miércoles, 3 de abril de 2019

Rafael Sánchez Ferlosio, el Triunfo de la Lengua.









Revista Archipiélago nº 31
Rafael Sánchez Ferlosio, el Triunfo de la Lengua.
1997
La forja de un plumífero:
...[Pero hacia los dos últimos años de Prieto Ureña —79, 80— empecé a sucumbir al desorden y a la dispersión, porque la anfetamina es, al menos imaginativamente, muy industriosa, y me fui aficionando a las herramientas y a los pegamentos —fue la gran ¿poca de los «epoxi»— y a hacer manualidades de plástico, de alambre o carpinterías inútiles; dibujaba muebles, como el «vargueño rampante» (que trepaba por los tres lados del saliente de una viga, ya sea —en su versión recta— como una caprichosa sucesión de barbacanas, adarves, aspilleras, llenas de receptáculos y cajoncitos, ya
sea —en su versión curva— como la carcasa de un barco, el costillar de una ballena o los tentáculos de un pulpo, retorcidos y ascendentes en forma helicoidal; un mueble, en fin, completamente inútil, pero con el más convincente aspecto de suma utilidad), del que desarrollé muchos modelos, que luego era incapaz de construir. La química, la química, era la que venía encerrándome entre dos frentes: el de la anfetamina y el de los «epoxi». Esto era, por supuesto, sólo el hobby de finales de sesión, porque el resto del tiempo seguía escribiendo como un loco, aunque la caligrafía empezaba a írseme yendo de las manos, disparándose hasta descomponerse casi por completo.
Cuando «vino la democracia», como dicen algunos, delatando sin quererlo su inconsciente o inconfesada convicción de los impersonales automatismos del determinismo histórico, la anfetamina se fue poniendo cada vez más imposible, pero yo tenía mi antiguo boticario, todo un caballero, que me proveía sin inmutarse de cualquier estoc que le pidiera, disculpándose, incluso, si no tenía tanto en existencias; y así es como la benemérita Dexedrina spansule —lo mejor que ha salido en química desde Lavoisier— pudo durarme tal vez hasta el 78. Debieron de ser los detestables sucedá-
neos, disfrazados de adelgazantes, los que me habían metido en aquel mal sesgo. De todos modos, yo ya había perdido, con la edad, la enorme capacidad de recuperación que tenía a los 30 y los 40 años. Así que, aprovechando mi mudanza, en 1980, a la Glorieta de Bilbao, mi primer empeño fue el de recobrar del todo la caligrafía. Yo creo que la caligrafía salva del Alzheimer. Ahora la tengo como en sus mejores tiempos]...




martes, 2 de abril de 2019

Enrique Vila-Matas: "Los escritores debemos impedir que se sepa que somos prescindibles"







ANDRÉS SEOANE | 29/03/2019 |  Edición impresa


Enrique Vila-Matas. Foto: Outumuro
Más de cuatro décadas de lucha, de batallas con la literatura y consigo mismo para poder plasmar palabras e ideas hasta las últimas consecuencias, han conformado el personalísimo territorio literario de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948). Un universo donde se mezclan sin pisarse ironía y paradoja, donde la esencia nace en parte de desenterrar autores perdidos y de sublimar los textos ajenos, y donde plagio, homenaje, engaño y autobiografía se confunden desdibujando los siempre confusos límites entre realidad y ficción. ¿O es que en realidad todo es ficción?

“Aunque no lo quiera, la literatura invade, se infiltra en mi vida”, suele decir el escritor. Y sobre ella, sobre las diferentes formas de entenderla, sobre la conveniencia de amarla, odiarla, o simplemente soportarla, versa su nueva novelaEsta bruma insensata (Seix Barral), la historia de dos hermanos que representan dos formas opuestas de entender la creación literaria.

Pregunta. La novela elabora un constante Jekyll y Hyde sobre la figura del escritor y su relación con la literatura, por un lado rechazo y renuncia y por otro, fe y felicidad, ¿cómo es la convivencia entre ambos?
Respuesta. Tensa. Porque se da una oscilación entre dos conciencias: la que cree en las palabras y en la escritura y la que preferiría inclinarse por el desprecio y la radical renuncia. La tensión que genera esa oscilación va construyendo parte de la trama.

P. Pero también plantea la tensión entre escribir o no escribir. ¿Ve posible que un escritor se canse de escribir y dé la espalda a la literatura?
R. No hay que desechar esa posibilidad que, además, apuntala la importancia de la literatura, porque la vuelve más esencial, si cabe. Es como la vida, que no nos parecería tan inútil, pero también tan esencial, si no existiera la muerte.

