sábado, 10 de junio de 2017

¿Qué sentido tiene escribir? - Pasolini en español

Rafael Sánchez Ferlosio: “La profundidad es un invento”


Rafael Sánchez Ferlosio, en su casa de Madrid, durante la entrevista.Ampliar foto
Rafael Sánchez Ferlosio, en su casa de Madrid, durante la entrevista. LUIS SEVILLANO

Tengo muchas limitaciones porque tengo muchos años, 87 ya; por lo tanto, soy muy antipático, pero buena persona”. Más tímido que huraño, Rafael Sánchez 
Ferlosio (Roma, 1927) se excusa con humor ante el fotógrafo tras pedirle que no use flash y antes de lanzarle una sugerencia: “Fotografíe las cosas de mi nieta, mejor que a un viejo como yo”. La nieta tiene 10 años y está tan presente en la casa del escritor —aquí un shopping center de juguete, allá unos tambores— como en su conversación, que puede arrancar en la batalla de Salamina, pasar por el David de Miguel Ángel y terminar en la película La invención de Hugo, de Martin Scorsese —“tiene un relieve precioso”—, o en un documental —“malo”— de Michael Moore. Dice que la poesía no le “entra”, pero recita de corrido versos de Machado o Rubén Darío. También dice que no tiene oído, pero entona canciones de la guerra cuando recuerda alguna visita a su padre, el escritor y fundador de la Falange Rafael Sánchez Mazas.
Galardonado en 2004 con el Premio Cervantes, Ferlosio publica ahora Campo de retamas, la recopilación de sus notas y aforismos, a los que llama pecios. Con ese título se abre la reedición revisada de toda su obra narrativa y ensayística. La primera ya no le interesa pese a que El Jarama, una novela que dice aborrecer, lo consagró como escritor con el Premio Nadal de 1956. La segunda, tejida a veces con largas sucesiones de frases subordinadas que buscan controlar cada argumento —la famosa hipotaxis ferlosiana—, incluye reflexiones sobre la guerra, el progreso, el patriotismo y, sobre todo, el lenguaje. Es fama que pasó 15 años estudiando gramática por su cuenta ayudado con una particular dieta de anfetaminas. Antes había intentado el ingreso en Arquitectura y cursado algún año de Lenguas Semíticas. No pasó de ahí. “No tenía yo vocación para hacer unos estudios”, explica. Nadie lo diría.
PREGUNTA. Varios de sus pecios se dedican a analizar qué hay bajo ciertas formas estereotipadas de la lengua. ¿Qué hay?
RESPUESTA. Fórmulas como “merecido descanso”, “sana alegría” y “honesto esparcimiento” son huellas, el cuajo de la ideología. Esas tres son las que van más veces juntas, con alguna variante. También la apología del deporte tiene unos tópicos: “Afán de superación”, “aspiración a la excelencia” y “espíritu de sacrificio”. Al deportista lo consideran muy generoso porque se sacrifica. No hay más que ver una fotografía de Nadal del otro día que tengo para recortar. [Se levanta y vuelve con una bolsa llena de periódicos. Abre un Abc y enseña al tenista Rafael Nadal celebrando una victoria con el puño crispado]. Llaman afán de superación a lo que es autoafirmación. Confunden felicidad y satisfacción. El de la victoria es un momento completamente serio porque no hay felicidad, hay autoafirmación.
P. ¿Un tópico siempre supone una ideología?
R. Un tópico verbal se refiere a una mentalidad. La alegría no puede ir sola y tiene que ser sana. Hay un sustrato moral. Esas tres están elaboradas para los pobres por la clase ociosa, como la llamaba Veblen. Son un programa pedagógico para los infelices.
P. ¿Valoramos más lo que se consigue sufriendo?
R. Yo comparo al patinador competitivo con el que no compite y lo único que hace es superar la gravedad. Hace falta entrenarse un poco, pero ya está. El que patina sin competir patina libre, ligero, feliz, donde quiere. El que compite se está sacrificando por el yo, una cosa horrible.

