sábado, 30 de julio de 2016

Lettre de Rainer Maria Rilke à Auguste Rodin




Mon cher Maître,
Avant votre départ, j’ai le besoin de vous dire mes reconnaissances pour toutes les heures de bonheur que vous m’avez données pendant les deux mois que je suis à Paris. Dès que je suis arrivé ici, il n’y avait pas autre chose pour moi que votre œuvre : c’est la ville dans laquelle je vis, c’est la voix que j’entends et le silence qui m’entoure, c’est l’aurore et le crépuscule de tous mes jours et le ciel de mes nuits de travail. Je ne sais pas vous le dire, et mon livre, lui aussi, peut-être ne sera-t-il qu’un faible souvenir de mes impressions et de mes sentiments ? Mais ce que je reçois, tous les miracles de vos mains et de votre vie, tout ça n’est pas perdu : je sens que la lourde richesse que vous avez mise sur mon cœur me restera, et que, dans la résurrection de mes vers, se lèvera, beauté par beauté, tout ce temps énigmatique.
J’ai déjà une fois essayé de vous dire, que votre œuvre et votre exemple héroïque pour ma femme et pour moi-même sera toujours l’événement le plus important de notre jeunesse et le souvenir que nous garderons comme un héritage sacré pour notre enfant, et pour des jeunes gens, qui ne savent pas leur chemin et qui nous le demanderont.
Vous êtes en voyage : sachez, mon Maître, que nous pensons avec ce sentiment ardent à vous, en travaillant. Moi, je connais un peu l’Italie. J’ai vécu quelque temps à Florence, puis à Pise, et près de Pise à la campagne au bord d’une mer rêveuse et forte. Voilà un passé, qui reste debout pendant des siècles, un passé plus voisin de l’avenir que du présent. Ce doit être aussi comme une partie de vous : parce que chez Michel-Ange et Léonard vous êtes entre vos pairs.
Quand vous reviendrez, mon Maître, mon travail sera fini, je l’espère. Mais j’ai pris ces jours-ci la résolution de rester cet hiver à Paris, de fréquenter les conférences du « Collège de France « , de revenir au Louvre, de travailler et d’étudier beaucoup, par exemple de m’occuper ardemment de l’oeuvre de M. Eugène Carrière.
Et j’espère que vous me donnerez la permission précieuse d’entrer quelquefois les samedis dans votre atelier et de garder ce contact avec votre oeuvre, qui m’est devenue une communion de laquelle je reviens jeune et juste, éclairé de l’intérieur par l’hostie de votre beauté… Ma femme est tout le jour dans son atelier et nous ne nous voyons presque que le dimanche où nous allons au Louvre ou au Luxembourg.
Rainer Maria Rilke

jueves, 28 de julio de 2016

Ray Bradbury dijo: «Si amas lo que haces, eso no es trabajo»


