. Sin duda un premio muy merecido por la calidad de sus poemas, especialmente en los últimos veinte años, pero también un premio con algo de política (o con mucho) un premio que debe querer ser como una mano tendida, para demostrar que se puede puede ser catalán y español al mismo tiempo.  Conocí a Joan Margarit en 1995 en un viaje que hicimos un grupo de escritores españoles a Buenos Aires. Margarit, Emilio Lledó y yo fuimos esos quince días un trío íntimo y casi inseparable. 
Sin problemas entonces, Joan Margarit   -arquitecto jubilado- era un español catalán muy sensible al dolor y al daño ajenos, porque tenía una hija, Joana, con una enfermedad degenerativa y que murió años más tarde, provocando uno de los más sentidos y duros libros de Margarit, con el nombre de esa hija muerta. En esos tiempos porteños (Margarit leía a la notable Alfonsina Storni) hablamos mucho los tres de dolor íntimo, y Margarit me dedicaría después un poema, con la imagen de Oscar Wilde, por las ingratas experiencias de acoso escolar que yo le conté de mí mismo. Margarit (y su familia) habían vivido parte de los años 50 en Tenerife, y él mismo -en 1963- había empezado a escribir poesía en español. De esa época el único libro que hoy sigue reconociendo es “Crónica” de 1975.  
Creo que en la época que nos conocimos y nos apreciamos de veras, acababa de publicar o lo haría muy poco después, uno de sus libros que me gustan, “Estació de França” (Estación de Francia, 1999). Me gustaba y me gusta esa poesía de Margarit (“Joana”, 2002,”Casa de Misericordia”, 2007, entre otros) hecha ya en su edad tardía. 
La buena amistad duró mucho tiempo, y con amigos comunes, pero empezó a alejarse y decaer siendo para mí una gran decepción. Nunca lo hubiera esperado del tierno y sensible Margarit de Buenos Aires. Margarit hablaba mal de Gimferrer, y Gimferrer mal de Margarit (estas cosas suelen ser mutuas) y yo era amigo de Margarit y tenía – tengo- buena relación con Gimferrer. Intenté y pude separar a las personas y mi diferente estima por ambos. Sin embargo cuando un poeta al que yo conocía y trataba de muy atrás (y al que Margarit debe no poco, aunque también es mutua la dádiva en tales casos) y yo dejamos de ser amigos, por la desmesurada y fea ambición tramposa de ese personaje -y hablo ya de bastantes años atrás- Margarit, que publica sus libros en catalán y en español, que más que autotraducirse, recrea su propio poema, sí tomó partido y se fue lentamente alejando de mí, que nada le había hecho. Al poeta lo admiraba y lo admiró, el ser humano se me vino muy abajo. ¿Dónde quedaba aquel ser afectuoso y sensible? ¿Remaba hacia su propia conveniencia, dejando de lado humanismos? 
Nada he sabido de Margarit en los últimos cuatro o cinco años y ya nada quiero saber. El poeta vale. El hombre me ha decepcionado poderosamente. Y supongo que ahora vive otro conflicto -que le molestará- el poeta catalán español que se autotraduce o recrea en español, ¿dónde está respecto al independentismo? Creo que al modo podemita, ni afirma ni niega, se deja querer por todos y tiene palabras cautelosas, según convenga. Sigo (¡cómo no!) admirando muchos textos del Margarit poeta, al hombre se lo traga la falta de independencia personal y la voraz Historia. ¡Claro está que lo siento, antiguo amigo!


lunes, 22 de abril de 2019

James Bridle: La tecnología es política



El artista británico reivindica con su obra el deber de la ciudadanía de dar forma al progreso ante las luces y sombras de la revolución digital.