P. ¿El deporte puede llegar a ser la guerra por otros medios?
R. Las dos cosas participan del vicio occidental por excelencia, que es el vicio agónico, el agón, la competición. Ahora el deporte es casi el único contenido del patriotismo porque del patriotismo no queda nada. Hasta guerras ha habido en Hispanoamérica por el fútbol. O han matado a jugadores que perdieron. Ahora todo es ganar y perder. Por eso hablo del patinador no competitivo.
P. ¿Usted patinaba?
R. Sí, cuando tenía 15 o 16 años, en un skate que había en el Retiro al lado del quiosco de la música. También patinaba en la azotea del chalet que teníamos en El Viso, pero no me lo permitían mucho porque metía un ruido… Cuando no estaban mis padres en casa, bien, pero si estaban no podía. Se ve que patinaba bastante bien. Uno que hacía hockey sobre patines me dijo que me entrenara con el equipo, pero no fui.
P. La guerra es uno de los temas sobre los que más ha escrito. Y las armas. Ha dicho que el que tiene un martillo ve clavos por todas partes. ¿Tener un arsenal implica usarlo?
R. Lo del martillo lo tomé de Huntington. Las armas no son instrumentos, son productoras de guerra. Si un pueblo tiene unas reivindicaciones y no tiene armas, no se le ocurre llevarlas a cabo o ni siquiera se le ocurren las reivindicaciones, esa cosa inventada después de la guerra. Cuando se tienen es cuando se inventan los precedentes territoriales, históricos o étnicos. Las armas incitan a la ambición de poder y la pasión por la lucha, el agón.
P. En un pecio ironiza con los pacifistas que dicen que con la guerra no se arregla nada.
R. Ni aunque se arreglase mucho, claro.
P. No se considera pacifista.
R. Pacifista lo soy como pueda serlo, por ejemplo, todo aquel que deplora la reelección de Netanyahu, pero no es una actividad porque no hay actividad posible, es como una catástrofe natural.
P. Campo de retamas se abre pidiendo al lector que desconfíe de un autor de pecios. ¿No hay en esa advertencia algo de coquetería?
R. No, porque lleva dos glosas contra la profundidad.
P. ¿Qué tiene de malo la profundidad?
R. Que es un invento para los que necesitan algo indiscutible y por eso sacralizan las palabras. Las palabras sagradas no están ahí para ser comprendidas, sino obedecidas. La profundidad tiene buena prensa gratuitamente, pero no hay nada absolutamente unívoco, eso sería la suma tiranía. Las palabras tienen que ser profanas. Deben tener un agujero. Como decía Machado, el ventanal del fondo que da a la mar sombría: “Mas hoy, ¿será porque el enigma grave / me tentó en la desierta galería, / y abrí con una diminuta llave / el ventanal del fondo que da a la mar sombría?”.
P. Los pecios son restos de un naufragio. ¿Sus pecios son restos de textos más largos?
R. No. Pecio es una palabra destrozada, contrahecha. Era un nombre genérico: el pezío aparejaba el derecho de quedarse con los restos de un naufragio, con el conjunto. Pecios en plural no es una buena palabra, la bonita era la genérica. Ya me lo reprochó Agustín García Calvo.
P. ¿Usted lee libros de aforismos?
R. Apenas, pero me encuentro parecido con Karl Kraus, aunque yo no distingo temas y él agrupa sus cosas: el teatro, la política…

P. ¿Sabía que en Podemos citan como autoridad un artículo suyo de 1984: “La cultura, ese invento del Gobierno”?
R. No lo sabía. Yo distingo entre cultura e Ilustración porque la Ilustración surge como contracultura. Voltaire, por ejemplo, surge como contracultura, aunque luego se le ha asimilado y metido en el canon. Yo no lo he leído, pero a Gargantúa y Pantagruel también se le nombra mucho como contracultura. Yo he leído muy poco. Al lado de mis amigos… Soy muy asiduo, aparte de con Max Weber, con los francfortianos: Adorno, Horkheimer, Benjamin.
P. Usted es muy crítico con Ortega y Gasset, pero en estos pecios elogia un escrito suyo.
R. Sí, un trozo de una carta a Unamuno. Le cuenta que Cervantes sufrió mucho, pero no guardó rencor a nadie. Es precioso lo que dice, acierta.
P. ¿Por qué no le gusta Ortega?
R. Porque es muy frívolo. Era periodista y periodístico. Llama a Hegel “emperador del pensamiento”. Hegel profesaba lo que se denominaba como “geografía natural” y dice que América es un continente joven. Ortega está de acuerdo y recoge esa idea en un endecasílabo perfecto, pero lo más chorra que se ha visto: “Niña reciente, coralina y tierna, / América…”.
P. ¿Por qué ha tenido tanto éxito?
R. Porque escribió mucho sobre España. Unamuno decía que si se hacía al ejército especialista en España, los españoles dejarían de ser patriotas como habían dejado de ser católicos por la Inquisición. Ortega, en cambio, lamenta que el ejército no responda a su “legítimo ser”.
P. ¿Sigue leyendo varios periódicos al día?
R. El Abc y EL PAÍS. A veces La Repubblica, el Corriere della Sera y Le Monde, pero ya no dedico tanto tiempo a la prensa.
P. ¿Lee otras cosas?
R. Sí. Hasta hace unos 15 años leía novelas policiacas en la cama, para conciliar el sueño. Ahora estaba leyendo viajes de geógrafos, de todo lo que hicieron los ingleses del siglo XIX. Muy bonito. He estado mucho tiempo con la historia de la Segunda Guerra Mundial de Liddell Hart porque me gustan los libros con mapas. No son todo lo detallados que uno quisiera, pero me gustan. Tardas porque te paras.

P. ¿Y novelas?
R. Cosas antiguas. Un libro al que recurro cada dos o tres años es de 1252, el Calila e Dimna; algunos se lo atribuyen a Alfonso X el Sabio, pero no se sabe si es de él o de Toledo. Hablan de la Escuela de Traductores de Toledo, pero hubo muchas traducciones, no una escuela como algo formalizado o burocratizado.
P. ¿Lee poesía?
R. No, no me entra, no me ha entrado nunca, al igual que la mística.
P. Pero ha escrito poemas. Se han publicado con los pecios.
R. Poca cosa. El de san Juan es teodicea inspirada en Adorno.
P. Campo de retamas se abre con uno de su hija.
R. Siempre me ha gustado mucho. Era ya adulta cuando lo escribió, tendría 20 años. Parece de varón más que de muchacha. Las mujeres suelen ser más íntimas, o intimistas.
P. ¿Sigue usted escribiendo?
R. Sí, pero ahora mucho menos. He escrito mucho más de lo que he publicado. Tengo un montón de cuadernos.
P. ¿Sabe dónde tiene cada cosa?
R. A veces no. Ni sé que existen. Tengo muchos cuadernos y libretas. Estas las llevaba en el bolsillo. Escribía en los techos de los coches porque iba de paseo e iba anotando.