P. Explora de fondo las figuras de esos famosos escritores ocultos o invisibles como Pynchon y Salinger, haciéndose eco de los mitos, chismorreos y paradojas, que genera su condición, ¿qué le parece atractivo de ese modelo?
R. ¿Atractivo? Creo que nada. Es sólo que un día me pareció ver que la no-imagen de estos escritores “invisibles” era en realidad como la “carta robada” del cuento de Poe: estaban tan a la vista de todo el mundo que nadie sabía verlos. Diría que es lo que le sucede al famosísimo Gran Bros, el escritor “oculto en Nueva York” de mi novela: habiéndose escondido en Nueva York durante veinte años, nos lo encontramos de pronto en el centro de Barcelona, a plena luz del día y a cara descubierta, a la vista de todo el mundo, y sin que nadie le reconozca.

Y es que los dos hermanos escritores que protagonizan el realto de Vila-Matas comparten mundos muy distintos. Mientras Rainer, ahora Gran Bros, ha conocido un apabullante éxito mundial tras su fuga a Nueva York, dejando atrás a su familia, su Barcelona natal e incluso su idioma, su hermano Simon lleva dos décadas trabajando para él como hokusai, o distribuidor de citas, completando la arquitectura del estilo que fascina a las masas de lectores de su hermano.

P. También planea entre la bruma de la novela el muy actual debate del apropiacionismo. ¿La cultura es eso, ir reciclando todo lo pretérito, lo que tiene uno dentro, y darle nueva forma?
R. En mi novela no pretendo demostrar que la cultura es esto, tan sólo narrar una historia nunca contada. Eso no quita que Gran Bros, parece que a modo de respuesta a algunos de sus paisanos que decían no comprender la intertextualidad exagerada en sus novelas, haya sido capaz de escribir un documento en el que ofrece una brillante explicación de su forma de trabajar al transformar nada menos que algunas de las propuestas de T.S. Elioten La tradición y el talento individual en una interpretación innovadora de la práctica e historia de la literatura. Logrando incluso que todo el mundo crea que ese ensayo de Eliot fue una pieza clave a la hora de estimularle a colocar la intertextualidad en el centro de su narrativa.

El estilo es la única verdad

P. Simon, el prootagonista, es un citador profesional que vive a la sombra del escritor de éxito internacional. ¿Es uno tan escritor como el otro?
R. Claro. Pero se diferencian en que, entre otras cosas, el citador profesional -que dice vivir humillado y ofendido, pero sentir especial orgullo ante las novelas de su famoso hermano- cree firmemente en “el arte de la cita”, es decir, en las novelas que él mismo le ha ido dando estructuradas por carta a su hermano -novelas conformadas por secuencias de citas sutilmente trabadas-, mientras que éste, el triunfador gracias a su hermano y subordinado, no cree para nada en esa poética, aun cuando ha escrito ese ensayo con una vigorosa defensa de la misma.


P. Al hablar de este trabajo, Simon también desvela la absoluta precariedad de la literatura y de todos sus trabajos asociados. ¿Qué empuja a la gente a persistir en ella?
R. Tal vez se persiste tanto porque se busca obstinadamente un tipo de reconocimiento. De nuestra propia alma, creo. Porque es ella la que suele estar en juego en esto de la literatura. Después de todo, la personalidad de un escritor viene dada por su forma de estar aquí, en el mundo, y su escritura es un trazo evidente de ese modo de estar. Vista así, la literatura es muy atractiva porque permite ver al estilo como una necesidad personal, como la única expresión posible de una conciencia humana individual. De hecho, el estilo es el mejor modo que tiene un escritor de decir la verdad... Pero bueno, me doy cuenta de que estoy hablando ahora sólo como Simon. Sin duda su hermano Rainer -el célebre escritor “invisible” de Nueva York- se exaltaría menos.

Última imagen de la fotobiografía de Vila-Matas: "Por donde Simon Schneider llega a Cadaqués"
P. Simon también fantasea con la que debe ser la ambición de todo escritor, ¿existe el lector ideal, ese que asimila y comprende a la perfección todos los giros e intenciones de una obra?
R. Simon cree que hay una lectora, cuyo nombre no desvelaré aquí, que sabe leerle a la perfección, que lee con sorprendente lucidez hasta los mensajes cifrados que él envía a Nueva York a su hermano, al invisible Gran Bros.