Thalia Bell haciendo una demostración de cómo funcionaba la radio. Tallapoosa County, 1926
Thalia Bell haciendo una demostración de cómo funcionaba la radio. Tallapoosa County, 1926 | Auburn University Libraries Special Collections and Archives | Dominio público
El desarrollo de la sociedad de la información se basa en la creencia más o menos consciente de que la tecnología por sí misma mejora la vida de las personas. Un relato plausible pero que no siempre incide en los aspectos más controvertidos —y poco debatidos— de este proceso histórico y cultural. La obra del artista y escritor James Bridle transcurre por el lado menos visible de la revolución digital y pone bajo los focos algunas de sus derivas. Aprovechando su visita al CCCB como invitado del festival The Influencers, repasamos sus proyectos más destacados.
Pese a concentrar un enorme poder económico y facilitar una capacidad de control antes inimaginable, el sector tecnológico es visto con simpatía. Su imagen como motor de desarrollo y progreso sobrevive al paso de los años, a diferencia de otros ámbitos de la economía como el bancario o inmobiliario. Todo ello pese a externalidades como el extractivismo de datos, la vigilancia gubernamental, las aplicaciones militares o, recientemente, la amenaza de destrucción masiva de empleo.
El artista y escritor James Bridle ha basado la mayor parte de su carrera en revelar los entresijos de las nuevas tecnologías, especialmente de aquellas vinculadas al poder político y militar. Con un enfoque no apocalíptico, ni siquiera pesimista, este británico afincado en Atenas apuesta por el conocimiento como condición necesaria para evaluar la realidad. «Vivimos en un mundo formado y definido por la computación», escribe en uno de sus ensayos, «y uno de los trabajos del crítico y del artista es llamar la atención sobre el mundo tal y como es».

Asaltar los cielos

Si el tópico es cierto, y el siglo XXI empezó con la caída de las Torres Gemelas, James Bridle es sin duda un artista del tercer milenio. Nacido en 1980, su juventud ha transcurrido entre las invasiones de Afganistán e Irak, atentados terroristas en su país natal, la guerra de Siria y el nacimiento del ISIS. Su obra bebe de un contexto de tensiones entre seguridad y libertad, un espacio de fronteras difusas en el que han proliferado unos artefactos técnicos inquietantes: los drones militares.
Los vehículos aéreos de combate no tripulados son armas diseñadas para llevar a cabo ataques selectivos o misiones de espionaje sin necesidad de piloto. Por su tamaño reducido, los drones militares pueden actuar en territorio enemigo sin ser detectados o llamar la atención. Durante un tiempo, esta invisibilidad física también fue mediática. La prensa occidental no informó sobre su uso hasta aproximadamente 2012, pese a que estas aeronaves se emplean en países como Pakistán o Afganistán desde 2004.
El trabajo de James Bridle se inició como una respuesta a esa escasez de información. Drone Shadows, uno de los primeros proyectos sobre el tema, respondía a una pregunta sencilla: ¿Cómo sería estar al lado de un dron? En 2012, las fotografías sobre este tipo de armamento eran prácticamente inexistentes, por lo que era difícil imaginar su escala o nivel de sofisticación tecnológica. Tras llevar a cabo una investigación sobre sus medidas y aspecto, el artista empezó a dibujar siluetas de estas aeronaves en espacios públicos, en un intento de hacerlas visibles a los transeúntes. En una línea de trabajo paralela abrió Dronestagram, una cuenta en Instagram con imágenes de las coordenadas exactas en las que se documentaban ataques. En este caso, la pregunta implícita era otra: ¿Por qué sabemos tan poco de los lugares y las personas que nuestros gobiernos bombardean?

Drone Shadow 007. London, 2014 | © James Bridle
Drone Shadow 007. London, 2014 | © James Bridle
En paralelo a su trabajo con drones militares y previamente a la expansión de estas herramientas para uso doméstico y civil, Bridle inició una línea de investigación con globos caseros de helio, a los que llamó «prototipos de dron». Un medio con el que empezó a explorar modos de contrarrestar el uso de aeronaves policiales, así como de obtener imágenes aéreas independientes y autogestionadas. Su proyecto más destacado en este ámbito es The Right To Flight, la instalación de un globo suspendido en el cielo de Londres durante cuatro meses. El ingenio estaba dotado con cámaras y routers que le permitían comunicar datos en tiempo real a cualquier persona que lo solicitase. Al mismo tiempo, el artista británico organizó talleres y conferencias sobre las posibilidades lúdicas y políticas de la fotografía aérea ciudadana, así como su relación con la cartografía y la vigilancia gubernamental.

