viernes, 25 de noviembre de 2016

Especial Roberto Bolaño


por  · Noviembre de 2016
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Dicen, de Roberto Bolaño, que era un polemista natural, intratable en el ejercicio retórico y entusiasta seguidor de los escritores dispuestos a terciar en la discusión. «Si estabas de acuerdo con una cosa, él rápidamente cambiaba de opinión para ejercitar todas las posibilidades de un tema». Quien habla es el mexicano Juan Villoro desde Bolaño cercano (Haasnoot, 2008) —del puñado de documentales que buscan perfilar al chileno, tal vez el más parecido a una sobremesa con el escritor—. Según el autor de El testigo, a Bolaño «le gustaba tener razón, a pesar de continuamente cambiar de razón». Otro de los entrevistados, el español Enrique Vila-Matas, cuenta una anécdota que ayuda a formar una imagen: «Un día le hablé muy mal de Bush. Ante mi asombro, Bolaño defendió un aspecto de su administración solo para poder discutir y me di cuenta que hasta era posible hacerse pasar por un simpatizante de Bush». Desde Bolaño por sí mismo (Ediciones UDP, 2006), tal vez la mejor biografía publicada del autor de 2666, el hijo de una profesora y un camionero y boxeador deja entrever en sus respuestas a los periodistas lo que equivale a la caja negra de los aviones: las palabras antes del accidente, la voz que atraviesa turbulencias con una última entereza: «Yo tengo un tipo de sangre que solo tienen los que han escrito Los detectives salvajes».
En este especial del equipo que hacemos paniko.cl —que comenzó a bullir con la noticia del traspaso del catálogo de Roberto Bolaño de Anagrama hasta Alfaguara—, escarbamos entre historias y conjeturas para volver a hablar del detective interesado en los cabos sueltos.
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Bolaño
Por Alberto Fuguet
Un Bolaño sin espíritu salvaje
Por Alejandro Arturo Martínez
Papeles de un afuerino
Por Bruno Montané
Discurso de Caracas
Por Roberto Bolaño
No más Roberto Bolaño, por favor
Por Alejandro Arturo Martínez
Un narrador en la intimidad
Por Roberto Bolaño
Un congreso con la amante de Bolaño
Por Alejandro Arturo Martínez
2666 goes to Hollywood
Por Pedro Pablo Salas
Yo no fui amigo de Bolaño
Por Felipe Cussen

miércoles, 23 de noviembre de 2016

11/17/2016 “Menos es suficiente”, Pier Vittorio Aureli (Gustavo Gili, Barcelona, 2016) Peio Aguirre



Este breve ensayo de crítico italiano Pier Vittorio Aureli (Roma, 1973) tiene el don de percutir entre las ideologías de la austeridad que actualmente, y sobre todo a partir de la crisis de 2008, se han visto implementadas en todas las esferas económicas de la vida. El famoso lema de Mies Van der Rohe, “menos es más”,  convertido en todo un credo del diseño minimalista, es aquí cuestionado bajo la lente de un análisis de formas históricas que han hecho de la necesidad virtud. Partiendo de un análisis del ascetismo y el monacato en diversas órdenes religiosas (benedictinos, franciscanos), Aureli se adentra en el interior del propio espíritu del capitalismo. Conseguir más con menos es, como sabemos, uno de los principios de la producción capitalista. El modo de racionalización del tiempo y el espacio puesto al día por el ascetismo desde la Edad Media sirve para una actualización de sus formas arquitectónicas: monasterio, claustro, prisión, cárcel, fábrica. El autor no opta sin embargo, por filiar todas estas formas a los ya conocidos “encierros” foucaultianos. Más bien, Aureli se adentra en el interior de una ética del ascetismo y en sus distintas corrientes represivas, de racionalización ética y estricta disciplina. 