Ray Bradbury se hartó de decirlo en decenas de entrevistas: «No soy un escritor de ciencia ficción. Todos mis libros son de fantasía». Dio igual. El autor de Crónicas marcianas ha quedado impreso en la historia como uno de los grandes de la ciencia ficción. Aunque, para él, en toda su obra había una excepción: Fahrenheit 451. «Fue muy divertido escribirlo. Vino por su propio espíritu. Pero ahora que está en todas partes, estoy muy feliz de que le guste a tanta gente. A mí también me encanta», comentó en julio de 2010, en el festival Comic-Con de San Diego.
Bradbury (1920-2012) coleccionó viñetas y tebeos toda su vida. «Mi vocación de escritor se debe a mi amor por las tiras cómicas», explicó a Sam Weller en aquel encuentro ante miles de espectadores.
—¿Cómo influyeron los cómics en tu prosa y tu narrativa? —preguntó el biógrafo.
—Están llenos de imaginación. Están llenos de aventuras gloriosas. Ellos me enseñaron a escribir cuando tenía sólo nueve años.
El hombre al que The New York Times designó como ‘el mayor responsable de llevar la ciencia ficción moderna a la literatura popular’ tenía entonces 90 años.
—¿Todavía lees tiras cómicas y tebeos?
—Por supuesto.
—¿Cuáles te gustan?
—Mi preferida aparece en el periódico todos los días. Se llama Mutts.
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Weller siguió viendo a Bradbury dos años más. Hasta que el escritor distinguido en los Pulitzer de 2007 por su ‘prolífica e influyente carrera como autor inigualable de ciencia ficción y fantasía’ murió en la primavera de 2012. En esas charlas, recogidas hoy en el libro Ray Bradbury, The Last Interview, el autor volvió a afirmar lo que dijo toda su vida. Él no era un escritor de ciencia ficción. «Soy un escritor de ideas. Cuando descubro una idea que me intriga, la atrapo inmediatamente y salgo corriendo con ella. Hay muchas ideas en el mundo. Nos rodean por todas partes. Debemos alimentarnos de ellas. Yo he aprendido a seguirlas y a ir con ellas».
El escritor de Illinois relató que el actor Laurence Olivier había dicho que cuando tenía diez años sintió un giroscopio en el interior de su cuerpo que rotaba, murmuraba y le incitaba a actuar. «Lo que todos debemos hacer es escuchar nuestro giroscopio interno y dejar que nos incite a actuar, pintar y, en mi caso, pensar en ideas y escribir. Si no escuchas al giroscopio, y vas hacia otros lados, rompes tu equilibrio y colapsas. Yo siempre lo escuché. Por eso no he trabajado un solo día de mi vida. Si amas lo que haces, eso no es trabajar».
Bradbury aconsejaba no escribir pensando en un cheque bancario. Lo dijo en una entrevista para Writer’s Markets & Methods, con 24 años, y lo confirmó a los 90. «La gente siempre recomienda a los escritores que trabajen para ganar dinero. No lo hagas. Te asquearás y morirás. Si te das la espalda a ti mismo (a quien eres, a lo que eres, a tus sueños, a lo que necesitas), serás un infeliz. No vale la pena. Ser pobre no es tan malo mientras puedas imaginar y ser quien eres. Ser rico por una razón equivocada es un negocio repugnante. Eso no es ser rico en absoluto».
El autor de El ruido de un trueno contó que algunos amigos suyos que escribían para Hollywood ganaban diez veces más que él. Pero eran profundamente desdichados porque escribían piezas que jamás debían haber escrito. Nunca se fueron de vacaciones. Nunca viajaron a Londres ni a París. Temían que si no estaban en Los Ángeles cuando los llamaran, buscarían a otro y nunca los volverían a contratar. «Y, probablemente, tenían razón», remachó Bradbury. «Eran reemplazables. Pero si escribes desde tu ser y desde quien eres realmente, tu trabajo será original y nadie podrá sustituirte (…). Escribirás historias más honestas y descubrirás tu esencia».
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Sam Weller le recordó entonces que él siempre había dicho que trabajaba en televisión por dinero. Y así era. «Tengo una familia y necesito ingresos», indicó. «Pero escribí gratis mis novelas y mis relatos cortos. Nadie me pagaba por hacerlo. Al terminarlas, las lanzaba al mundo para ver si se vendían. Por eso siempre escribí lo que quise. (…) Nunca escribí por dinero. Lo hacía por mí».
Ese aprendizaje le llevó un tiempo. En sus relatos de adolescente buscó su voz en las frases de otros. «Cuando estaba en el instituto, escribí un cuento titulado El rabino. No sabía lo que estaba haciendo. No me di cuenta de lo bonito que era. Estaba demasiado ocupado imitando a Conan Doyle, P. G. Wodehouse y Edgar Allan Poe. Estaba completamente enamorado de ellos. No me di cuenta de que eso me hería. (…) No estaba siendo yo mismo. Eso llegó después, a los 22 años, cuando volví a mi infancia e indagué en mi interior para escribir El lago».
Bradbury no volvió a buscar su personalidad en otros autores pero durante toda su vida recordó el poso que le dejaron sus lecturas de Poe, Burroughs, Shakespeare, Pope y, más tarde, Bernard Shaw.
A menudo, este escritor que decía confiar más en sus instintos que en su intelecto se sumía en el futuro para narrar sus historias, pero, en realidad, hablaba de los asuntos del presente. Del racismo, el colonialismo, la censura, el nacimiento de los grandes medios masivos… El futuro tan sólo era un truco para atrapar al lector. El estadounidense pensaba que al público no le importaba el presente porque se sentía identificado con él. La fantasía, en cambio, despertaba su curiosidad. La intriga los llevaría a leer el libro y, al final, descubrirían que no habían salido de su época. Entonces exclamarían: «¡Dios mío, soy yo! Pensaba que se estaba hablando del futuro pero, en realidad, sólo está simulando que es el futuro».
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Las bibliotecas