El mapa y el territorio

Aunque no es evidente, la fotografía aérea tiene implicaciones en la percepción del espacio físico. Los servicios de mapas digitales muestran al usuario, el portador de la señal GPS, como el centro del mundo; pero también establecen un tipo de perspectiva y relación de poder basados en quién tiene la capacidad técnica para capturar imágenes desde el cielo. En un intento de deconstruir esta manera de ver, James Bridle ha desarrollado obras como Rorschmap o Anicons, que aportan una nueva estética cartográfica. En manos de estas aplicaciones, las capturas tomadas por globos caseros o satélites se transforman en caleidoscopios, recuperando la belleza y el sentido de descubrimiento de los primeros atlas.
La pugna por la fotografía aérea refleja también tensiones a ras de suelo, especialmente cuando se usa para fines securitarios. La generación de Bridle —recordemos, la del No a la Guerra, también en Inglaterra, así como el movimiento Occupy— ha aprendido a la fuerza que el espacio público no es público en todas las acepciones del término. En determinadas ocasiones, el estado puede desplegar su autoridad sobre el terreno para reclamar su hegemonía, especialmente cuando este se usa para fines no previstos. «Es en esos momentos», escribe Bridle, «cuando las estructuras reales de la vida urbana se hacen visibles: una matriz de permisos y observaciones, muchas de ellas ilegibles la mayor parte del tiempo».
La tensión sobre el control del espacio se hace también evidente en la proliferación de sistemas de videovigilancia públicos y privados. El artista ha trabajado este tema en distintos formatos (Every CCTV CameraThe Nor), entre los que se incluyen paseos por Londres en los que fotografía y registra cuantas videocámaras encuentra. En esta suerte de deriva situacionista, Bridle ha llegado a contar 140 cámaras en un solo trayecto de dos kilómetros. Y por si la sensación de acecho fuera poca, la policía le interrogó en una ocasión tras verle deambular, sacando instantáneas. Como él mismo ironizó más tarde, la retención se debió «a un posible delito de prestar atención».

Migraciones y ciudadanía en un mundo virtual

El veto sobre lo que es visible y transitable abarca espacios públicos y privados, pero también procesos administrativos. En Seamless Transitions, un proyecto de 2015 sobre la deportación de migrantes, James Bridle descubre que es ilegal fotografiar los centros de detención y tribunales que se usan en Gran Bretaña para llevar a cabo repatriaciones. Una red de instalaciones que, paradójicamente, incluye vestíbulos de lujo y aviones privados. El motivo: las compañías aéreas no quieren transportar a pasajeros bajo coacción, especialmente tras la muerte por paro cardiorrespiratorio de un ciudadano angoleño que estaba siendo deportado a su país en 2010.
Con el propósito de evidenciar la existencia de estos espacios, James Bridle adquirió planos y fotografías por satélite, entrevistó a académicos y activistas, y trabajó con una agencia de visualización de edificios para recrearlos. De este modo, y aunque el resultado no deja de ser una representación virtual en 3D, el artista saca a la luz rincones inaccesibles, al tiempo que revela cómo funciona el sistema británico de inmigración.
Seamless Transitions
Aunque Bridle ha trabajado concretamente el tema de las migraciones y la crisis de refugiados en Europa, es remarcable su reinterpretación del concepto de ciudadanía en un sentido amplio. Este es el tema central de Citizen X, una extensión para navegadores que rastrea dónde se encuentran los servidores de las webs que se visitan en Internet. La herramienta muestra las ubicaciones en tiempo real y dibuja una bandera con los fragmentos de esas nacionalidades. Un planteamiento sencillo pero efectivo que constata una nueva forma de ciudadanía, la ciudadanía algorítmica. En esta nueva manera de habitar el mundo, las libertades y derechos de las personas se calculan, reescriben y cuestionan en función de su navegación; de un modo imperceptible para el usuario pero accesible —aunque sea de un modo agregado— para gobiernos y empresas.

