Hay quienes piensan que la mascarilla es una herramienta política más que profiláctica. A través de ella nos privarían de contactos, de conexiones, de poder, y nos estarían convirtiendo en sujetos aislados y, habitando una horrenda distopía. Pero atribuirle a la mascarilla intenciones políticas nos sume en la contradicción. El Estado odia las máscaras porque necesita caras, y compensa su falta de trasparencia con la exigencia de que los demás han de ser trasparentes. “Yo no, por definición, pero todos los demás sí”, dice el Estado. En el siglo XVIII se prohibieron los bailes de máscaras porque favorecía los delitos. Mi madre me contaba que durante los carnavales de antes de la guerra, no eran raras las puñaladas al amparo de la máscara, como ocurre en algún momento de El cuarteto de Alejandría. Franco prohibió los carnavales. Al franquismo tampoco le gustaban las máscaras, pues para enmascarados ya estaban ellos. Y es que el Estado, además de tener el monopolio de la violencia,  detenta también el monopolio del enmascaramiento y la multiplicación de máscaras le parece una maldición borgiana pues sabe, por experiencia histórica, que cuando se deja paso libre a las máscaras empieza el carnaval. Y el carnaval es una fiesta demasiado desafiante como para prolongarla durante años, y puede acarrear violencias inesperadas. El carnaval nunca es la figura en la que se proyecta el Estado. Al fisco no le gustan las máscaras, y a la policía tampoco. Sí, en el parlamento caben las máscaras, y no en vano tiene forma de teatro griego, pero en la calle ya es otra historia. Cuando el Estado deja que la calle se llene de máscaras es porque no tiene otro remedio, y algo habrá que inventar para abolirlas. Cuando las máscaras danzan la farra se torna la mayoría de las veces inevitable. Una cosa arrastra a la otra como una ola a otra ola (les pasa a los jóvenes). Además, como ocurrió en otras épocas, las máscaras podrían convertirse en las mejores aliadas de los ladrones, de los bandoleros (en las películas van siempre con un pañuelo a modo de mascarilla) y de toda clase de subversivos, empezando por los que se deleitan en romper vidrieras de tiendas de renombre. Cuando en una manifestación la policía ve mucha gente enmascarada sabe que habrá problemas. Las máscaras no interesan. Basta con detenerse en algunos momentos de la historia reciente: toda la guerra contra el burka en Francia ha ido por ahí. La República no quiere máscaras. Después el problema se puede rebozar con otras materias, pero la esencia está ahí: el Estado laico detesta a los enmascarados. En una época en la que tanto los estados como las grandes corporaciones quieren llegar a tener toda la información posible sobre los ciudadanos, la máscara supondría un retroceso en esa aceleración hacia la trasparencia: la transparencia de los ciudadanos, quiero decir, no la del sistema político y económico. No creo que a ningún estado le interese que se prolongue mucho el asunto de la máscara. Eso solo les puede interesar a los fabricantes del producto y a las farmacias. Un Estado lleno de enmascarados es una pesadilla para cualquiera y de paso también para el Estado. La trasparencia de nuestro tiempo y su rechazo a la intimidad se avienen mal con las mascarillas. Buena parte de nuestro sistema está basado en la geografía de la cara. Somos sobre todo caras, moviéndonos en un frenético remolino de realidades y ficciones digitales. La mascarilla rompe la fiesta, y casi también rompe el sistema. Somos una cultura de caras, que esas caras puedan a menudo ser también máscaras es otro problema. Y de hecho internet es un carnaval, además de ser otras cosas; pero esas caras que vemos en la red no llevan mascarilla, al menos no hasta ahora. “¿Cómo permitir lo que odias?”, se pregunta el Estado con angustia hamletiana. En Francia quieren resolver la contradicción y hablan de la mascarilla trasparente, sobre todo para los docentes, además resulta más tranquilizadora para el Estado. Los más sabios piensan que esto va a durar y que quizá nos hallamos ante un cambio de paradigma de hondo calado. Los cambios de paradigma son raros, pues suelen implicar el desplazamiento de grandes masas humanas. El modelo de los últimos tiempos era arrastrar masas hacia la ciudad: la mejor estructura para favorecer las epidemias. Un nuevo paradigma podría modificar considerablemente ese destino. Parece evidente que nuestro futuro va a depender de cómo sepamos aligerar las densidades, también las densidades humanas, evitando las concentraciones sofocantes. Se trataría de habitar de otra manera el mundo, tras toparnos con una hiriente evidencia: lo que se podría llamar ideología de la aldea global pensó en todo menos en lo que estaba encima de la mesa: las epidemias, que hallan en las masas su tierra de promisión. Aunque las máscaras trasparentes tienen más posibilidades de convertirse en fetiches que las otras, no creo que resuelvan la paradoja, pues también parten le rostro en dos. El problema está en las masas, tan necesarias en la sociedad del espectáculo, y en las caras, igualmente necesarias en la edad de la vigilancia y el narcisismo global.