P. ¿Corrige mucho?
R. No mucho. El Alfanhuí está casi sin corregir. Tengo los cuadernos por ahí y está casi igual.
P. ¿Y en los ensayos? Porque sus larguísimas frases, la hipotaxis, tienen el riesgo del anacoluto.
R. El riesgo del anacoluto y el de quedarte sin respiración. Yo ahora digo que la frase tiene que ser respiratoria, tiene que poderla decir uno bien con comas y puntos y comas con el mismo aliento, sin tener que renovar el aire y sin tener que decir “venía diciendo”. Eso es un desastre, el fracaso de la hipotaxis. Con la hipotaxis me he pasado mucho. Se coge el vicio y es un preciosismo.
P. Uno pensaría que los pecios, por su brevedad, van por un lado y la hipotaxis por otro, pero en los pecios largos también la usa.
R. Hipotaxis hay mucha en el libro de América: Esas Yndias equivocadas y malditas. ¡Madre mía!
P. Ahora que van a publicar toda su obra de nuevo, ¿lo va a retocar?
R. Yo no retoco nada. Que vayan con Dios los libros. Ése es muy pesado aunque tiene al final la discusión de los de Alonso de Cartagena, una discusión medio jurídica. Era un caso muy importante el de ese judío converso que termina de obispo de Burgos, entonces la ciudad más cosmopolita de España, la primera en tener un gran comercio exterior. Por eso prosperó la flota cantábrica. Todos los puertos del norte enlazaban con la Hansa. Varias ciudades españolas, entre las cuales Burgos por supuesto, tenían consulado en el Báltico. Por eso Burgos es muy orgulloso. Es el primero que le ha hecho tragarse algo a este Gobierno en aquellas revueltas del Bulevar.
P. ¿Cree que hay relación entre el orgullo del pasado y la rebeldía de ahora?
R. Pues yo creo que sí. Hay que ver la catedral, que, dicho sea entre nosotros, es horrorosa. Es una de las más dispendiosas que pueda haber. Enorme y de gótico bastante puro. A mí no me gusta el gótico, salvo la catedral de León, pero la de Burgos tiene fama. Está llena de agujas y pináculos.
P. Algunas capillas son tan grandes como iglesias enteras.
R. Del interior no me acuerdo. He estado pocas veces en Burgos. Una de ellas al terminar la guerra, mientras estaba allí el Gobierno. Estaba allí mi padre, en el mismo hotel, el hotel Condestable.

P. ¿A su padre le gustaba que escribiera?
R. Mucho. Cuando escribí el Alfanhuí les leía cada capítulo a mi madre y a mi padre. Estaban contentísimos. El Alfanhuí me lo sacó adelante Cela. Él acababa de publicar La familia de Pascual Duarte —yo ya la había leído— y tenía un prestigio enorme. Fue el que escribió la primera crítica sobre el Alfanhuí y lo lanzó. Luego he sido ingrato con Cela, pero es que era un abusón. Escribía en el Abc unas cosas brevísimas que no trabajaba nada, improvisadas, con la mayor grosería y facilidad que puede haber.
P. ¿Ha vuelto a releer sus novelas ahora que se reeditan revisadas?
R. No, eso lo hace el editor. Las narraciones no me interesan. Hay dos que me gustan y una que aborrezco. Conservo cierta simpatía por el Alfanhuí y por El testimonio de YarfozEl Jarama es una invención de Castellet.
P. ¿De Castellet?
R. Sí, porque lo puso por las nubes. Llamaba a eso objetivismo. Me corregía frases como “el vidrio vanidoso de la botella de anís” porque decía que no era objetivismo decir que el vidrio era vanidoso. “El vidrio vanidoso de las blancas botellas de cazalla y anís”. Me salían alejandrinos y endecasílabos. Sobre todo endecasílabos, por la anfetamina.
P. ¿Qué le gusta de las otras novelas?
R. De El testimonio… me encanta la historia de los babuinos mendicantes. Me encanta, qué le voy a hacer, yo también soy de vidrio vanidoso. Del Alfanhuí, esas cosas de la abuela que incuba huevos en el regazo y del viejo mendigo con su flauta de silencio, y al que le crecen flores en la barba en primavera y se le nieva en invierno.
P. Alguna vez ha dicho que quiso huir del “papelón de literato”. ¿Por qué?
R. Porque cuando salió El Jarama me hicieron un homenaje en el café Varela. No pude decir palabra. En aquella cena sufrí muchísimo. Madre, qué vergüenza pasé. Espantosa.

domingo, 4 de junio de 2017

Clarice Lispector: “Escribir es una maldición que salva”

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Compartimos algunas reflexiones sobre la escritura de la narradora brasileña Clarice Lispector publicadas bajo el título de “La explicación que no explica”.