Dar forma al progreso

«Lo personal es político» fue una de las máximas más populares del feminismo de los años sesenta y setenta. Con ella, se manifiesta que los sistemas de opresión sobre las mujeres no solo se articulan en el terreno económico o legal, sino que la vida cotidiana esconde relaciones de poder que hay que revelar y combatir.
Para James Bridle, lo tecnológico es político. Las nuevas tecnologías están imbricadas en la misma naturaleza de la sociedad actual, por lo que es necesario preguntarse por su diseño en términos de poder. Los drones, las cámaras de videovigilancia, los servidores son solo artilugios técnicos, son los sistemas legales y políticos los que les dan forma y les permiten operar en una u otra dirección.
«Las tecnologías son historias que nos explicamos a nosotros mismos sobre lo que somos y de qué somos capaces», escribe James Bridle en un ensayo reciente, «pero no producen el futuro por sí mismas, ni son mágicas, ni están separadas de la agencia humana». Con su obra y trabajo crítico, el artista británico reivindica el deber de la ciudadanía de dar forma al progreso, una tarea que apela directamente a nuestra capacidad crítica ante las luces y sombras de la revolución digital.

miércoles, 10 de abril de 2019

Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce Preciado, Paul B.


Prólogo de Virginie Despentes.
Urano, el gigante helado, es el planeta más frío del sistema solar, y también un dios de la mitología griega. Urano da además nombre al uranismo, concepto forjado por el primer activista sexual europeo, Karl-Heinrich Ullrichs, en 1864 para definir el «tercer sexo». Paul B. Preciado sueña con un apartamento en Urano donde vivir fuera de las relaciones de poder y de las taxonomías sexuales, de género y raciales que la modernidad ha inventado. «Mi condición trans», dice el autor, «es una nueva forma de uranismo. No soy un hombre. No soy una mujer. No soy heterosexual. No soy homosexual. Soy un disidente del sistema sexo-género. Soy la multiplicidad del cosmos encerrada en un régimen epistemológico y político binario, gritando delante de ustedes. Soy un uranista en los confines del capitalismo tecnocientífico.»
En este libro, que reúne una extensa serie de «crónicas del cruce», relata su proceso de transformación de Beatriz en Paul B., donde las hormonas y el cambio de nombre legal son tan importantes como la escritura. Esta no es solo la crónica de una transición de género, sino también la de una transición planetaria: Preciado analiza otros procesos de mutación política, cultural y sexual, abordando temas diversos, como el procéscatalán, el zapatismo en México, la crisis griega, la América de Trump, las nuevas formas de violencia masculina, la apropiación tecnológica del útero, la figura de Assange, el trabajo sexual, el acoso a niños trans o el papel de los museos como motores de una revolución cultural posible.
Paul B. Preciado cuestiona las normas políticas y las fronteras, escruta las estructuras sociales establecidas y las pone en jaque en unos textos que tienen la contundencia de la proclama, y una estimulante radicalidad formal que también cuestiona los límites de lo literario.
Este es un libro valiente, transgresor y necesario que parte de una experiencia personal para cuestionar los fundamentos de una sociedad que excluye la heterodoxia, la problematiza y la convierte en enfermedad. Este es un libro escrito desde la frontera, desde una lúcida radicalidad queer, que busca liberar el cuerpo y la mente de ataduras morales y restricciones políticas.