El ascetismo es un ars vivendi cuyo objeto y finalidad coincide, y éste no es otro que el estudio del yo: conocerse a uno mismo, cuidarse a uno mismo… para así poder dominar a los demás. Escribe: “El ascetismo es, pues, no solo un estado contemplativo o, como habitualmente se entiende, un retiro del mundo, sino, sobre todo, una forma de cuestionar radicalmente las condiciones sociales y políticas dadas en una búsqueda de una manera diferente de vivir la propia existencia de cada uno”. (p.19) Nietzsche señaló en La genealogía de la moral que si bien en sus orígenes el ascetismo se erigía en una crítica al poder en su rechazo al mundo, la retirada de él, como sostenían los eremitas y los primeros monjes, pronto devino en una manifestación sutil de la voluntad de poder del ser humano. 

El hacerse uno en el tiempo y en el espacio, el monacato inventó la celda individual como representación por excelencia de la interioridad, dando así a una nueva relación entre la vida individual y la vida monástica. Una forma-de-vida (por utilizar aquí la expresión de Giorgio Agamben), en la que el ascetismo, y con ello el propio cuerpo del monje, deviene en un arte que no da un producto, sino que coincide con la propia representación. La lógica del espacio se pliega a este arte: “En el monasterio, la forma sigue a la función del modo más estricto posible. Como en un edificio funcionalista, la forma típica del monasterio medieval es simplemente una extrusión de las actividades rituales que tienen lugar en su interior. Si observamos la planta del monasterio, comprobaremos una perfecta coincidencia de tiempo y espacio”. (p. 30)

Aureli contrapone el modelo de los monasterios benedictinos, que devinieron en grandes centros de producción y poder, hasta el punto de que el monasterio más famoso de la orden, Cluny se expandió hasta convertirse en una ciudad por derecho propio, a la posterior austeridad franciscana. La retirada del mundo y la dedicación al trabajo fue la opción de un primer ascetismo. Más tarde, y como reacción, el radical rechazo de la propiedad privada de los franciscanos fomento la doctrina estricta del uso; el fraile usa un hábito, no lo posee. El voto de máxima pobreza de la orden franciscana se inspiraba en la vida de los animales, donde no existe la propiedad privada. 

Pero la evolución de la ciudad moderna es impensable sin el concepto de propiedad privada. Le Corbusier fue el primero en concebir una mínima propiedad para las clases obreras que les permitiera convertirse en empresarios de su propia condición doméstica. Esta paradójica relación entre ascetismo y propiedad ilustrará la brutalidad de la vida industrializada en las grandes metrópolis. Walter Benjamin estudió los interiores burgueses, cuyos objetos estaban allí para garantizar la ideología de la casa privada, el afán de sus habitantes por dejar huellas. Pero, como explica Aureli, “resulta irónico que Benjamin asociara el minimalismo de Le Corbusier como una forma radical de vida cuando, como hemos visto, estaba destinado a imponer el mecanismo de la propiedad privada a una escala aún mayor que el interior burgués decimonónico”. (p. 50) 

Aureli contrapone al modelo lecorbuseriano el modo de vida del propio Benjamin, quien en la década de 1930 se mudó 19 veces, y también su amado héroe, Baudelaire, quien hizo de la ciudad su morada, con las figuras el flâneur y el dandi como manifestaciones estéticas donde la propia vida se construye como una obra de arte, en una de las representaciones de la identidad moderna más ubicua y cosmopolita. 

La última parte del libro nos religa con el presente, a partir de una crítica de la estética minimalista salida de un capitalismo que hace de la austeridad una estética seductora, y que tiene en Apple su ejemplo más manifiesto. A partir de una fotografía de Steve Jobs en 1984, donde éste sale como un monje, sentado en el suelo con una taza de té en la mano y sin más objetos a su alrededor que una lámpara y un tocadiscos, Aureli traza una genealogía de la habitación mínima a partir del modelo co-op zimmer de Hannes Meyer concebido en 1924 , no como una vivienda autosuficiente, sino como una habitación destinada a cubrir las necesidades de la clase obrera en una época de grandes migraciones. Evidentemente las diferencias son enormes, como es el cambio del tiempo histórico, y la crítica de Aureli a la ideología del “menos es más” del diseño minimalista tiene en la actual precariedad de los trabajadores creativos su diana más política. Menos es menos siempre, nos dice. Lo que hemos de abandonar es la promesa de un falso crecimiento soportado en la deuda, y retornar a un modo de vida donde menos es suficiente. El ejemplo de Meyer sobresale entonces notoriamente. 