Hay tres cosas para las que nací y por las que doy mi vida. Nací para amar a los otros, nací para escribir y nací para criar a mis hijos. El “amar a los otros” es tan vasto que incluye hasta el perdón para mí misma, con lo que sobra. Las tres cosas son tan importantes que mi vida es corta para tanto. Tengo que apurarme, el tiempo urge. No puedo perder un minuto del tiempo que hace mi vida. Amar a los otros es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio.
Y nací para escribirLa palabra es mi dominio sobre el mundo. Tuve desde la infancia varias vocaciones que me llamaban ardientemente. Una de las vocaciones era escribir. Y no sé por qué fue ésta la que seguí. Tal vez porque para las otras vocaciones necesitaría un largo aprendizaje, mientras que para escribir el aprendizaje es la propia vida viviéndose en nosotros, y alrededor nuestro. Es que no sé estudiar. Y, para escribir, el único estudio es justamente escribir. Me adiestré desde los siete años para tener un día la lengua en mi poder. Y no obstante, cada vez que voy a escribir es como si fuera la primera vez. Cada libro mío es un estreno penoso y feliz. Esa capacidad de renovarme todo a medida que el tiempo pasa es lo que yo llamo vivir y escribir.
***
Cuando empecé a escribir ¿qué deseaba lograr? Quería escribir algo que fuera tranquilo y sin modas, algo como el recuerdo de un monumento alto que parece más alto porque es recuerdo. Pero quería, de paso, haber tocado realmente el monumento. Sinceramente, no sé lo que simbolizaba para mí la palabra monumento. Y terminé escribiendo cosas completamente diferentes.
***
Ésta es una confesión de amor: amo la lengua portuguesa. No es fácil. No es maleable. Y, como no fue profundamente trabajada por el pensamiento, su tendencia es la de no tener sutilezas y reaccionar a veces con un verdadero puntapié contra los que temerariamente osan transformarla en una lengua de sentimiento y de alerta. Y de amor. La lengua portuguesa es un verdadero desafío para quien escribe. Sobre todo para quien escribe sacando de las cosas y de las personas la primera capa de superficialidad.
A veces reacciona frente a un pensamiento más complicado. A veces se asusta con lo imprevisible de una frase. Me gusta manejarla como me gustaba estar montada en un caballo y guiarlo con las riendas, a veces lentamente, a veces al galope.
Yo querría que la lengua portuguesa llegase al máximo en mis manos. Y todos los que escriben tienen ese deseo. Un Camoens y otros como él no bastaron para darnos una herencia de lengua ya hecha para siempre. Todos los que escribimos estamos haciendo del túmulo del pensamiento alguna cosa que le dé vida.
Esas dificultades, nosotros las tenemos. Pero no hablé del encantamiento de lidiar con una lengua que no fue profundizada. Lo que recibí de herencia no me basta.
Si yo fuera muda, y tampoco pudiera escribir, y me preguntaran a qué lengua querría pertenecer, diría: a la inglesa, que es precisa y bella. Pero como no nací muda y pude escribir, se volvió absolutamente claro para mí que lo que quería era escribir en portugués. Y hasta querría no haber aprendido otras lenguas: sólo para que mi abordaje del portugués fuera virgen y límpido.
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Clarice2Dije una vez que escribir es una maldición. No me acuerdo exactamente por qué lo dije, y con sinceridad. Hoy lo repito: es una maldición, pero una maldición que salva.
No me estoy refiriendo a escribir para los diarios. Sino a escribir aquello que eventualmente se puede transformar en un cuento o en una novela. Es una maldición porque obliga y arrastra como un vicio penoso del cual es casi imposible librarse, pues nada lo sustituye. Y es una salvación.
Salva el alma presa, salva a la persona que se siente inútil, salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba. Escribir es buscar entender, es buscar reproducir lo irreproducible, y sentir hasta las últimas consecuencias el sentimiento que permanecería apenas vago y sofocante. Escribir es también bendecir una vida que no fue bendecida.
Qué pena que sólo sé escribir cuando la “cosa” viene espontáneamente. Así quedo a merced del tiempo. Y, entre un escribir verdadero y otro, pueden pasar años.
Me acuerdo ahora con saudade del dolor de escribir libros.
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A veces tengo la impresión de que escribo por simple curiosidad intensa. Es que, al escribir, me doy las sorpresas más inesperadas. Es en el momento de escribir cuando muchas veces soy inconsciente, antes yo no sabía que sabía.
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Se habla de la dificultad entre la forma y el contenido, en materia de escribir, hasta se llega a decir: el contenido es bueno pero la forma no, etc. Pero, por Dios, el problema no es el que el contenido está de un lado y la forma del otro. Así sería fácil: sería como relatar a través de una forma lo que ya existía libre, el contenido. Pero la lucha entre la forma y el contenido está en el pensamiento mismo: el contenido lucha por formarse. Para decir verdad, es imposible un contenido sin su forma. La intuición es la honda reflexión inconsciente que prescinde de forma mientras ella misma, antes de subir a la superficie, se trabaja. Me parece que la forma aparece cuando el ser todo está en un contenido maduro, ya que se quiere dividir el pensar o el escribir en dos fases. La dificultad de forma está en el mismo constituirse del contenido, en el propio pensar o sentir, que no sabrían existir sin su forma adecuada y a veces única.