Ray Bradbury no fue a la universidad. No podía pagarla. Pero, además, ¿qué razón había para ir? «Mujeres y jovencitas», bromeó. «No hay motivo para ir. Pensé: “¿Y si voy y dejo a una chica embarazada? ¿No arruinará mi vida? ¿No se hundirá mi profesión? Así que, en vez de ir a la universidad, conseguí un trabajo en la esquina de una calle. Vendía periódicos. Durante una década fui tres noches a la semana a la biblioteca y, a los 28 años, me gradué. Yo creo en las bibliotecas».
El escritor contó esa historia un día de octubre de 2010 en la Universidad de Medicina de Pomona, en California. Esta fue la última vez que apareció en público, según cuenta Sam Weller en The Last Interview, y allí aseguró que las bibliotecas eran más importantes que las universidades y los colegios.
«Yo no escribí Fahrenheit 451, ella me escribió a mí» (Ray Bradbury) Compartir en Twitter
«Las bibliotecas son el centro de nuestras vidas», declaró. Allí empezó a escribir Fahrenheit 451, la novela distópica que lo consagró como uno de los mejores escritores del siglo XX. Allí conoció a su única esposa, Maggie McClure.
Un día de 1950 Bradbury empezó a escribir el libro donde todos los libros arden:
«Era relativamente pobre y no podía permitirme una oficina», detalla en el prólogo de Fahrenheit 451. «Un mediodía, vagabundeando por el campus de la UCLA, me llegó el sonido de un tecleo desde las profundidades. Fui a investigar y me brotó un grito de alegría al descubrir que, en efecto, había una sala de mecanografía con máquinas de escribir de alquiler donde, por diez centavos la media hora, podía sentarme y crear sin necesidad de tener una oficina decente».
»Me senté y tres horas después advertí que me había atrapado una idea, pequeña al principio pero de proporciones gigantescas al final. El concepto era tan absorbente que esa tarde me fue difícil salir del sótano de la biblioteca y tomar el autobús de vuelta a la realidad: mi casa, mi mujer y nuestra hija pequeña.
»No puedo explicarles qué excitante aventura fue, un día tras otro, atacar la máquina de alquiler, meterle monedas de diez centavos, aporrearla como un loco, correr escaleras arriba para ir a buscar más monedas, meterme entre los estantes y volver a salir a toda prisa, sacar libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo (el polvo de los libros) que desencadena alergias literarias. Luego correr de vuelta abajo con el sonrojo del enamorado, habiendo encontrado una cita aquí, otra allá, que metería o embutiría en mi mito en gestación.
»Yo estaba, como el héroe de Melville, enloquecido por la locura. No podía detenerme. Yo no escribí Fahrenheit 451, ella me escribió a mí. Había una circulación continua de energía que salía de la página y me entraba por los ojos y recorría mi sistema nervioso antes de salirme por las manos. La máquina de escribir y yo éramos hermanos siameses, unidos por las puntas de los dedos».
ray bradbury ultima entrevista
Bradbury pensaba que en un mundo sin bibliotecas no habría pasado ni futuro. Pero para que eso ocurriera no hacía falta pegarles fuego, como ocurrió en su novela. Bastaba con que las personas no leyeran. Eso arramplaría con la historia y exterminaría el porvenir.
En los libros encontraba también un olor y un tacto sublimes. Los libros tenían memoria en el deterioro de sus páginas y polen de los lugares que habitaban. «Un libro nuevo huele muy bien, pero uno viejo huele aún mejor», aseveró aquel día en la universidad de medicina. Eso no ocurría con los ebooks. Bradbury los detestaba. Los miraba como a un ejemplar al que hubieran puesto una pantalla de ordenador encima.
Al escritor que se convirtió al budismo zen no le gustaban las máquinas. Nunca tuvo carné de conducir, nunca compró un ordenador y hasta los 62 años no subió a un avión. Tampoco le gustaban ciertas tecnologías. Una de las que más odiaba era internet. «Es un estúpido y maldito aburrimiento», dijo en Comic-Con. «Varios editores me han pedido que publique mis libros en la Red». No lo hizo. Pero sí se tomó la molestia de levantar el teléfono, marcar sus números y espetarles: «Abre tus orejas y vete al infierno».
Ray Bradbury odiaba internet. Decía quer era «un estúpido y maldito aburrimiento» Compartir en Twitter
Pero las tecnologías de finales del XX no debieron sorprender a Bradbury. El escritor, de algún modo, las olfateó a principios de los 50, cuando escribió Fahrenheit 451«Tú predijiste cosas como los auriculares de los iPhones, las pantallas planas de televisión, la violencia escolar, la muerte de los periódicos estadounidenses y el auge de las novelas gráficas. ¿Cómo lo vaticinaste?», preguntó Sam Weller en aquel festival de tebeos de San Diego.
«El secreto es estar enamorado», respondió Bradbury. «Lo que deseas es lo que consigues. Tú no predices cosas. Tú las realizas. Deberías convertirte en budista zen como yo. No pienses en las cosas. Hazlas. No las vislumbres. Hazlas».
Este hombre que dedicó su vida a escribir novelas, guiones cinematográficos y obras de teatro siempre daba el mismo consejo a los jóvenes que querían dedicarse a su oficio. «Escribe un relato cada semana durante 54 semanas. Al final de año te habrás convertido en un escritor. Tienes que escribir mucho. Mucho poder procede de trabajar mucho. Es mejor que trabajar poco».
—¿Algún consejo más para los aspirantes a escritor? —pidió Weller en aquella charla pública en la universidad de medicina.
—Vete a casa esta noche. Coge el teléfono, habla con esa gente que no cree en ti y diles que se vayan al infierno.
Bradbury decía que la ciencia ficción era el arte de lo posible. La fantasía, el arte de lo… Compartir en Twitter
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martes, 26 de julio de 2016