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Concluye que, “solo si somos capaces de ir más allá de su aura ideológica, menos puede ser el punto de partida de una forma alternativa de vida independiente tanto de las falsas necesidades que impone el mercado como de las políticas de austeridad impuestas por la deuda”. (p. 79) A la luz de este magnífico ensayo, la redefinición de lo privado, lo común y lo colectivo impregna el debate actual sobre el problema de la vivienda y el co-housing, por no hablar de la necesidad imperiosa de tener que volver a definir los parámetros de nuestra vida diaria y cotidiana a partir del más nimio detalle y elección.

martes, 22 de noviembre de 2016

ES EL MEDITERRÁNEO Paul B. Preciado

Es el Mediterráneo. Es el lugar al que llegas. Es Grecia. Es el lugar que te acoge. Es el suelo que podría estar bajo tus pies. Es el mar en el que te hundes. Es Europa. Es el cielo que parece igual para todos pero no lo es. Es el mundo. Es el cash flow. Es la tierra que pisas. Es la calle que dejas atrás. Es la ciudad a la que llegas. Es el Parlamento vacío. Es la plaza llena. Es Calais. Es el mundo. Es París. Es la casa en la que fuiste feliz y a la que ya no volverás nunca. Es el Mediterráneo. Es la costa. Es Londres. Es el fondo del mar. Es el stop loss. Es el ruido que oyes en la oscuridad y que confundes con una voz. Es la lengua que hablas. Es Mytilene. Es el Ibex 35. Es el lugar al que llegas. Es la lengua que no hablas. Es el ouzo cambiando de color cuando se mezcla con el agua. Es Smyrna. Es el movimiento. Es la laca que usa Madame Merkel para mantener el pelo sobre su cabeza como si fuera una peluca. Es el olor a gasóleo que te recuerda que estás vivo. Es la quietud. Es el debate sobre la identidad nacional. Son las ondas. Es tu cerebro. Es la información en tiempo real. Es el sonido. Es la electricidad. “Si no sientes miedo en el momento de comprar, es que estás comprando mal” —consejo de bróker. 12563 friends like this. Es el Mediterráneo. Es el capital que se mueve y arrastra todo a su paso. Son los números del 95 al 118 de la tabla periódica de elementos. Esto todo lo bueno y todo lo malo mezclado en proporciones exactamente idénticas. Es Casablanca. Es el Dow Jones industrial. Es el aire que parece igual para todos pero no lo es. Es la piel. Es la tasa variable de la deuda. Es la mano que se toca a sí misma. Es el amor. Es el viento que sopla desde Chernobyl. Es el acceso Premium a la vida. Es el pájaro que mete sus alas en barro. Es un as de oros bajo la manga. Es Damasco. Es el desamor. Es la mano que se toca a sí misma. Es el pelo de Merkel ardiendo como si fuera una mecha. Es El Cairo. Es lo que piensas mientras hablas sobre otra cosa. Es la simultaneidad. Ese espacio exacto de tu mente donde algo crece sin que puedas pararlo (¿Qué existencia tiene eso que piensas? ¿Es más o menos importante que la vida que vives?). Es Kassel. Milate ellinika signomi?Es la imposibilidad de borrar de su memoria lo que un día dijiste. Son los tres emails por minuto que deberías escribir para aumentar la productividad. Es el color verde de una mantis religiosa que se posa sobre tu libro mientras lees. Es la testosterona. Es la política de prevención de la radicalización musulmana. Es Europa. Es el mundo. Es la menopausia. Es la integración cultural. Es la oscuridad que cubre la ciudad como una capucha de adolescente. Es el Mediterráneo. Es el feminicidio como plan divino. Es la basura pudriéndose en el río de Beirut. Es el lugar al que llegas. Es el zapato que vuela y golpea la cabeza de Bush. Es la tortura. Es la sensación de que debajo de tu camisa no hay cuerpo. Es el tiempo que parece igual para todos pero no lo es. Es la costa. Es el fondo del mar. Es el lugar que te acoge. Es la desforestación de tu imaginario. Son los tres miligramos de Lorazepam. Enseñar la teoría de género en la escuela es una guerra global contra el matrimonio, dice el Papa Francisco. 666fxck likes this. Es el coleteo de la langosta al entrar en el agua hirviendo. Es la censura. Es la tarifa plana de la conciencia. Es Luanda. Es el suicidio de Foster Wallace. Es el cuerpo que imaginas pero no tienes. Es el alma de un perro. Es la tasa de supervivencia de los seropositivos que anuncia con orgullo el ministerio de sanidad. Es Kiev. Es el aumento del cáncer, el descenso de la calidad respiratoria, la destrucción de la barrera inmunológica. Es Johannesburgo. Es ayer. Es mañana. Es el 4% de territorio de Estados Unidos dedicado a las Reservas Indias. Es el estado de agregación de la materia. Es la selección de los 100 mejores libros: de nuevo, todos menos dos escritos por hombres. Es la democracia representativa como cobertura de la corrupción. Es la resistencia de los mapas a cambiar. Es el Nasdaq Composite. Es el Mediterráneo. Es Europa. Es el lugar al que llegas.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Javier Marías