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Como si yo buscara no aprovechar la vida inmediata, pero sí la más profunda, lo que me da dos modos de ser: en la vida, observo mucho, soy activa en las observaciones, tengo sentido del ridículo, del buen humor, de la ironía, y tomo partido. Escribiendo, tengo observaciones por así decir pasivas, tan interiores que se escriben al mismo tiempo que son sentidas, casi sin lo que se denomina proceso. Por eso al escribir no elijo, no puedo multiplicarme en mil, me siento fatal a pesar mío.
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Tanto en pintura como en música y literatura, tantas veces lo que llaman abstracto me parece apenas lo figurativo de una realidad más delicada y más difícil, menos visible al ojo desnudo.
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Clarice3Desde cierto punto de vista, considero hacer cosas abstractas como lo menos literario. Ciertas páginas, vacías de acontecimientos, me dan la sensación de estar tocando la cosa misma, es la sinceridad más grande. Es como si se esculpiera -¿cuál es la escultura más auténtica del cuerpo?, el cuerpo, la forma misma del cuerpo- y no la expresión dada al cuerpo. Una Venus desnuda, de pie, inexpresiva, es mucho más que la idea literaria de Venus. Esto llamando idea literaria de Venus da una idea, por ejemplo, que tuviera en el rostro una sonrisa de Venus, como un rótulo. La Venus de Milo: es una mujer abstracta. (Si dibujo en un papel, minuciosamente, una puerta, y no le agrego nada mío, estaré dibujando muy objetivamente una puerta abstracta.)
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Entonces escribir es el modo de quien tiene la palabra como carnada: la palabra que pesca lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra ‒la entrelínea‒ muerde la carnada, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, se podría arrojar fuera la palabra con alivio. Pero ahí cesa la analogía: la no-palabra, al morder la carnada, la incorporó. Lo que salva entonces es escribir distraídamente.
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Pues ya que se ha de escribir, que al menos no se aplasten con palabras las entrelíneas.
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“Mis intuiciones se vuelven más claras al esforzarme en trasponerlas en palabras”. Esto escribí una vez. Pero es un error, porque, al escribir, encolada y pegada, está la intuición. Es peligroso porque nunca se sabe lo que vendrá, si se es sincero. Puede venir el aviso de una autodestrucción por medio de las palabras. Pueden venir recuerdos que jamás querríamos ver en la superficie. El clima se puede volver apocalíptico. El corazón tiene que estar puro para que venga la intuición. ¿Y cuándo, Dios mío, se puede decir que el corazón está puro? Porque es difícil comprobar la pureza del cuerpo y del alma, no bendecido por un padre, sino bendecido por el propio amor. Y todo eso se puede llegar a ver; y haber visto es irrevocable. No se juega con la intuición, no se juega con la escritura: la caza puede herir de muerte al cazador.
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El proceso de escribir está hecho de errores la mayoría esenciales, de coraje y pereza, desesperación y esperanza, de vegetativa atención, de sentimiento constante (no pensamiento) que no conduce a nada, no conduce a nada, y de repente aquello que se pensó que era nada era el verdadero contacto temible con la tesitura de vivir; y ese instante de reconocimiento, ese zambullir anónimo en la tesitura anónima, ese instante de reconocimiento (igual que una revelación) necesita ser recibido con la mayor inocencia, con la inocencia con que está hecho. ¿El proceso de escribir es difícil? Pero es como llamar difícil al modo extremadamente prolijo y natural con que está hecha una flor. (…)
***
No puedo escribir mientras estoy ansiosa o espero soluciones, porque en tales períodos hago todo lo posible para que las horas pasen; y escribir es prolongar el tiempo, es dividirlo en partículas y segundos, dando a cada una de ellas una vida insustituible.
***
Clarice4Ya no recuerdo dónde fue el comienzo; fue, por así decirlo, escrito todo al mismo tiempo. Todo estaba allí, o debía estarlo, como en el espacio temporal de un plano abierto, en las teclas simultáneas del piano. Escribí buscando con mucha atención lo que se estaba organizando en mí y que sólo después de la quinta paciente copia empecé a advertir. Mi temor era que por impaciencia hacia la lentitud que tengo en comprenderme, estuviera apresurando antes de tiempo un sentido. Tenía la impresión de que, si me concediese más tiempo, la historia diría sin convulsión lo que necesitaba decir. Cada vez más, todo me parece una cuestión de paciencia, de amor creando paciencia, de paciencia creando amor. Él se levantó, todo al mismo tiempo, emergiendo más aquí que allí.
Esta paciencia tuve, y con ella aprendía: la de soportar; sin ninguna promesa, la incomodidad del desorden. Pero también es cierto que el orden molesta. Como siempre, la dificultad más grande es la espera (…)
***
Tantas veces escribir es recordar lo que nunca existió. ¿Cómo lograré saber lo que ni siquiera sé? Así: como si recordara. Con un esfuerzo de memoria, como si yo nunca hubiera nacido. Nunca nací, nunca viví: pero recuerdo, y éste es un recuerdo en carne viva.
***
(A un linotipista) Disculpe que me esté equivocando tanto a máquina. Primero es porque se me quemó la mano derecha. Segundo, no sé por qué. Ahora un pedido: no me corrija. La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así. Y si usted me encuentra exquisita, respete eso también. Hasta yo fui obligada a respetarme.
Escribir es una maldición.