Luis Francisco Perez




Es posible que yo jamás hubiera leído ninguna novela de Juan Antonio de Zunzunegui de no haber sido porque Fernando Fernán Gómez adaptó al cine una de ellas, "El mundo sigue", logrando su película más "maldita" y desde luego una de las mejores. Esta que aquí aparece la he leído en estas vacaciones recomendada por Armando Montesinos y creo recordar que también por José Manuel Costa. Me he quedado de piedra. No me esperaba una cosa tan tremenda. Que en los años sesenta se publicara una novela ambientada en la posguerra y entre los vencedores de la guerra civil, en el selecto barrio de Salamanca de Madrid, y que el personaje principal sea una Baronesa más delincuente que baronesa, traficante de morfina "para los viciosos y necesitados por el dolor", y estraperlista de todo en años de miseria económica y podredumbre moral, organizadora de timbas clandestinas de póker en los nobles pisos de la calle Jorge Juan donde despluman a "paletos ricos que vienen a Madrid para conocer mundo", celestina de "chicas bien y necesitadas" y brutal con aquellas que se niegan a seguir sus consignas, y que también viva su lesbianismo con gran soltura y desparpajo es todo unido, hay que reconocerlo, bastante inaudito para esos años. Zunzunegui, autor de una obra narrativa descomunal y ahora injustamente olvidada, y que yo calificaría de "neorrealista" en su sentido cinematográfico, fue un falangista de primera hora, fiel y entregado, pero con los años se fue desenamorando. Hasta el punto que a partir de los sesenta fue declarado desafecto al Régimen, si bien no públicamente, y sus novelas se fueron haciendo más y más críticas con el sistema. No es que hablara en ellas "de política", pero utilizaba una implacable denuncia de las "virtudes públicas, vicios privados" que existían entre los vencedores de la contienda y en los barrios más privilegiados. De innegable y folletinesca estirpe barojiana pero utilizando un lenguaje más rico y cuidado que el de Don Pío, Zunzunegui, burgués vasco de Portugalete y Madrid, merece ser recuperado. Sus novelas hay que buscarlas en Iberlibro y en las librerías de viejo, pues están casi todas descatalogadas. Sin duda leeré algunas más. La próxima vez que vea a Álex de la Iglesia, bilbaíno madrileño como él (ya se sabe que los de Bilbao nacen donde quieren), le diré que en esta novela tiene un material impresionante para una futura película suya.