COLUMNISTAREDONDA_JAVIERMARIAS


4 MIN.

TRABAJO EQUITATIVO, TALENTO AZAROSO

DOMINGO 20 DE NOVIEMBRE DE 2016

SI ALGO clama en verdad al cielo, en lo que tanto hombres como mujeres deberíamos hacer continuo hincapié, es la diferencia salarial existente (y persistente) entre unos y otras, exactamente por el mismo trabajo. Nunca he entendido en qué se basa, cuál es la justificación, aún menos que se dé en todos los países, no sólo en el nuestro. En Alemania, nación avanzada, la brecha es aún mayor que aquí, y en Gran Bretaña, Holanda y Francia tan sólo un poco menor. La cosa presenta la agravante de que, según el reciente estudio de economía aplicada Fedea, hace ya tres decenios que las mujeres poseen mejor formación que los hombres, algo que no falla nunca si se analizan personas menores de cincuenta años. “En el mercado de trabajo español el 43% de las mujeres ha concluido estudios universitarios, frente al 36% de los varones”, señala el informe, y añade que, pese a ese superior nivel educativo, ellas se topan con más dificultades para encontrar empleo y, cuando lo consiguen, sus condiciones laborales son peores. Así, la tasa de paro femenino es seis puntos mayor. La diferencia salarial ronda el 20% a favor de los menos educados, y eso –insisto– escapa a mi comprensión. Si dos individuos realizan las mismas tareas y las desempeñan durante el mismo número de horas, ¿con qué argumento puede discriminárselos en función de su sexo? La situación es tan ofensiva e injusta, y lleva tanto perpetuándose, que no me explico que no ocupe a diario los titulares de los periódicos y de los informativos, y que sólo aparezca o reaparezca cuando se publica algún estudio como el de Fedea, que nada descubre. Se limita a constatar que nada cambia.