P. Es un lugar común hablar del atasco del escritor, de la famosa página en blanco, pero ¿existe el atasco del lector?
R. Hay países en los que el síndrome del atasco del lector les está llevando a vivir en la Edad Media.

Un atasco que afecta asimismo a Simon, que emprende un largo paseo por Cadaqués, donde vive también medio oculto del mundo, en busca de la cita perdida. Un viaje que le llevará a encontrarse con su escurridizo hermano, dando paso a una charla entre ambos escritores donde la novela alcanza el paroxismo. Ambas posturas enfrentadas, en un implacable y por momentos sutil diálogo donde danzan los grandes temas que comprometen a la creación literaria, son defendidas por dos personajes que son el mismo Vila-Matas, que teoriza con humor e implacable ironía sobre la literatura y sus límites.

P. Destila la novela la sensación de que la literatura es una gran broma, de que un escritor puede (o quizá debe) no creer en su escritura o en su método de trabajo, aunque le granjee éxito. ¿Es así?
R. Eso me recuerda ese momento de la novela en el que alguien dice que ama la literatura, los libros, los autores, y que ese es su mundo, pero que tiene que proclamar, profundizando en la cuestión, que de todos esos autores que viene leyendo hace tiempo -tanto los que le fascinan como los que solamente aprecia, tanto los que adora como los que no le gustan nada, tanto los que se creen muy espabilados como de los que van de tartufos- sólo tiene que decir que de todos se ríe, pues no puede evitar que una vocecita le vaya diciendo sigilosamente acerca de todo lo que lee, por extraordinario que sea: ¡anda ya! No sé, pero creo que de esa vocecita no se salva ni el apuntador, aunque sea Shakespeare.

P. En el clímax que es esa charla entre los dos hermanos late su desprecio por las historias “basadas en hechos reales”, ¿por qué son, como decía Nabokov, “un insulto al arte y la verdad”?
R. Sólo sé que coincido bastante con Simon cuando le explica a su hermano que la no ficción cree estar copiando lo real cuando en verdad sólo está copiando la copia de una copia de una copia. ¡Pero si hasta Platón ya nos advirtió que incluso este mundo era una copia de otro!

El espacio de los poetas

P. ¿Hasta qué punto la literatura debe ocuparse de la realidad como tal?
R. Se tiende a creer que la realidad es la que reflejan los periódicos, los informativos de televisión y las redes sociales, y ese sí que es un gran peligro.

P. El humor y la ironía inteligente es ya una seña de su literatura, ¿es algo indespegable?
R. Aunque no lo tenía previsto, al final Esta bruma insensata refleja un proceso de huida de la tragedia, de desdramatización de la trama. Al final hay como una sensación de penetrar en un universo póstumo, en alguna geografía soñada por un demonio liberado de todo, hasta de su desgracia. Toda la novela parece escrita para que la tragedia de las primeras páginas vaya perdiendo peso.

P. Quiero lanzarle para terminar una pregunta con la que fantasea Simon en un momento, ¿habrá literatura en el siglo XXI?
R. Sí, la habrá, sin duda. Nunca faltarán los que estén dispuestos a impedir que la tecnología lo registre todo sin ningún mediador, es decir, lo registre todo sin cederles un cierto espacio a los poetas. Este es objetivo común a todos los mejores escritores actuales: impedir que en esta era de la técnica en que vivimos se haga ostensible lo poco necesarios que pueden llegar a ser.
 