Juan Goytisolo, el escritor que sabía mirar

Era un tímido integral y profundo que no gustaba de la prensa, de los focos, de las fotos. Se sentaba en el Café de France y se sentía parte de una masa humana, de un conjunto de vidas en ebullición, y eso era todo lo que necesitaba
VICENTE LUIS MORA 


Goytisolo, en Marrakech, en 2011.
VLM
4 DE JUNIO DE 2017
Sentado, con un té a la menta o un zumo de naranja sobre la mesa, rodeado de sus silenciosos amigos marrakechíes (marrakchís, prefería él), a última hora de la tarde o primera de la noche, de cara a la plaza Xemáa-el-Fna, mirando con los ojos en llamas, fascinado. Esa es la imagen de Juan que más me viene a la cabeza, quizá porque es la que le vi más veces. Sus ojos encendidos procesando la información incesante y perpetuamente móvil de la plaza, sin faltar a la cita vespertina salvo fuerza mayor; observando cada día las caras cambiantes, los múltiples gestos, los burros, las motos, las chilabas, los turistas, los niños, las ancianas, los pedigüeños que se le acercaban llamándole por su nombre, los policías de paisano, los aguadores con sus trajes típicos y sus platillos descascarillados, los contadores de historias orales a los que tanto admiraba, las bailarinas de la danza del vientre camino del trabajo, los escritores extranjeros que le reconocían y se situaban cerca, pensando si acercarse o no a decirle algo, a expresarle su admiración.
Juan no perdía a nadie de vista. Siempre mirando al frente con pupilas luminosas e inteligentes, tejiendo asociaciones o dejándose llevar, estableciendo patrones o siendo apabullado por la irrepetible secuencia de seres, tantos y tan distintos que la plaza jamás ha repetido dos veces el mismo espectáculo humano. Sentado con un polo o una camisa de hilo blanco en verano; o cubierto con uno de sus chalecos de reportero, llenos de bolsillos, en la cortísima primavera de Marrakech, o embutido en capas y capas de ropa en invierno, porque era friolento (“me gusta más la palabra friolento que friolero”) y se abrigaba con dedicación, cruzándose ropa por el cuerpo como el pájaro traba su nido. Ni demasiado abierto a los periodistas, pues le gustaba disfrutar de su espacio y de su tiempo, ni demasiado cerrado a los españoles que iban deliberadamente a buscarle a su butaca de ver televisión, como él llamaba a su silla de mimbre del Café de France, porque para él mirar la plaza era como “ver la tele”. Ni bien vestido, ni con torpe aliño indumentario; ni hablador, ni callado; ni desapercibido ni protagonista carismático. Nada más ver a Juan acercarse al Café, al que acudía acompañado de sus más próximos, uno de los camareros sacaba un cojín que tenían reservado para él, destinado a acomodar su espalda. Al irse pagaba todas las consumiciones de la mesa, día sí y día también, siempre se ofrecía a pagar él, era complicadísimo evitarlo y la única forma de sortear la disputa era internarse en el Café fingiendo una urgencia y arreglar el pago con el camarero en la barra. Luego, camino de casa, Juan sacaba del bolsillo su colección de duros gordos, esas inmensas monedas de 10 dirhams con las que puedes cegar una acequia, y las iba repartiendo por el camino a las mujeres pobres que suelen pedir en esa zona de Medina, a las que conocía y ayudaba en lo posible. Al cruzarse con familias del barrio saludaba a todos por su nombre y preguntaba a los niños en buen dariya marroquí cómo les iba en el colegio. Era sorprendente ver a muchas personas, sobre todo de edad avanzada, acercarse a Juan e intentar besarle la mano, como gesto de respeto. Para muchísimas personas de Marrakech, Juan era un sabio, y se dirigían a él como tal. Y nunca olvidaron el importante papel que desempeñó para que la UNESCO concediese a la plaza Xemáa-el-Fna el título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, por su cualidad de crisol de historias orales y culturas no escritas.