Ese es el terreno fundamental en el que las supuestas ultrafeministas deberían estar librando una batalla sin tregua, en vez de perder el tiempo y la razón con dislates lingüísticos y con aspectos secundarios y ornamentales, en los que además el “reparto” nunca es ni ha sido per se equitativo. Leo muchos más artículos y protestas porque haya menos mujeres que hombres en la RAE, o ganadoras del Cervantes, o directoras de cine o de orquesta, que por esta discriminación laboral y salarial. El trabajo es mensurable y cuantificable en términos objetivos; las artes y lo que llevan implícito –talento, genio, como quieran llamarlo– no lo son. Esas aptitudes no están distribuidas de manera justa ni proporcional. No hablo del largo pasado, en el que a las mujeres les estaba vedada la dedicación a la pintura, a la arquitectura, al cine, a la composición musical y parcialmente a la literatura, sino de hoy. No hay ninguna razón por la que deba haber tantas buenas escritoras como escritores, ni a la inversa, claro está. De la misma manera que tampoco ese reparto de talento está garantizado por países ni por regiones. Ni por diestros o zurdos, altos o bajos, gordos o delgados, negros o blancos o asiáticos.
De todos es sabido que en los siglos XVIII y XIX hubo una concentración de genio musical en Alemania y Austria, incomparable con el existente en cualquier otro lugar. Si en ese periodo vivieron Bach, Telemann, Mozart, Haendel, Haydn, Schubert, Beethoven, Schumann, Brahms, Bruckner y Mahler no mucho después, se debió en gran medida al azar. ¿Por qué en el XVII inglés hubo un Shakespeare, un Marlowe, un Jonson, un Webster, un Tourneur, un John Ford, un Robert Burton y un Sir Thomas Browne? ¿Y en España un Cervantes, un Lope, un Quevedo, un Góngora, un Calderón, mientras en otras naciones no surgía algo similar? ¿Por qué (y eso tiene más misterio y más mérito, dada la escasez de escritoras) en el XIX británico se juntaron Mary Shelley, Jane Austen, George Eliot, Emily y Charlotte Brontë, Elizabeth Gaskell, ­Elizabeth Barrett Browning y Christina Rossetti, todas clásicas indiscutibles de la novela o la poesía? Pese a las trabas de la época para las de su sexo, su arte emergió y fue reconocido, porque eso sucede siempre con el arte elevado, aunque a veces llegue tarde para quien lo poseyó, sea varón o mujer. Hoy hay una pléyade de feministas empeñadas en “sacar de las catacumbas” a todas las pintoras, compositoras y escritoras que en el mundo han sido, y no todas merecen salir de ahí. Habrá periodos en los que el talento estará más concentrado en mujeres, como lo estuvo el musical en germanos dos y tres siglos atrás. Y habrá otros en los que no. Por mucho que se intente hundir y ocultar, el gran arte sale a flote y acaba resultando innegable, manifiesto (a veces con enorme retraso, eso sí). Que se lo pregunten a los espíritus de Austen, Brontë, George Eliot o Emily Dickinson.
Lo que sí es intolerable, lo que todos los feministas deberíamos combatir sin descanso (me incluyo, claro que me incluyo), es la discriminación en lo que no depende del azar, ni del gusto ni de la subjetividad de nadie (ni siquiera de los tiempos): el trabajo, lo que por él se percibe y la igualdad de oportunidades para acceder a él. Conseguir que las mujeres no estén perjudicadas ni desdeñadas ni preteridas en ese campo es la principal y urgente tarea –casi la única seria– a la que nos debemos aplicar.

Le plaisir du texte - Roland Barthes (1973)