Antonio López y Alfonso Galván se van con los chinos


Artículo de Ramón Irigoyen publicado en “Diario de Navarra”. Lunes, 1 de abril de 2019
Veo sentado en el banquillo del Español a Wu Lei, calificado, una hora antes,  en el telediario de TVE como el mejor futbolista chino, y abro el Daodejing de Lao Zi en la traducción del magnífico pintor y sinólogo Alfonso Galván para explicarme cómo el mejor futbolista chino no logra entrar en el equipo titular cuando el mismísimo ABC daba a Wu Lei como titular en su edición del sábado 30 de marzo.  Del mismo modo que, en los años sesenta del siglo pasado, hablábamos de Mao Tse Tung, el político que llevó a cabo la revolución comunista china y ahora aquel señor se llama Maozedong, lo que, por las misma fechas se llamaba el Tao Te King, ahora los sinólogos de hoy – que, claro,  saben mucho más chino que los sinólogos de hace 50 años – lo transcriben como Daodejing. 
El soporífero partido Barcelona – Español – y lo califico de soporífero porque se veía  que al final terminaría ganando el Barça, como así fue, por 2-0 – hace aflorar el filósofo de Shangai  que hay en mí y, mientras pienso  en el curioso destino del futbolista chino suplente, leo el capítulo 45 del Daodejing que dice: “Un gran éxito puede parecer incompleto, aunque no se desgaste con su uso”. Y así es. Mientras, naturalmente, ignoro qué le pasa a Wu Lei por la mente, Messi saca una falta al borde del área, el balón supera la barrera y el defensa españolista Sánchez, que, obviamente, le quiere contar un chiste al público, despeja contra su propia portería y logra un gol genial en propia puerta. ¿Cómo no rendirse ante la maestría de Messi, que, incluso cuando dispara por error a la grada un generoso defensa rival endereza el rumbo del balón y lo incrusta en la portería? Bien lo dice el magnífico castellano de la traducción de Alfonso Galván: “Un gran éxito puede parecer incompleto”. Y así es: un gran éxito – el gol de Messi – puede parecer incompleto porque necesitó el testarazo del defensa españolista para subir al marcador.  Y qué sabiduría china la del verso “aunque no se desgaste con su uso”. Este gol – ¿de Messi?, ¿de Sánchez? – nunca se desgastará con su uso. El Barcelona del año 2350, cuando la momia de Puigdemont se exhiba presidiendo la colección de trofeos ganados por el Barça a lo largo de su historia, organizará debates para dilucidar si el gol hay que atribuírselo a Messi o a Sánchez.
Alfonso Galván se formó como pintor en la madrileña Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Entre otros maestros ilustres, contó con el magisterio de Antonio López, un genio – hijo de Velázquez – como pintor y un genio del marketing, que vende su talento artístico con una sabiduría y una soltura admirables. Si Antonio López tuviera interés en ello, sería capaz de venderle el puente de Toledo, construido sobre el Manzanares, al mismísimo Ayuntamiento de Madrid o a cualquier otra institución o a un coleccionista privado. Lo que pinta lo convierte en oro y hay que reconocerle que su arte es inmenso.
Admiro muchísimo su arte como pintor y escultor pero su arte en el terreno del marketing bate todos los récords imaginables. Es tan inteligente que impartió un taller de pintura a un grupo de 20 chinos y, naturalmente, ese taller fue noticia de unos cuantos telediarios emitidos en España. ¿Qué precio de mercado tiene esa noticia que generó muchos minutos de emisión en no pocos canales? Y, conociendo la sabiduría comercial de Antonio López, un pintor español de máxima cotización, ¿cuántos canales chinos habrían emitido aquella noticia? Si Antonio López se lo propusiera, sería capaz de vender el Puente de Toledo – o incluso la Alhambra –  en Pekín.
La traducción, caligrafía y espléndidas ilustraciones del Daodejing son de Alfonso Galván. El prólogo de Ignacio Gómez de Liaño es excelente.  Y también es excelente el diseño y edición de textos de Juan Van den Eynde. Esta joya editorial, hasta donde llega mi humilde información, como el amor verdadero, ni se compra ni se vende.