Juan Goytisolo era en Marrakech una persona completamente distinta de la imagen pública que de él se tenía en España; no faltan personas aquí que tienen todavía una idea errónea, de un Juan duro, bronco, áspero, refractario a su país de origen, soberbio, encastillado en sus lejanías geográficas y culturales, admonitor, severo, implacable. Incluso desde la admiración literaria, al conocerle en Formentor en 2009 yo tenía una imagen similar, que no terminó de disipar nuestra breve conversación. Más tarde entendí el motivo: en Marrakech era una persona diferente por completo, porque en la medina marrakchí era él mismo. Fuera de Marruecos se veía obligado a interpretar un papel público con el que se sentía tan incómodo como con una corbata al cuello. Creo que esa imagen áspera y bravucona, a la que no niego que sus declaraciones contundentes pudieran ayudar, era culpa de su timidez, aunque a muchos pueda sorprender tal cosa. Pero diría que sí, que Juan era un tímido integral y profundo que no gustaba de la prensa, de los focos, de las fotos (no había cosa que más le disgustase que una sesión de posado), y cuando utilizó el periodismo y las cámaras, en reportajes de guerra o en su etapa de Alquibla, lo hizo de modo instrumental: empleó los medios como medio para contar historias a su juicio importantes, no para contarse. Decía lo que pensaba. No era políticamente correcto, no paraba mientes, no calculaba. En ese sentido, Juan era el peor publicista posible de sí mismo, y nunca le importó alimentar a su enemigo con munición a granel.
Ese personaje hosco que aparecía de vez en cuando en las entrevistas de la prensa española no tenía nada que ver con el anciano apacible y entrañable con el que me encontré en innumerables ocasiones y durante cientos de horas en Marrakech. Generoso con quienes no conocía, era manirroto con las personas a las que amaba. Tenía acogida a familia y media en su casa; no quiero entrar en demasiados detalles, pero me gustaría saber cuántas de esas personas que le reprochan a Juan su egocentrismo han pagado durante décadas la alimentación, los estudios privados en buenas universidades y el sustento diario a cinco personas, alojándolas en su propia casa, e intentando proveerles de un futuro y de una seguridad jurídica más allá de su fallecimiento. Daría más detalles, pero Juan estaría incómodo, y haría su característico gesto horizontal con la mano con el que zanjaba una conversación sobre un tema molesto. Su casa era, además, la casa de sus numerosos amigos de tres continentes; su mesa siempre estaba abierta para la conversación con quien quería conversar con él. A veces estaba yo en Marrakech y Juan en España dando entrevistas y yo sentía ese hiato, esa insalvable distancia entre la imagen española de Juan y lo que Juan era en realidad; leía --sigo leyendo hoy mismo, el día de su muerte, en redes sociales-- comentarios inoportunos o desafortunados sobre Juan, y me daba cuenta de hablaban de un Goytisolo que no existía más que en su imaginación, o en la imaginación de unas personas a las que no convenía que Juan adquiriese demasiado predicamento y prestigio, por lo poco “adecuado” de sus ideas sobre tantas cosas.
A veces se lo comenté, pero a él no le importaba en absoluto su imagen exterior. Sabía que debía hacer entrevistas y conferencias y debía aceptar premios porque el sostenimiento de seis personas, dos de ellas estudiando en la universidad, no le dejaba otro remedio, pero era algo que no le producía ningún placer. Sus deseos eran en realidad bastante estoicos y normales: estar en Marrakech o en Tánger, según la época del año, dar un paseo diario de hora y media por la medina, hablar con sus amigos en persona o por teléfono (un fijo antediluviano en el que había que discar circularmente los números), junto a la foto de Monique Lange, a la que tanto y con tanto cariño recordaba; leer, escribir “de todo menos novela”, como él decía, porque ya no tenía la pulsión de narrar historias, investigar el comportamiento sexual de las dos tortugas que habitaban el patio de su riad y, sobre todo, mirar. Mirar interminablemente, no al paisaje, sino a las personas, a la gente, a la calle abigarrada de Tánger, a la plaza atestada de Xemáa-el-Fna, centro de Marrakech y centro de Makbara, centro en realidad de su existencia y de sus preocupaciones vitales e intelectuales. Juan se sentaba en el Café de France y se sentía parte de una masa humana, de un conjunto de vidas en ebullición, y eso era todo lo que necesitaba. Sus ojos claros ardían, intentando abarcar la inmensidad de las maneras del hombre. Juan era un humanista de raíz, radical, convencido, un hombre que de verdad sabía mirar y querer a otras personas sin importarle su raza, su credo, su país o su orientación sexual. No voy a cometer la torpeza de decir que era el último humanista que nos quedaba. Sólo espero que los sobrevivientes se le parezcan en su auténtica hospitalidad respecto a lo mejor de la vida. Alguien dijo, al morir el doctor Johnson: Ha dejado un hueco, que no sólo nada puede llenar, sino que nada muestra tendencia a llenar. Creo que con Juan Goytisolo sucede exactamente lo mismo.