De la vida dañada a la contrarrevolución* César Rendueles


Un día de 1968 Terence Stamp llega al chalet familiar de un industrial milanés. No le dice a nadie su nombre. Es sencillamente "el visitante". Tiene veinticinco años y es arrebatadoramente guapo. El visitante es silencioso y tranquilo, pero logra transformar la vida de aquella familia fanáticamente normal. Folla con la madre, una mujer reprimida, encadenada por las convenciones de la respetabilidad. Folla con la hija, extremadamente tímida. Folla con el hijo, folla con la criada, folla con el padre. Como si fuera uno de esos ángeles de Rilke, les muestra la fragilidad de su realidad construida y les obliga a asomarse al vértigo de su afuera. Cuando se marcha, todo salta por los aires. Los miembros de la familia tienen que afrontar la pobreza de las experiencias y de los deseos anteriores a la llegada del visitante. La madre se dedica al sexo casual con distintos jóvenes. El padre colectiviza la fábrica, entregándosela a los trabajadores y se lanza desnudo al desierto. El hijo se hace artista, la hija queda catatónica... La criada, una mujer de origen campesino, tiene una iluminación mística y se convierte en santa.
Teorema es una novela y una película llena de ira y de compasión en la que, a finales de los años sesenta, Pasolini volcó su odio hacia las formas de vida burguesas. Diez años antes, había elegido el camino contrario. En sus dos primeras novelas Chicos del arroyo (1955) y Una vida violenta (1959) trató de reflejar de forma empática la vida de los subproletarios que, procedentes del sur de Italia, vivían segregados en los arrabales de las grandes ciudades industriales. Según Pasolini la vida de aquellas personas no sólo era digna de compasión, sino que constituía un valioso vivero de formas de vida alternativas procedentes del pasado del que se podían nutrir los proyectos de emancipación política anticapitalistas.
Su "cultura", tan profundamente diferente que creaba incluso una "raza", proporcionaba al subproletariado romano una moral y una filosofía de clase "dominada" que la clase "dominante" se contentaba con "dominar" parcialmente, sin preocuparse de evangelizarla, es decir, de obligarla a asumir su propia ideología (en este caso un repugnante catolicismo puramente formal). Abandonada durante siglos a sí misma, es decir, a su propia inmovilidad, aquella cultura había elaborado valores y modelos de comportamiento absolutos. Como en todas las culturas populares, los "hijos" recreaban a los "padres": ocupaban su lugar, repitiéndolo (...). Y sin embargo, había una continua regeneración. Basta observar su lengua (que ahora ya no existe): se inventaba continuamente, aunque los modelos léxico y gramaticales fueran siempre los mismos. En el cinturón de barrios periféricos, que constituía la metrópolis plebeya, no había un solo instante de la jornada en el que no se oyese en las calles o en los descampados una "invención" lingüística. Señal de que se trataba de una "cultura" viva.[1]
Pasolini creía que aquellos marginados del incipiente Estado de bienestar habían logrado preservar una inmensa potencia política capaz de desafiar la cultura capitalista. Creía que había un terreno de confluencia entre el cambio político emancipatorio y ese espacio antropológicamente conservador y socialmente denso. No era una propuesta nostálgica o reaccionaria. Más bien, Pasolini pensaba que desde la vida de las clases populares se podía iniciar una experimentación social que engranara con el comunismo, la democracia, la cultura erudita, el cristianismo herético y la contracultura. Sólo en ese crisol de contradicciones desgarradoras se podían generar experiencias intensificadas que superaran las mortajas espirituales burguesas. En Who is Me, un largo poema autobiográfico de 1966, lo explicaba así:
Y hoy os diré que no
sólo hay que comprometerse escribiendo
sino viviendo:
hay que resistir con el escándalo
y con la rabia, más que nunca
(ingenuos como bestias) en el matadero,
enajenados como víctimas,
precisamente:
hay que clamar más fuerte que nunca el desprecio
contra la burguesía,
gritar contra su vulgaridad,
escupir contra la irrealidad que ha elegido
como única realidad,
no ceder ni en un acto
ni en una palabra
en el odio absoluto contra sus policías,
sus jueces, su televisión y sus periódicos:
y aquí yo, pequeñoburgués
que lo dramatiza todo,
tan bien educado
por una madre de dulce y tímida alma
(...) de moral campesina
quisiera hacer un elogio de la inmundicia,
la miseria la droga y el suicidio:
yo, poeta marxista privilegiado,
que posee instrumentos
y armas ideológicas para combatir
