Jesús Ferrero

Un texto en el que Francis Scott  Fitzgerald pretende no hacer literatura y que figura como uno de los más contundentes del siglo XX, comienza con la siguiente frase: “Es sabido que la vida es un proceso de demolición”. La primera vez que accedí a este texto me fascinó el concepto demolition referido a la vida. Indicaba un punto de vista bastante trágico y definitivo.

Otro autor podía haber dicho “la vida es un proceso de desintegración”, lo que nos conduciría al mundo de la física, o “la vida es un proceso de humillación”, como piensa Azúa, y que indicaría un punto de vista más vivencial y existencialista, de caballo indomable que no obstante es cruelmente domado siguiendo la implacable gramática de la humillación. Pero no, Fitzgerald prefirió emplear el concepto “demolición”, que nos conduce al mundo de la construcción. Demoler es la forma que tenemos de matar edificios, no personas. Ver la vida como un proceso de demolición subyuga por la carga depresiva que contiene el concepto y también por la carga mítica. Lo demolido es difícil volverlo a construir. Lo que has demolido, lo has demolido para siempre, diría Kavafis.

Lo inteligente de la frase radica en la expresión “es sabido”. Sí, es sabido que la vida es un proceso de demolición. Se trata de una forma de desarmar al lector, al formularle presuntamente una evidencia. Si el lector no ha caído en esa evidencia es tonto, y el lector no quiere pasar por tonto y acepta de inmediato una evidencia que está muy lejos de serlo, pues no todos ven la vida como un proceso de demolición. Aunque estamos ante una confesión personal, nos hallamos a la vez ante una formulación muy astuta y propia de un gran profesional de la escritura, sin olvidar que es una forma de iniciar un texto pavorosamente eficaz. A partir de ese momento ya no lo quieres dejar porque sabes que vas a adentrarte en un mundo de verdades muy contundentes, y no te engañas. Sin embargo no es menos evidente que otras personas menos poseídas por la tragedia verían  la vida como un proceso de disolución, que es un concepto más suave y más líquido, y en consecuencia menos trágico. Pero ya entonces Fitzgerald era un personaje de tragedia griega y se identificaba más con la idea de demolición. Su autorrelato, guiado por una depresión en estado muy avanzado (aunque él no lo supiera) le obligaba a ver de esa manera su propia historia y la de su generación. Los personajes del drama eran demolidos como estatuas y edificios. En el fondo un tipo de demolición clásica, por no decir grecorromana.

Juraría que un romano podía haber dicho lo mismo: “Mi vida es un proceso de demolición que ha ido trascurriendo sin que me diese cuenta”, viene a decir el Adriano de Marguerite Yourcenar. Bien es cierto que cuando Adriano empieza a ver así la existencia se halla en un período depresivo en el que siente que por primera vez su cuerpo le está traicionando, y al parecer de modo irreversible. El hombre de mármol presenciando su demolición a martillazos. Más trágico imposible.

La vida concebida como la caída de la casa Usher: las grietas están ahí, pero solo nos damos cuenta cuando ya son evidentes. Fitzgerald y Poe abrazados a la misma metáfora y formulando la misma verdad: la demolición solo se adivina cuando las grietas son demasiado grandes y demasiado visibles, y la tragedia está asegurada con su mecanismo irreversible.

Me fascina Fitzgerald porque tanto en su vida como en su obra supo resucitar la tragedia griega en todos sus elementos. Uno de esos elementos era por supuesto el concepto “demolición”. Todas las tragedias griegas se basaban en historias de la época homérica, y toda la ficción homérica se basa en un mito fundamental y que atañe al fundamento mismo del mundo sobre el que se va a apoyar toda la narrativa teatral: la demolición de Troya. La literatura occidental comienza con la historia de una demolición.