Subrayar libros, un sacrilegio necesario


George Steiner no podía leer sin un lápiz en la mano. En una entrevista concedida a El Paísbromeó sobre el tema. Le preguntaron qué es ser judío: «Un judío es un hombre que, cuando lee un libro, lo hace con un lápiz en la mano porque está seguro de que puede escribir otro mejor», respondió.
Esta pugna entre aficionados a las letras cuenta ya con décadas de batalla: ¿Es más digno el lector que subraya una novela o el que no? Los libros son cuerpos vivos, y eso levanta muchas broncas y encontronazos. Su integridad física es defendida por unos como si se tratara de su propia carne o, más bien, de la carne de un ídolo. Muchos de estos se ofenden con ese otro tipo de lector que cae en la irreverencia de manejar las páginas como si fueran de papel: garabatea, subraya frases y párrafos.
Los primeros se lavan las manos y se cuidan de no abrir el libro más de 100 grados por miedo a que se aflojen las costuras. Son lectores a la japonesa: se descalzan antes de entrar en la historia, sueñan con pasar por ella sin contaminarla. Los otros, de los que hablamos aquí, se meten en el texto con los zapatos embarrados y obligan a cualquier visitante posterior a recibir una versión intervenida de su significado.
¿Pero acaso los cuerpos no están pensados para que, unos en otros, vayamos dejándonos señales, matizándonos, marcándonos relieves?
El veterano artista argentino Eduardo Stupía reflexionó sobre el hecho: «Cuando marco algo en un libro, me doy cuenta de que el marcado soy yo, que hay libros que efectivamente me marcaron y que hay otros que uno marcaría desde el comienzo hasta el final».
Uno cree que está subrayando el papel y, en realidad, él es el subrayado. La mayoría de acciones con las que osamos modificar el mundo exterior repercuten sólo en uno mismo. «No te regalan un reloj, tú eres el regalado», dijo un gran subrayador y anotador de libros llamado Julio Cortázar.
El autor de Rayuela discutía con las obras que tocaban sus manos, en cada tomo de su biblioteca está grabada la historia de una lectura apasionada, de un diálogo de tú a tú con los autores. Subrayaba, escribía, criticaba, celebraba, se cabreaba: «La más íntima, sola, poesía. Rumorosa y mínima», anotó en los márgenes de La realidad y el deseo de Luis Cernuda. Ahora, una visita a estos volúmenes ofrece un hilo que guía por lo más parecido a una biografía intelectual en la sombra de uno de los escritores más desafiantes del siglo XX.
Quizás la respuesta a por qué determinados lectores necesitan empuñar el lápiz o el bolígrafo cuando se enfrentan a una novela esté en el objetivo de la lectura. En una entrevista con Juan Gustavo Cobo Borda de 1981, el expansivo Gabriel García Márquez habló de sus inicios, de las obras que le nutrieron: «los novelistas son unos lectores diferentes al resto de los humanos. Sólo leen para saber cómo están hechos los libros. Se trata de una lectura puramente técnica, para desarmar el libro y ver cómo está cosido por dentro». La disección requiere bisturí, lápiz, salvo que se posea una capacidad de concentración torrencial.
subrayar libros
Herman Melville
Subrayamos, en principio, para facilitar la relectura y no tener que volver a picar la piedra en busca de minerales preciosos. Sin embargo, no releemos tanto como subrayamos. Con el tiempo, nos percatamos de que resaltar frases, en realidad, es una forma de detenernos, de meditar, o de aceptar nuestra ignorancia y meterla entre corchetes, o de festejar los descubrimientos plegándonos ante el autor con signos de exclamación.
Hay riesgos. Para los compulsivos del lápiz, un regreso a cualquier obra puede acarrear una humillación. Podemos darnos cuenta de haber destacado pasajes superficiales, cursis, de haber anotado obviedades en los márgenes, de haber corregido al autor de manera errónea, habiéndolo malinterpretado. Es la prueba de que cuando nos creíamos capaces de glosar con ingenio éramos mediocres, y eso aviva la sospecha de que lo sigamos siendo. La mediocridad no avisa.
También sucede lo contrario, pero es más raro, porque siempre cambiamos de gustos y de puntos de vista renegando con cierta violencia. Por eso utilizar el lápiz y no los bolígrafos o los rotuladores es un acto de compasión con uno mismo. Aunque nunca borremos las intervenciones anteriores, la mera textura del grafito alivia, indica que uno puede desdecirse y que las ideas pasadas no eran definitivas, sino parte de una trayectoria.
El bolígrafo provoca lo contrario. Las páginas pintarrajeadas con tinta, con el tiempo, se sienten aborrecibles como la ropa interior sucia de otro, sobre todo si la tinta tenía un color diferente al del texto. El bolígrafo negro resulta siempre menos agraviante que el rojo o el verde.
A pesar de los inconvenientes, los adictos al subrayado siempre preferirán un libro manchado. Sólo ellos conocen el morbo de tomar un libro ajeno y mirar las frases elegidas: pocas intimidades hay más profundas. En cambio, desasosiega tomar un ejemplar de una biblioteca personal y verlo impoluto, con las páginas rígidas y blancas, nunca maleadas.
El efecto que produce es el mismo que entrar a una casa abandonada esperando encontrar objetos y captar olores que lleven a fantasear con los recuerdos de otros y que, de pronto, descubramos que el domicilio nunca fue otra cosa que un piso piloto: están los muebles, los electrodomésticos, pero todo envuelto en una atmósfera esterilizada, sin alma.
Subrayar sirve también para dejar rastro. Ya de viejo, Herman Melville marcó un par de versos en un poemario del escritor escocés James Thomson: «Ponderando una dolorosa serie de derrotas/ Y negros desastres desde el primer día de mi vida». Quedó como un mensaje para las generaciones posteriores. Nos legó una imagen: Melville consolándose con la complicidad que ofrecían las palabras de Thomson. Esa línea que surca las dos frases sería el punto de partida perfecto para narrar la historia de un genio que murió ignorando que su obra iba a coronar la cumbre de la literatura universal.