Christina Rosenvinge: "Vivimos en la era del blanco y negro"




Christina Rosenvinge
Christina Rosenvinge / RICARD CUGAT
Christina Rosenvinge le parece más interesante “cómo se cuenta algo” que la historia en sí, y por eso el mayor piropo que se le puede lanzar a su libro, ‘Debut. Cuadernos y canciones’ (Ed. Penguin Random House), es que tiene más que ver con la literatura que con la crónica del rock o el anecdotario de una celebridad. Aunque para ello ha debido exponerse de un modo quizá menos efectista pero más hondo, porque “del roce de la vida real” derivan “momentos de duda y fracasos, y es ahí donde sucede lo importante”.
Iba a ser una recopilación de letras de canciones, pero ‘Debut’ ha terminado siendo un ejercicio de “memorias intermitentes” en que los textos, agrupados por álbumes, son introducidos por pequeños relatos en primera persona que rescatan recuerdos y sensaciones. Y al final asoma un ensayo en el que Rosenvinge diserta sobre la naturaleza de la canción y del texto, mesurando las propiedades de la rima, la fonética o el fraseo y tratando de explicar “por qué escribir letras es tan difícil, ya que estás al servicio de la música”.

Inspiradora Patti Smith

Si hasta ahora sabíamos que Christina Rosenvinge podía hacer excelentes canciones, ‘Debut’ la destapa como narradora diestra, manejando materiales trascendentes sin ser pretenciosa, con sentido del humor y dejando un rastro del perfume de épocas y lugares en esos textos que cubren desde 1992 en adelante. ¿Algún modelo? “Quien mejor lo ha hecho es Patti Smith en ‘Éramos unos niños’”, responde sin dudar. “Su estilo literario es impecable y cuenta un momento maravilloso de la ciudad de Nueva York”. Las memorias de Elvis Costello, en cambio, “alternan momentos interesantísimos y otros un poco aburridos”.
Del mismo modo que ha querido “dar una dignidad literaria” a las letras de canciones, terreno en el que su primer referente fue Vainica Doble, tampoco ha utilizado estas 332 páginas para llenarlas de datos o hacer revelaciones que incumban a terceros. “El típico libro que cuenta ‘lo que de verdad pasó aquella noche en el estudio’ me interesa poco, por no hablar de los encuentros con famosos, cuando el autor se celebra a sí mismo”, explica Rosenvinge, que en el texto deja entrever, por ejemplo, que acudió a la fiesta de 50º cumpleaños de David Bowie sin dar más detalles. “Llegué a hablar con él un par de veces, pero nunca diría ‘yo conocía a David Bowie’”.

Tormenta eléctrica antes del 11-S

De aquellos años neoyorkinos, de la mano de Lee Ranaldo (Sonic Youth), ha querido quedarse “con la parte más cotidiana y bonita”, como “ese domingo tranquilo viendo el concierto de Glenn Branca con cien guitarras eléctricas sonando bajo las Torres Gemelas”, dos meses antes del 11-S. Lo inimaginable de la tragedia la invita a relativizar. “Angustiarse no tiene mucho sentido, porque las cosas que te dan miedo es posible que no ocurran nunca, y lo terrorífico que va a ocurrir no lo ves venir”.     
En las últimas páginas, Rosenvinge se defiende ante la acusación de “perpetuar el mito del amor romántico” en sus letras. Alega que una canción es una narración dramática (“¡si no hay conflicto, no hay historia!”, escribe) y que no hay que quedarse en el estribillo. “Vivimos en la era de la simplificación, del blanco y negro”, lamenta. “En las canciones se juega mucho con el lenguaje metafórico: en muchas de las mías, sobre todo de cierta época, hay cuchillos y puñales a punta pala, y no te los puedes tomar al pie de la letra”.
Frente a la censura de la derecha, ¿la izquierda no pone también sus límites? “Esto es culpa de Twitter y de extraer frases de contexto. También los periódicos lo hacen con sus titulares”, replica Christina Rosenvinge, que vive un período de alto reconocimiento artístico, con premios como el Nacional de Músicas Actuales (del Ministerio de Cultura), tras su elogiado disco ‘Un hombre rubio’ (2018). “Esa buena respuesta me ha extrañado, porque es un disco con canciones densas, y la enseñanza es que nunca sabes lo que va a conectar y lo que no”. Por eso, porque no se siente en ninguna atalaya de sabiduría, el libro se titula ‘Debut’. “Porque siempre tengo la sensación de estar comenzando, lo cual es excitante pero extenuante”.

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