y suficiente moralidad
para condenar el puro acto de escándalo.
yo, hondamente respetable,
pronuncio este elogio,
porque la droga, el asco, la rabia y el suicidio
son, junto con la religión,
la única esperanza que queda:
contestación pura y acción,
con la que se mide la enorme sinrazón del mundo.[2]
Ya a mediados de los años sesenta Pasolini se da cuenta de que su populismo contracultural es un proyecto fracasado. Con el desarrollismo de la década de los sesenta, al menos en Italia, la materia prima social del cambio político terminó por desaparecer. Se había consumado un genocidio cultural. Los personajes subproletarios de sus dos primeras novelas se habían extinguido para ser reemplazados por imitaciones grotescas de la burguesía. En los años sesenta, los jóvenes de los arrabales eran "tristes, neuróticos, indecisos, llenos de ansiedad pequeñoburguesa: se avergüenzan de ser proletarios: intentan parecerse a los "pijos", a los "hijos de papá". Sí: estamos asistiendo al desquite y al triunfo de los "hijos de papá": son ellos quienes encarnan hoy el modelo a seguir. Para Pasolini la causa de esa transformación, de ese genocidio, era evidente: "el consumismo ha destruido cínicamente un mundo "real" transformándolo en una irrealidad total, en la que no hay elección posible entre el bien y el mal". [3]
Por eso cuando en los años sesenta el Estado de bienestar basado en la paz social entre la burguesía y las clases trabajadoras adictas al consumo se enfrentó a límites económicos, sociales y organizativos, el neoliberalismo tenía una oferta que mucha gente no estaba dispuesta a rechazar. Así fue como ocurrió algo absurdo. Desde 1973 millones de personas de clase trabajadora -primero en Inglaterra y Estados Unidos, luego en el resto del mundo- comenzaron a apoyar proyectos de sumisión a las élites económicas que atentaban contra sus intereses materiales más inmediatos. El consumismo borró de la memoria colectiva las consecuencias que había tenido el capitalismo desbocado, la miseria y las decenas de millones de muertos que dejó a su paso.
Porque la globalización neoliberal consistió, básicamente, en un retorno al capitalismo clásico, a una supuesta edad dorada de mercado libre, a los viejos buenos tiempos manchesterianos: Bussiness as usual tras el paréntesis keynesiano. Fue entonces cuando empezamos a desear con todas nuestras fuerzas parecernos a los ricos. Fue entonces cuando vestir, comer, viajar o hablar como un idiota con la billetera llena dejó de ser algo ridículo y se convirtió en nuestro ideal de vida. Fue entonces cuando pertenecer a la clase trabajadora comenzó a ser motivo de vergüenza.
Pero hubo alternativas. Las revueltas de 1968 anunciaron una reactivación de la lucha de clases en todo el mundo. En Chile, México, Francia, Italia, Egipto, Portugal o Argentina las clases populares trataron de avanzar en una dirección muy diferente a la que finalmente se impuso. Como recordaba el historiados David Harvey, en Suecia el plan Rehn-Meidner de los años sesenta proponía, literalmente, comprar de manera paulatina a los dueños de las empresas su participación en sus propios negocios y convertir el país en una democracia de trabajadores. El liberalismo venció en esa batalla global, sí, pero podría no haberlo hecho.
A menudo Pasolini explicó la posición de los subproletarios romanos en términos de segregación racial. Su situación, pensaba, era en todo análoga a la de los afrodescendientes norteamericanos. Así que, poco sorprendentemente, a medida que la subclase italiana iba siendo asimilada a través del consumismo, Pasolini comenzó a viajar por África. Era un momento en el que allí despertaban iniciativas políticas que aspiraban a desbordar el legado de servidumbre capitalista que había dejado el imperialismo sin convertirse en satélites soviéticos. El neoliberalismo fue también una respuesta a esa efervescencia popular.
En otras palabras, en África Pasolini no buscaba un pasado perdido, sino un futuro político.
Un futuro que nunca llegó a ser.
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[1] P. P. Pasolini, "Mi Accatone en televisión después del genocidio", publicado el 8 de octubre de 1975 en Il Corriere della Sera. Recogida en Cartas luteranas, trad. Josep Torrell, Antonio Giménez y Juan Ramón Capella, Madrid, Trotta, 1007.
[2] P.P. Pasolini, Who is Me. Poeta de las cenizas, trad. Marcelo Tombetta, DVD, Barcelona, 1992, p. 47.
[3] P.P. Pasolini, "Dos modestas proposiciones para eliminar la criminalidad en Italia", publicado el 18 de octubre de 1975 en Il Corriere della Sera. En Cartas luteranas, op. cit., p. 131.