El poeta y lo divino


Santa-Teresa
Teresa de Ávila
La poesía es revelación, aurora, epifanía. Revelación de lo extraordinario, aurora de lo inesperado, epifanía del misterio. La palabra del poeta descubre lo inaudito en lo cotidiano, el prodigio en lo insignificante, lo maravilloso en lo supuestamente banal e insípido. Gómez de la Serna descubrió que “a las tijeras le sacaron los ojos otras tijeras”, que “un reloj no existe en las horas felices” y que “la X es el corsé del alfabeto”. Unas tijeras, un reloj y una letra del alfabeto son mucho más de lo que aparentan, pero sólo la intuición poética es capaz de multiplicar sus significados mediante analogías, contrastes, elipses, metáforas, paradojas, repeticiones, simetrías, hipérboles. “Nadie ha dicho que las cosas vivan: las cosas sueñan”, apunta Gómez de la Serna, componiendo una antítesis perfecta. Supuestamente, las cosas son pura inercia, objetos que ocupan un lugar en el espacio y soportan calladamente el paso del tiempo, sin manifestar ningún signo de vida interior. No sueñan; padecen. Sin embargo, el ingenio de Ramón -que nunca transigió con los convencionalismos, ni con la autocomplacencia del lugar común-, nos hace ver que las cosas realmente sueñan y que sus sueños rebasan los diques de la razón, transformando un agujero en inquietante mirada; un reloj, en paradójica ausencia; y una letra, en prenda que alimenta fantasías eróticas. Lo ordinario esconde maravillas que sólo el poeta puede desvelar, utilizando la pirotecnia del lenguaje. La greguería es un matiz, pero un matiz silvestre, imprevisible, espontáneo, que le da la vuelta al idioma y descoloca nuestras expectativas, insinuando que nuestra forma de ver el mundo, sólo es un burdo tapiz tejido por una hilandera ciega. La greguería nos abre los ojos; la razón, los llena de barro y legañas.
Si “las cosas sueñan”, los cuerpos bailan en la cuerda de lo impensable. Lezama Lima nos enseña en su poema “El abrazo” que un abrazo es “tierra descifrada”, donde los amantes pueden “sudar como los espejos” y presentir que “los pellizcará una sombra”. En el abrazo, “dos cuerpos desaparecen” y “giran / en la rueda de volantes chispas”, hasta que “se unen en el borde de una nube”. Después de estas filigranas, “los dos cuerpos ceñidos, / el rabo del canguro / y la serpiente marina, / se enredan y crujen en el casquete boreal”. Los cuerpos pueden realizar estas proezas –que subvierten las nociones más elementales de la lógica- porque vencen a la muerte, porque resucitan, porque se adentran en el misterio, en lo imposible, en lo incondicionado. Al igual que Platón en sus diálogos, Pablo de Tarso recurre a la imaginación poética para justificar la expectativa de la eternidad. El hombre es como el grano. Nuestra carne es semilla que sólo conocerá su plenitud, tras superar el letargo de la muerte. Escribe San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios: “se siembran cuerpos corruptibles y resucitarán incorruptibles; se siembran cuerpos humillados y resucitarán gloriosos; se siembran cuerpos débiles y resucitarán llenos de fuerza; se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales. Porque hay un cuerpo puramente natural y hay un cuerpo puramente espiritual” (15, 42-44). Por el contrario –advierte Lezama Lima, católico impregnado de orfismo y neoplatonismo- “el árbol y el falo / no conocen la resurrección, / nacen y decrecen con la media luna / y el incendio del azufre solar”. El abrazo preludia la eternidad, el regreso a la unidad original; la soledad, en cambio, desemboca en la muerte, en la dispersión, en el no ser. El árbol y el falo son metáforas del deseo que sólo percibe al otro como objeto, no como complementario, como alteridad que salva nuestra identidad y posibilita su trascendencia.
No se puede ignorar la dimensión mística de la palabra poética, sin rebajarla a mera función lingüística. Cuando Pablo de Tarso afirma que “el último enemigo en ser destruido será la muerte”, no denigra o menosprecia la materia, sino que exalta la vida en toda su complejidad. La derrota de la muerte significará la consumación de la unidad del ser, la reconciliación entre el cuerpo y el espíritu, la naturaleza y la historia. José Ángel Valente ya señaló que “no hay experiencia espiritual sin la complicidad de lo corpóreo”, especialmente en la “mística cristiana, en cuya extrema aventura espiritual ha de situarse la aventura extrema del cuerpo, del cuerpo resurrecto, el escándalo de la resurrección” (La piedra y el centro, 1982). La encarnación del Verbo convierte el cuerpo en morada de lo divino. Cuando en el Libro de la Vida Teresa de Ávila refiere cómo un ángel atraviesa su corazón con “un dardo de oro largo”, señala que la criatura tenía “forma corporal”, que “no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, con el rostro tan encendido…”, que “era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos”, que “no es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto”. El cuerpo de Teresa de Ávila es inseparable de su peripecia mística, centro y cenit de su existencia. Primero, una grave enfermedad la sitúa al borde de la muerte, cuando su vocación es débil y poco exigente; después, la vía ascética abre el camino al impulso reformista, que engendrará escritos y fundaciones, concertando la vida interior con la intervención en el mundo. Por último, la restitución de la regla primitiva del Carmelo creará las condiciones para las iluminaciones y las levitaciones, que implicarán a los sentidos. En esas experiencias “no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza”.
No hay que interpretar las experiencias místicas de Teresa de Ávila como hechos objetivos, sino como vivencias extraordinarias que evidencian los límites del lenguaje. La imagen del corazón atravesado por una flecha era un recurso habitual en las novelas de caballerías -que tanto deleitaron a la reformadora en su adolescencia-, las novelas picarescas y el teatro clásico. Es indudable que el ángel armado con un dardo de oro largo es una versión del romano Cupido. Se puede decir que el ángel de la carmelita descalza es una metáfora, pero no una invención o una elaboración neurótica. Fue real y afectó al cuerpo y al espíritu, pero se recreó literariamente, conforme a la herencia cultural y las posibilidades del idioma. Como observa Joseph Pérez, poco aficionado a dislates y exageraciones, “entre los místicos, las metáforas son, pues, modos imperfectos de decir lo que es indecible; se imponen cada vez que no hay medida común entre la palabra y la sensibilidad, cuando se experimenta fuertemente un sentimiento, pero no se encuentran palabras para decirlo” (Teresa de Ávila y la España de su tiempo, 2007). Pérez completa su explicación con una cita de Antonio Machado, pues sabe que lo indecible no es materia de historiadores, sino de poetas: “Si entre el hablar y el sentir hubiera perfecta conmensurabilidad, el empleo de las metáforas sería no sólo superfluo sino perjudicial a la expresión” (Los complementarios, 1957). La poesía se hace epifanía al enfrentarse con lo que apenas puede expresarse, pero no cesa de convocarnos: la muerte, el ser, el amor, lo infinito. Son ideas que pasean por el filo del lenguaje, límites infranqueables que no producen conocimiento objetivo, pero que nos proporcionan un saber más esencial. Un saber poético que se alimenta de intuiciones, visiones, premoniciones, correspondencias, antinomias, ambigüedades, incongruencias, aberraciones lógicas. La transverberación de Teresa de Ávila nace de una visión, pero el cuerpo del ángel que atraviesa su corazón quizás sólo fue una herida de Amor divino perpetrada por la palabra poética. En su más alta acepción, la palabra poética es un cuerpo que hace posible lo imposible, que “hace existir lo indecible en cuanto tal” (Valente), rescatándolo de su oscura ininteligibilidad. Lo indecible es una forma de referirse a lo divino, que casi siempre se manifiesta de forma oscura, hermética, como sucedía en el santuario de Delfos, cuya pitonisa hablaba de forma enigmática. Sócrates escuchó sus palabras y las descifró, asumiendo que su éxito hermenéutico no era obra de su buen juicio, sino de su daimon o voz interior.
Los grandes poetas son grandes místicos, como Teresa de Ávila o Juan de la Cruz. O como William Blake, Lautréamont, Rimbaud o Artaud, místicos de lo insondable y lo terrible. O como Rilke y Antonio Machado, que experimentaron la inminencia de una revelación. Machado se preguntaba si hablaba solo porque esperaba hablar a Dios un día, y Rilke presumía que la muerte representaba el punto de encuentro con lo divino: “Dios, que se nos escapa en el cielo, volverá a nosotros desde el seno de la tierra”. La poesía apunta al corazón de lo divino, pues ahí está su origen y su destino. Una poesía que le dé la espalda a lo sagrado en todas sus formas –amables o terroríficas- es una higuera estéril, palabra desarraigada y perecedera, incapaz de captar la vibración más profunda del cosmos.