jueves, 19 de mayo de 2022

Voy y vengo con el diario de Piglia bajo el brazo, Leila Guerriero



calledelorco


Eran años feroces, como siempre son cuando uno quiere escribir y es muy joven. Mi padre me llevó a una feria de libros usados, compró uno, me lo dio. Leí: “Nunca más deberás tomar en serio las cosas que no dependen sólo de ti. Como el amor, la amistad y la gloria”. Leí: “Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, aún sacudido y humeante, vaciado por entero de ti”. Era el diario de Cesare Pavese y, después de leerlo, nada fue igual. No porque el libro haya solucionado algo —era el libro de un suicida— sino porque me hizo entender cosas —de mí, de la escritura: de los peligros que anidaban— que yo, que vivía incautamente entregada a las mandíbulas de ese animal salvaje que éramos la vocación y yo, no había entendido.

Conocí a Ricardo Piglia hace algunos años. Una vez coincidí con él en México, donde perdimos un avión. Era lunes. Durante todo ese día, en medio de paseos bizarros, Piglia me dijo cosas. Sobre la vida, sobre la escritura: cosas. Después de eso, nada fue igual. Hay días así, y uno los atesora como si guardara un rayo dentro de un cofre. Ahora leo un libro portentoso: Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama), que son los diarios de Ricardo Piglia. Leo: “Nunca pasa nada. ¿Y qué podría pasar? Es como si hubiera estado todo el mes de julio bajo el agua. Sentado en el patio frente a una mesita baja, el sentimiento de siempre: las grandes luchas por venir (...). Mantengo en secreto por ahora mi decisión de convertirme en un escritor”. Leo: “Lo difícil no es perder algo, sino elegir el momento de la pérdida”. Voy y vengo por la ciudad con el diario de Piglia bajo el brazo como quien se aferra a una gota de luz detrás de un vidrio oscuro.

Ayer me llamaron de una radio, me preguntaron para qué sirven los libros. Debo haber respondido alguna estupidez. Lo que debí haber dicho es que los libros sirven para una sola cosa: para salvarnos la vida.

Leila Guerriero
“Piglia”, El País
30 de septiembre de 2015

***

Leo el último volumen del diario de Ricardo Piglia, que acaba de publicarse. Después, sueño con Piglia. En el sueño, él está de pie bajo un árbol. Yo estoy frente a él y hago lo que jamás he hecho: pido consejos (yo, que dejé de confiar en que alguien pudiera dármelos a los 17). En el sueño quiero que me diga cómo seguir. Le hablo de cosas que jamás he hablado con nadie. Quiero que sea eso que nunca tuve ni busqué: un maestro. Él me mira con su sonrisa de costado, medio maleva, se rasca el nudillo del dedo meñique con el dedo mayor de la otra mano. Está como siempre, con ese pelo de rulos irisados, como de loco. Usa una camisa oscura y se ríe de mí con simpatía, con afecto, con una malicia hermosa, echando la cabeza hacia atrás. Me dice: “Sí, sí, te voy a decir todo, te voy a decir todo”, estirando la “o” como quien le habla a alguien muy joven o muy tonto, y dibujando un círculo amplio con las manos. Sé que se burla buenamente de mí y me siento feliz por esa complicidad. Empieza a decirme cosas que anoto. Son cosas importantes sobre la escritura, sobre la vida de escritor, y en el sueño comienzo a estar segura de que no estoy soñando, de que Piglia está realmente allí, hablando conmigo. Entonces noto que empiezo a llorar unas lágrimas gélidas que me queman la cara. Me despierto confusa y me doy cuenta, con espanto, de que no recuerdo una sola palabra de todas las que anoté, que a mi alrededor está, simplemente, mi cuarto. Trato, como un náufrago inverso, de hundirme en el sueño, de volver allí, de recuperar lo que Piglia me dijo porque estoy segura de que me dio la clave, el secreto de todo. Pero sólo escucho su risa en todas partes, y la sigo escuchando hasta que me duermo. Una risa gozosa que me recuerda que siempre estamos solos. Nunca abandonados.

Leila Guerriero
“El sueño”, El País
17 de octubre de 2017